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Economía

Los otros indicadores de la economía del bienestar

El crecimiento económico no basta para medir el progreso de una sociedad. Por eso han surgido nuevos indicadores que buscan medir cómo estamos en términos de calidad de vida, medio ambiente y satisfacción vital.

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05
noviembre
2025

Durante el último siglo, el Producto Interior Bruto (PIB) ha sido el termómetro casi indiscutible del progreso. Surgido como una herramienta para cuantificar la producción nacional durante la Gran Depresión, se convirtió en la brújula de gobiernos y mercados para orientar sus políticas. Cuanto más crecía este, mejor parecía ir un país. Sin embargo, en las últimas décadas, economistas, sociólogos y organismos internacionales han comenzado a advertir que ese indicador, aunque útil, dibuja una imagen incompleta del bienestar humano.

El PIB mide la actividad económica, pero no distingue entre lo que aumenta la calidad de vida y lo que la deteriora. Un desastre natural, por ejemplo, puede hacer crecer el PIB debido a los gastos de reconstrucción. La contaminación, el estrés o la desigualdad, en cambio, no restan valor a la cifra. El economista Simon Kuznets, uno de sus creadores, ya lo advirtió en 1934: «El bienestar de una nación difícilmente puede inferirse a partir de una medida del ingreso nacional».

En el siglo XXI, cuando las crisis ambientales y sociales acompañan al crecimiento económico, se están buscando nuevas métricas para evaluar el progreso. Bajo la idea de una «economía del bienestar», surgen indicadores alternativos que incorporan dimensiones como la salud mental, la igualdad, el entorno natural o la calidad de las relaciones sociales.

En 2009, el economista Joseph Stiglitz, junto con Amartya Sen y Jean-Paul Fitoussi, presentó el influyente Informe sobre la medición del desempeño económico y el progreso social, encargado por el gobierno francés. Su conclusión fue clara: los países necesitan medir «lo que realmente importa a las personas». Desde entonces, la OCDE, la ONU y múltiples gobiernos han impulsado marcos alternativos para capturar una noción más amplia de la prosperidad.

Uno de los más conocidos es el Índice de Desarrollo Humano (IDH), creado en 1990 por el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD). Este indicador combina tres dimensiones básicas, que incluyen la salud (medida por la esperanza de vida al nacer), la educación (años promedio de escolarización) y el nivel de vida (ingreso per cápita ajustado). Su objetivo es recordar que el desarrollo no depende únicamente del dinero, sino también de la capacidad de las personas para vivir vidas largas, saludables y con oportunidades.

El PIB mide la actividad económica, pero no distingue entre lo que aumenta la calidad de vida y lo que la deteriora

Sin embargo, el IDH sigue siendo limitado. Por eso han surgido otros enfoques más amplios. El Better Life Index, promovido por la OCDE desde 2011, permite comparar el bienestar entre países según 11 dimensiones: vivienda, ingresos, empleo, comunidad, educación, medio ambiente, compromiso cívico, salud, satisfacción vital, seguridad y equilibrio entre trabajo y vida personal. La herramienta, además, permite ponderar los indicadores según la importancia que cada ciudadano otorga a cada aspecto, introduciendo una dimensión subjetiva en la medición.

El Índice de Felicidad Mundial, elaborado por la Red de Soluciones para el Desarrollo Sostenible de Naciones Unidas, da un paso más. Basado en encuestas del Gallup World Poll, combina variables económicas con otras emocionales como, por ejemplo, el apoyo social, la percepción de corrupción, la generosidad o la libertad para tomar decisiones vitales. En su última edición, los países nórdicos vuelven a ocupar los primeros puestos, confirmando la correlación entre cohesión social, confianza institucional y bienestar emocional.

Otros indicadores incorporan perspectivas ecológicas. El Índice de Planeta Feliz, impulsado por la New Economics Foundation, mide la relación entre el bienestar experimentado, la esperanza de vida y la huella ecológica de cada país. De esta forma, evalúa qué sociedades logran vidas largas y satisfactorias con el menor impacto ambiental posible.

La economía del bienestar: medir lo invisible

Medir el bienestar no es solo una cuestión técnica; es también política y cultural. Implica redefinir qué entendemos por éxito colectivo. La llamada economía del bienestar —promovida por economistas como Kate Raworth o Mariana Mazzucato— plantea que los gobiernos deben orientar sus presupuestos y políticas hacia metas sociales y ambientales, no solo hacia el crecimiento del PIB.

Algunos países ya han incorporado esta visión. En 2019, Nueva Zelanda lanzó su Wellbeing Budget, un presupuesto nacional centrado en la salud mental, la infancia y la sostenibilidad ambiental. Finlandia y Escocia, miembros de la alianza Wellbeing Economy Governments (WEGo), están haciendo lo mismo, es decir, diseñar políticas públicas a partir de indicadores de bienestar y no de simples tasas de crecimiento.

España, por su parte, ha comenzado a participar en proyectos de medición de bienestar subjetivo en colaboración con la OCDE y Eurostat, aunque todavía de forma incipiente. El debate sobre un «PIB verde» o «PIB del bienestar» ha ido ganando terreno en la Unión Europea, donde se trabaja en la construcción de marcos estadísticos que integren la salud mental, el ocio, la calidad del aire o la participación democrática.

El debate sobre un «PIB verde» o «PIB del bienestar» ha ido ganando terreno en la Unión Europea

El reto está en la complejidad de medir lo intangible. ¿Cómo cuantificar la felicidad, la seguridad emocional o la confianza social sin caer en la arbitrariedad? Los defensores de estos modelos sostienen que la dificultad no es excusa: si las políticas públicas afectan a estos ámbitos, deben poder ser observados.

Por ejemplo, ahora parece evidente que el bienestar contemporáneo no puede reducirse a la eficiencia. Una sociedad puede ser productiva y, sin embargo, infeliz. Los indicadores alternativos, por tanto, buscan equilibrar la productividad con la calidad de la experiencia humana.

Además, la crisis climática ha introducido una dimensión ineludible. Y es que el bienestar de hoy no puede alcanzarse a costa del bienestar futuro. En ese sentido, el Índice de Prosperidad Inclusiva, impulsado por el Foro Económico Mundial, incorpora factores intergeneracionales, midiendo cómo las políticas actuales afectan la sostenibilidad de los recursos y la equidad social a largo plazo.

En este cambio de paradigma, los gobiernos y las empresas comienzan a incorporar métricas de felicidad, compromiso laboral o impacto ambiental en sus informes de sostenibilidad. Es decir, en estos momentos nos encontramos en lo que parece ser una transición cultural hacia la comprensión de que la prosperidad no se agota en lo financiero.

La economía del bienestar no ignora los datos duros, los amplía. Reconoce que una sociedad solo puede considerarse avanzada si sus ciudadanos disponen de tiempo, salud y vínculos sólidos para desarrollar una vida significativa. Como apuntó Amartya Sen, premio Nobel de Economía, el desarrollo consiste en ampliar las libertades de las personas.

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