La sociedad del rendimiento

La sociedad del rendimiento: ¿rendir o rendirse?

ETHIC / La sociedad del rendimiento: ¿rendir o rendirse?
Embelesada por la máxima del rendimiento, la sociedad actual está viendo cómo el ritmo frenético le pasa factura. Aunque para algunos se trata de una disyuntiva entre el crecimiento económico y el respeto por los límites individuales (y planetarios), quizá sea posible encontrar un «justo medio».
Ilustración: Óscar Gutiérrez

Trabajar más de 80 horas a la semana. Y sin cobrar. Esa fue la convocatoria que hizo Elon Musk en su paso como responsable del Departamento de Eficiencia Gubernamental de Estados Unidos a «revolucionarios con un coeficiente intelectual muy alto» para que se encargaran de la reducción de costes. El propio Musk ha asegurado que tanto él como sus empleados trabajan 120 horas semanales. Si la semana tiene 168 horas, estas jornadas laborales extremas implicarían solo unas 6,8 horas diarias (en total, y contando los fines de semana) para dormir, comer, hacer la compra, recoger a los hijos, estar con la pareja, salir con los amigos, hacer ejercicio, lavar la ropa, ordenar la casa, pagar las facturas y regresar a la oficina —pues el hombre más rico del mundo cree que el teletrabajo «es una mierda»—.

Más allá de lo anecdótico, quizá lo más grave es que Musk no es el único magnate que ha defendido este tipo de medidas para «hacer temblar el sistema». Ya a finales de 2023, el multimillonario australiano Tim Gurner sostenía que la tasa de desempleo debía aumentar entre un 40% y un 50% para crear «dolor en la economía» y «recordarles a las personas que ellas trabajan para sus empleadores y no al revés». Las declaraciones surgieron al hilo de un fenómeno que había comenzado tras la pandemia de covid-19 y que continuó en los años siguientes, conocido como la Gran Renuncia, cuando millones de trabajadores dimitieron masivamente a sus empleos y pusieron en tela de juicio la actual forma de vivir y trabajar.

Motor en llamas

Nuestra época ha recibido muchos nombres. La era digital, de la atención, de la posverdad; la sociedad líquida, del espectáculo, del cansancio, del burnout. Pero, si se tuviera que englobar en un solo término, quizás el más acorde sería la «sociedad del rendimiento». Hoy se habla de mejorar el rendimiento económico, el rendimiento académico, el rendimiento mental, el rendimiento deportivo e incluso el rendimiento sexual. La máxima es hacer mucho con poco. Hacer muchísimo con lo mínimo. Optimizar. Hacer que rindan el tiempo, el cerebro, los recursos. Que la hipérbole sea la norma.

Seres humanos híper-híper —hiperconectados, hiperinformados, hiperrendidores e hiperoptimizados (o desesperados por serlo)— corren sin pausa como una «máquina de rendimiento autista», por usar las palabras de Byung- Chul Han.

Para el filósofo coreano, la sociedad contemporánea pasó de ser una sociedad disciplinaria (donde la presión venía de afuera) a una sociedad del rendimiento (donde la presión viene de adentro). El animal laborans no necesita que nadie sostenga el látigo: emprendedor de sí mismo, se autoexplota.

El homo agitatus, Jorge Freire dixit, se consagra a la agitación y a la hiperactividad, debe «rendir siempre, no rendirse nunca». Se lleva al límite —físico y mental— y se funde por sobrecalentamiento. De tanto «ponerse las pilas», el mecanismo colapsa, se quema. De allí su nombre: burnout. Agotado, el individuo actual sufre de un exceso de potencia; tiene prohibido no poder. Dale, tú puedes, si no puedes es porque no quieres, just do it.

Agotado, el individuo actual sufre de un exceso de potencia: tiene prohibido «no poder»
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El no se puede no poder ha llevado a lo que en inglés se conoce como bootstrapping, la idea de que todo el mundo es (o debe ser) capaz de mejorarse a sí mismo y a sus condiciones mediante la disciplina y sin ayuda de nadie. Así, se ha construido una cultura del sobreesfuerzo que no solo presiona y exige superarse constantemente, sino que, además, atribuye la pobreza a la falta de esfuerzo.

