Casa tomada: una trilogía
Hipotecas imposibles, alquileres que asfixian, sueldos de supervivencia. La precariedad ya no se mide en contratos laborales, sino en metros cuadrados. Las familias viven pendientes del recibo; el hogar se ha vuelto un lujo doméstico.
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COLABORA2025
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En la Europa que despertaba de la Segunda Guerra Mundial, las ciudades se alzaban como boxeadores tambaleantes, cubriéndose las heridas con polvo y esperanza. Sobre las ruinas materiales y morales de la catástrofe se construía algo nuevo, o eso querían creer. Pero bajo el ruido de los martillos neumáticos y los discursos de reconstrucción, crecía un poder más silencioso y duradero que cualquier régimen: la especulación urbana. Esa alquimia moderna que convierte la miseria en negocio y el suelo común en botín.
Cada país fabricó su propio mito de progreso con los escombros que tenía a mano. Y en medio de aquel delirio de cemento, dos cineastas filmaron la misma historia desde distintas trincheras: El inquilino (1957), de José Antonio Nieves Conde, y Le mani sulla città (1963), de Francesco Rosi. Dos películas inexplicablemente olvidadas en la actualidad, separadas por fronteras, pero unidas por el mismo desencanto: la derrota del ciudadano frente a la ciudad. La tercera parte, no filmada pero real, se rueda hoy sin cámaras, en la España de 2025. El mismo argumento, nuevos actores.
Una comedia que olía a tragedia
En pleno franquismo, cuando todo era cartón piedra y consignas, Nieves Conde —un tipo obstinado, lúcido y algo suicida— rodó El inquilino. La protagonizaba un joven Fernando Fernán Gómez, con su aire de hombre corriente metido en un mundo que no entiende pero le pasa por encima. En apariencia, era una comedia costumbrista: una familia modesta que intenta conservar su casa cuando el edificio va a ser demolido. Pero bajo el barniz amable latía una historia de horror doméstico.
El guion, escrito junto a José Luis Colina y Emilio Sanz de Soto, era sencillo como una bofetada: la desesperación ante la pérdida del hogar. Rodada entre los barrios humildes de Madrid, El inquilino no necesitaba decorados, porque la realidad ya era suficientemente fotogénica en su pobreza: portales húmedos, fachadas desconchadas, muebles subidos a pulso por escaleras con olor a humedad y sopa barata. Nieves Conde, que ya se había medido con la censura por Surcos (1951), sabía que el enemigo estaba en los despachos. Así que optó por la máscara: disfrazó la tragedia de comedia. Detrás de la sonrisa, escondió dinamita. Retrató el progreso franquista con la precisión de un cirujano y la malicia de quien conoce la casa por dentro. Porque El inquilino hablaba, sin nombrarlo, de lo que nadie debía decir: que el país que presumía de moral y prosperidad se sostenía sobre los desahuciados.
Aquí, tener casa nunca fue cuestión de suerte; siempre fue cuestión de coraje
El censor, que no era tonto, lo olió enseguida. Ordenó amputar el final original, ese en que la familia terminaba bajo la lluvia, empujando sus muebles por una calle sin destino. Demasiado real, demasiado triste, demasiado España. Lo sustituyó por un desenlace piadoso: el Estado, magnánimo, les daba un nuevo hogar. Todo quedaba resuelto con sonrisa oficial y olor a incienso. También cayeron planos, frases y hasta el cartel, que cambió el drama social por un aire de sainete.
La película pasó de puntillas por los cines, ni prohibida ni celebrada, como esas verdades que se toleran por cansancio. Pero el tiempo —que a veces es más justo que los jueces— la rescató. Décadas después, restaurada con su final original, El inquilino se considera una de las obras más valientes del cine español de posguerra. Una comedia con pólvora dentro.
Su mensaje sigue vigente: la vivienda continúa siendo una trinchera. Setenta años después, el inquilino español sigue llamando a una puerta que no se abre. La España que prometía progreso sigue repitiendo la misma comedia triste: dignidad envuelta en miseria. Porque aquí, tener casa nunca fue cuestión de suerte. Siempre fue cuestión de coraje.
La autopsia del poder
Seis años más tarde, en Italia, otro hombre lúcido y obstinado —Francesco Rosi— filmó Le mani sulla città. También él entendió que, bajo los discursos del milagro económico, el verdadero protagonista era el cemento. Si Nieves Conde había contado la tragedia de una familia, Rosi narró la de una ciudad entera.
Su película empieza con un estruendo: un edificio se derrumba en Nápoles. No hay casualidad: bajo los cascotes se amontonan las metáforas. Rosi sigue la pista hasta los culpables y descubre un sistema perfecto donde política y negocio bailan el mismo vals. El concejal Edoardo Nottola —empresario, promotor y sinvergüenza de manual— encarna a la nueva raza de vencedores: hombres que confunden el progreso con la rentabilidad y la moral con el beneficio.