Ese ha sido el caldo de cultivo para la proliferación de lo que se ha llamado los productivity bros, que, según los describe la artista, escritora y docente de la Universidad de Stanford Jenny Odell, es «gente que hace vídeos para gente que hace vídeos» sobre rigurosos hábitos matutinos, tips de gestión personal y fórmulas mágicas de optimización del tiempoInfluencers que se hacen ricos sosteniendo «la idea de que una persona puede ser al mismo tiempo quien se libera y sobre quien se ejerce el dominio». Hay entonces una retórica de autodominio y autovigilancia que llama a estar constantemente revisando el propio rendimiento, ya sea con hojas de cálculo, apps repletas de viñetas, checklists de optimización o poniéndose notas. Porque siempre hay más éxitos por conseguir, más minutos por optimizar, un cuerpo más esbelto por esculpir y, en general, cualquier otra cosa nueva por tener.

Por supuesto, no hay duda de que para cumplir los propios objetivos se requieren ciertas dosis de esfuerzo. Sin embargo, el punto de la hustle culture es que nunca se llene la brecha entre lo que se es y lo que se podría llegar a ser. Que esa brecha se vuelva insalvable.

Alarde del ajetreo

Insomnio, trastornos del sueño, neurastenia, enfermedades crónicas, problemas de salud mental. El mundo duerme cada vez menos y peor. El 84% de los empleados afirma sentir estrés debido a su trabajo. La ansiedad y la depresión se han expandido en todos los grupos de edad, y en algunos países las cifras de personas con enfermedades mentales alcanzan el 30% o 40% de la población. El estrés crónico ataca todos los sistemas: eleva la presión arterial, debilita el sistema inmunológico, aumenta el riesgo de accidente cardiovascular, afecta a la capacidad de atención y contribuye al envejecimiento prematuro.

Aunque sabemos que es perjudicial para la salud, en la sociedad del rendimiento lo raro es no tener estrés. Se generaliza y se normaliza, casi que se premia socialmente. De allí el «síndrome de la vida ocupada»: cada segundo lleno de ocupaciones y tareas pendientes. En una incapacidad para enfrentarse a los espacios en blanco de la agenda —o al vacío, en general—, el ansia no es que el tiempo abunde, sino que escasee. La falta de tiempo se ha vuelto casi un objeto de admiración (y de jactancia). La doctora en Sociología Michelle Shir-Wise lo llama el «alarde del ajetreo». Mira qué ocupado, mira qué capaz. El estrés como medalla, el burnout como trofeo.

En inglés, la «sociedad del rendimiento» se traduce como la performance society. La idea del éxito está directamente relacionada con el hacer. Y, como si la autoexigencia no fuera suficiente, experimentos como los de la psicóloga social Janice Kelly han demostrado que los miembros de una sociedad se presionan entre sí, generando una suerte de «efecto de arrastre».

Todo esto, además, amplificado en la tarima 24/7 de las redes sociales. Se rinde y se performa para un afuera que mira. El mundo exterior como teatro donde se graba contenido para el mundo digital.

Según el profesor de Sociología de la Universidad de Columbia David Stark, lo que distingue a esta sociedad no es el rendimiento en sí, sino que cada vez más ámbitos de la vida se experimentan en términos de métricas de rendimiento. Así, «mientras unos rinden (perform), otros llevan la cuenta (score). Entrenadores y estadísticos deportivos miden el rendimiento de los atletas. Las empresas monitorean el desempeño de sus empleados, los mercados de valores registran el rendimiento de las empresas y los indicadores nos dicen qué naciones son más o menos libres, democráticas o corruptas».

En una incapacidad para enfrentarse a los espacios en blanco de la agenda, el ansia no es que el tiempo abunde, sino que escasee
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Incluso el tiempo «libre» se ha llenado de quehaceres y de rankings: las vacaciones en casa parece que no son vacaciones de verdad, hay que viajar más, leer más libros, ver más series y películas, conocer más sitios, subir más storiesvivir más y mejor (y, sobre todo, mostrarlo). Se habla entonces de la «economía de la experiencia», un nuevo consumo de ostentación que ya no solo va de qué productos exclusivos se han comprado, sino también de en qué playas paradisíacas se ha estado o restaurantes de moda o luxury glampings. Ad infinitum.

El marketing ha estudiado bien los usos (por lo visto, inagotables) de la «envidia de las redes sociales». Un estudio de 2017 mostró que dos de cada cinco millennials estadounidenses eligieron sus destinos de viaje en función de lo instagrameables que fueran. La ironía está en que estas mismas dinámicas se han apropiado de experiencias y actividades que buscaban precisamente lo contrario: el autocuidado, el silencio y la desconexión también se han convertido en productos de lujo. Hasta la lectura se ha vuelto un espacio performático, donde a través de posts en redes o challenges de Goodreads se nos insta a mostrar quién ha leído más libros, quién está al día de más novedades… Rankings ratings. Top 5, top 10. Competencia y comparación.

Soltar el acelerador

«Los hombres activos ruedan, como rueda una piedra, conforme a la estupidez de la mecánica», decía Nietzsche. Cuando la hiperactividad es la norma, el ocio y las pausas son solo pequeños paréntesis para reponerse y volver a trabajar. Pero, como afirma Freire, el contrapeso de la agitación no es el reposo, sino la abulia; «se exageran los aspavientos para disimular la impotencia». En una sensación permanente de carencia y de culpa, la lógica del hiperrendimiento defiende que lo que hace falta es ir más lejos. Y con mayor velocidad. Para la filósofa María Novo, estamos huyendo «de nuestra propia condición de seres con límites: lo grande, lo lejano y lo rápido son una invitación a superar las barreras de la naturaleza y de nuestra propia naturaleza». Una huida colectiva hacia adelante. En una carrera contra las manecillas del reloj.

«El reloj, y no la máquina de vapor, fue la máquina determinante de la era industrial moderna», afirma el historiador Lewis Mumford. Fue lo que impulsó el crecimiento para llegar hasta hoy. Ahora, los relojes están omnipresentes en los buses, en las farmacias, en las vallas publicitarias, en el teléfono, en la muñeca —además, contabilizando los latidos—. El temporizador y el cronómetro, mecanismos por excelencia de la medición del rendimiento.

Asistimos a lo que el escritor Robert Colville llama la Gran Aceleración. Pero esta va más allá de los avances tecnológicos y de las presiones del mundo laboral. La comunidad científica lleva años advirtiendo del impacto que la actual forma de producir y consumir está teniendo sobre el medio ambiente. Y, en palabras de Odell, eso ha llevado a una «náusea espiritual y nihilista» ante «la idea de ir corriendo contra reloj hacia el final de los tiempos».

Carlos Cenalmor: «Para ser más productivos, hay que descansar; para avanzar, hay que saber parar»
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Ante la inminencia de la crisis climática, científicos, economistas, políticos y pensadores se han preguntado cuál es el camino a tomar para poner en marcha un modelo que realmente respete los límites planetarios (e individuales). Mientras algunos aseguran que la solución es decrecer —la teoría decrecionista sostiene que el decrecimiento económico es la vía para que la humanidad pueda prosperar—, basada en las conclusiones del Informe Draghi, la posición contraria ha lanzado la voz de alarma sobre lo que la merma del PIB implicaría para el mantenimiento del estado de bienestar.