Rosi no filma desde el suelo, sino desde arriba, donde se deciden las ruinas. Su cámara se cuela en los plenos municipales, los despachos donde se reparte la ciudad como botín. Si Nieves Conde filmaba la víctima, Rosi filma el verdugo. Su mirada es fría, precisa, casi quirúrgica. Cada plano es un documento; cada diálogo, un acta notarial del cinismo. La corrupción no se insinúa: se exhibe. No hay villanos con capa ni héroes con principios, solo engranajes.
La nueva raza de vencedores: hombres que confunden el progreso con la rentabilidad y la moral con el beneficio
La película ganó el León de Oro en Venecia y convirtió a Rosi en el rostro del cine político italiano. Junto a Petri o Pontecorvo, hizo del realismo una forma de combate. Su cine no moraliza: desnuda. Uno sale del cine con la sensación de haber asistido a una autopsia, con la certeza de que el cadáver sigue caliente.
Le mani sulla città fue, además, una advertencia para el continente entero. Mostró el instante exacto en que la ciudad dejó de ser comunidad para convertirse en negocio. Nottola, triunfante al final, es la alegoría perfecta del poder moderno: no hay castigo, no hay culpa, solo éxito. Porque la corrupción, entendió Rosi, no es la enfermedad del sistema: es su modo natural de respirar.
Sesenta años después, sus sombras siguen proyectándose sobre nuestras ciudades. El tiempo confirmó lo que la película insinuaba: que el poder y el ladrillo duermen en la misma cama. Las manos sobre la ciudad siguen ahí, solo que ahora usan relojes suizos y hablan inglés financiero.
España, 2025: la tercera parte
Setenta años después del Madrid gris de Nieves Conde y sesenta del Nápoles corrupto de Rosi, el decorado ha cambiado, pero la función es la misma. España, 2025: ni sotanas ni censores, pero la vivienda sigue siendo el campo de batalla.
Los personajes, eso sí, han mudado de traje. El promotor franquista se ha reencarnado en un fondo de inversión; el concejal corrupto de Rosi es hoy un algoritmo que calcula el precio del metro cuadrado. El nuevo inquilino tiene máster, inglés y contrato temporal. El progreso, como siempre, se ríe por lo bajo.
Los datos son implacables. El alquiler alcanza máximos históricos mientras los salarios se arrastran. España gasta 34 euros por habitante en vivienda pública; Europa, 160. Los jóvenes no se emancipan —un 15% apenas— y la clase media, esa entelequia que sostenía la democracia, se hunde despacio entre facturas y tasas. La estabilidad se ha convertido en leyenda urbana.
Tres motores alimentan la hoguera: gentrificación, capital global y turismo. La primera expulsa a los vecinos de sus barrios con la sonrisa amable del progreso. Donde antes se oía la radio del vecino, hoy suena el arrastrar de maletas. El capital extranjero compra ciudades enteras; el turismo, mientras tanto, convierte los hogares en decorados de fin de semana. Cada huésped sustituye a un vecino. Cada apartamento turístico es una silla vacía más en la mesa del barrio.
Tres motores alimentan la hoguera: gentrificación, capital global y turismo
El resultado es una trampa perfecta: hipotecas imposibles, alquileres que asfixian, sueldos de supervivencia. La precariedad ya no se mide en contratos laborales, sino en metros cuadrados. Las familias viven pendientes del recibo; el hogar se ha vuelto un lujo doméstico.
Si Nieves Conde retrató la miseria y Rosi diseccionó el poder, hoy solo queda filmar la indiferencia. Los informativos hablan de récords y porcentajes; los desahucios se reducen a cifras. Tres de cada cuatro desalojos son por impago de alquiler, pero nadie rueda esas escenas. Las cajas de cartón no hacen ruido.
Los nuevos villanos no llevan corbata, sino sonrisa de ejecutivo. Las manos sobre la ciudad ya no se ven, pero se sienten. La censura no corta fotogramas; los borra el mercado.
El derecho a la vivienda sigue declamándose en los discursos, como verso constitucional de una poesía que nadie lee. Y mientras tanto, la ciudad se vacía de ciudadanos.
El país se parece demasiado al último plano de Rosi: el político satisfecho alejándose entre aplausos mientras la ciudad se derrumba fuera de campo.
Epílogo
La trilogía está completa: 1957, El inquilino: el desahucio sentimental;1963, Le mani sulla città: la autopsia del poder; 2025, España: la burocracia del fracaso.
Tres actos de la misma historia: la derrota del hogar frente al mercado. Las ciudades, antes refugio, son ahora escaparates. Los balcones se alquilan por días, los barrios por legislaturas y la vida por contrato temporal. Si Nieves Conde filmó la pérdida y Rosi la corrupción, alguien debería filmar hoy la rutina del desamparo: la casa convertida en activo financiero, la existencia en recibo automático. No hará falta escribir el guion: bastará con abrir la ventana. Porque si la cámara girara hoy sobre Madrid o Nápoles, vería lo mismo que entonces: las mismas manos pero más pulidas. Y quizá, en el último plano, sobre una ciudad brillante y vacía, una voz grave y cansada —la del propio Rosi, o la de cualquier ciudadano que aún recuerde lo que fue un hogar— diría:
«La casa ya no es el refugio del hombre. Es su espejo roto.»
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