Pero ¿y si no se tratara de una cuestión de suma cero? De acuerdo con el economista, exdiputado y director del Centro de Políticas Económicas de Esade Toni Roldán, «las sociedades más productivas no tienen peores problemas de ansiedad: en Dinamarca trabajan menos horas y viven un mejor equilibrio entre trabajo y vida personal. Hay que ser más productivos para vivir mejor». Por su parte, el filósofo y docente Carlos Javier González Serrano dice que, a su parecer, es «falsa e interesada la disyuntiva que quiere plantearnos estas opciones como excluyentes: o hiperproductividad o sacrificar el estado de bienestar». En su opinión, «la clave radica en vertebrar una economía que no devore a los sujetos que la sustentan».

Y es que, a la postre, a ninguna empresa le sirve que sus trabajadores estén quemados, y a los gobiernos tampoco. Según un informe de Gallup, «la baja implicación de los empleados le cuesta 8,9 billones de dólares a la economía mundial, el 9% del PIB global». Sin embargo, González lanza un interrogante: «¿Por qué solo nos plantean el estado de bienestar en términos económicos? ¿Y si ese bienestar tuviera que ver, más bien, con el establecimiento de una sociedad más frugal que no tuviera por cometido estimular constantemente el deseo de los consumidores?».

Si bien es sustancial, el bienestar y el desarrollo no se limitan al mero poder adquisitivo. Ya lo había advertido el Premio Nobel de Economía Amartya Sen: no es sensato concebir el crecimiento económico como un fin en sí mismo: el desarrollo tiene que ocuparse de mejorar la vida que llevamos. Además, como bien lo expone el psiquiatra Carlos Cenalmor, «una persona sana y feliz es siempre mucho más productiva que una que no lo es». Tanto el Informe Mundial sobre la Felicidad que realiza anualmente Naciones Unidas como la encuesta European Working Conditions han demostrado que uno de los factores que más impacta sobre la calidad de vida y la felicidad de los trabajadores es tener tiempo para dedicarlo a la relación con otros, ya sean su familia, sus amigos o su comunidad.

El burnout no solo tiene que ver con la falta de tiempo, también está ligado al propósito vital
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De ahí que estén surgiendo cada vez más propuestas de políticas públicas para garantizar el «derecho al tiempo». El éxito de la implementación de la jornada laboral de cuatro días en países como Alemania, Islandia y Portugal ha hecho evidente que la conciliación entre trabajo y vida personal no sacrifica la productividad de las empresas. Al contrario. «Lo que podría parecer una contradicción en realidad es una conjunción: para ser más productivos, hay que descansar; para avanzar, hay que saber parar», señala Cenalmor.

Aurea mediocritas

Quizás allí radica el «justo medio» aristotélico: en entender que soltar el acelerador no es lo mismo que frenar. En los últimos tiempos, cada vez ha ido tomando más fuerza la lentitud como vía para recuperar la conexión con el entorno y los ritmos naturales. Para vivir con la atención menos dispersa, con el foco menos acelerado.

El escritor Oliver Burkeman lo ha puesto en términos básicos: a lo mejor no todas las tareas son esenciales para la supervivencia; a lo mejor no es una obligación universal ganar siempre más dinero, lograr cada vez más objetivos ni realizar el propio potencial en todas las esferas. Así, Odell recomienda que, si ya se tiene diagnosticado que se es un sujeto del rendimiento que no hace más que desgastarse, se experimente en algún ámbito de la vida con lo que podría parecer mediocridad. Y preguntarse, entonces, a quién le parece eso mediocre y por qué.

Porque lo cierto es que el burnout no solo tiene que ver con la falta de tiempo: también está ligado al propósito vital. Por eso tal vez la pregunta más relevante es qué significa realmente «vivir tu mejor vida». Sobre todo porque lo más seguro es que no haya una única respuesta, ni para todas las personas, ni en todas las etapas de la vida.

La inmediatez y la prisa aplanan el contexto, borran los matices. Ir más despacio abre lugar para cuestionar, recuperar la agencia y salir del entumecimiento. Porque una cosa es el movimiento y otra es la inercia. El movimiento requiere de intención, pausas, sentido. Es posible seguir moviéndose mientras se revisa y se corrige de tanto en tanto el rumbo. Quizá se trata solo de modular el tempo.