Siglo XXI

Una breve historia sobre las sociedades del bienestar

Más allá del progreso económico e industrial, el secreto de algunos índices privilegiados en torno al bienestar social es la existencia del Estado de Bienestar, un modelo donde el Estado actúa de intermediario entre la vida privada y pública como garante de servicios básicos. Pero ¿cuándo hemos llegado a él y qué pasará a partir de ahora?

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19
octubre
2021

Uno de los rasgos característicos de los países desarrollados de nuestro tiempo es la calidad de vida de la que disfrutan sus ciudadanos. Más allá del progreso económico e industrial, el secreto de algunos índices privilegiados en torno al bienestar social, como la esperanza de vida (78,4 años de media para la Unión Europea) o el riesgo de exclusión social –sobre todo el que soporta la población joven (15% para los habitantes de entre 15 y 29 años en los países de la OCDE– es la existencia del Estado de Bienestar, un modelo de sociedad donde el Estado, además de actuar de intermediario entre la vida privada y pública de la población, lo hace también como garante de servicios y atenciones básicas de la ciudadanía. La sanidad, la educación, el derecho de desempleo o una red de transportes accesible para todos los habitantes de un territorio son algunos de los beneficios ofrecidos por este modelo que hace de buena parte del mundo un lugar mínimamente seguro y con posibilidad de desarrollo de cada persona. Una forma de entender las relaciones humanas que no ha tenido, precisamente, un recorrido cómodo ni sereno.

Detrás de nuestras sociedades del bienestar se encuentra una estructura clave para su sostenimiento: el Estado. Hablar de bienestar personal es hacerlo también del colectivo, y viceversa. En este sentido son muy claros arqueólogos, antropólogos y sociólogos: los primeros indicios de civilización se rigen en la ética de los cuidados. La tribu, el pueblo vertebrado desde la familia (como sostenía Aristóteles en su catalogación del ser humano como animal político), comenzó a tejer sociedades más complejas una vez reconocida la importancia de diferenciarse, de que los más aptos y sanos cuidasen de los más frágiles más allá del lucro y del beneficio inmediatos. Así, por ejemplo, se han encontrado indicios de esqueletos con discapacidades congénitas que vivieron más tiempo del que (teóricamente) su situación podría permitirles, lo que quiere decir que debieron ser cuidados por sus semejantes y, también, que sus pueblos permitieron (e incluso) avalaron esos cuidados, a juzgar por la dignidad concedida en los enterramientos.

A medida que la riqueza fue ocupando un lugar más predominante, la organización social se vinculaba íntimamente al tirano

La situación evolucionó de manera distinta en cuanto las distintas civilizaciones se fueron haciendo más complejas. Así como la riqueza, el comercio, la agricultura, las manufacturas y, posteriormente, la industria, fueron ocupando un lugar más predominante en el día a día de las distintas generaciones, la organización social estaba íntimamente vinculada al capricho de tiranos, soberanos y estructuras de gobierno que decidían tomar las recaudaciones e invertirlas a su antojo. De esta manera, los servicios equivalentes de los que hoy consideramos públicos recaían frecuentemente en manos de personas e instituciones, religiosas o laicas, que ofrecían su saber a sus semejantes, aunque no siempre pudieran recibir remuneración por ello.

Será, en cambio, en el cruce de ideas y conflictos propagados por la revolución inglesa (que ampliaron la aplicación de las leyes de pobres, precursoras del modelo de asistencia social actual en el mundo anglosajón), la Guerra de Independencia de Estados Unidos y la posterior Revolución Francesa las que iniciarían el derrumbe del feudalismo bajo el paraguas de las ideas de los filósofos anteriores a la Ilustración. Sobre todo, de los ilustrados, que ya en este transcurso de acontecimientos impulsaron y participaron en la construcción de una intelectualidad capaz de erigir gobiernos basados en la inversión estatal en obras públicas, saneamiento y control de los precios de los bienes básicos.

Con los sangrientos vaivenes políticos durante la época revolucionaria francesa, la llegada de Napoleón Bonaparte introdujo el inicio definitivo del concepto de Estado mediante la aplicación de códigos civiles y penales, el impulso de la industria, medidas de ascenso social por el mérito, el divorcio, las grandes escuelas públicas y una educación más transversal y accesible a las masas; medidas que irían tomando cuerpo durante las décadas siguientes a lo largo y ancho de toda Europa, como demuestran la implantación, por ejemplo, del État-Providence del Segundo Imperio Francés,  el sistema contributivo de pensiones establecido por Otto von Bismarck y el informe Social insurance and Allies services del economista británico William Beveridge.

Bajo la armonización de las Administraciones, los países del ‘primer mundo’ han podido erradicar los grandes problemas

Sin embargo, tuvo que ser la llegada de la Gran Depresión y de la Guerra Civil Europea (es decir, el periodo en que los historiadores engloban las dos guerras mundiales y los distintos conflictos bélicos entre países europeos) la que iniciaría el camino de la Sociedad del Bienestar propiamente dicha. El triunfo bolchevique en Rusia primero, y la dureza con la que Stalin aplastó a los alemanes en el frente oriental durante la Segunda Guerra Mundial amenazaron a los reticentes capitalistas de Europa occidental con la expansión imparable del socialismo y del comunismo como respuesta a la terrible situación posbélica y, sobre todo, al modo heredado de las revoluciones industriales, donde los obreros y las clases más humildes apenas disponían de mayor atención por parte de las instituciones públicas que la caridad. Por ello, se inicia una época de intervencionismo estatal en busca de aunar un modelo político democrático, capitalista en su aspecto económico y que favorezca la calidad de vida de los ciudadanos, capaz de suavizar la percepción del modo de vida de la clase obrera. Ese modelo es la llamada Sociedad del Bienestar.

Lo que ha conseguido este modelo –y el consiguiente Estado del Bienestar– es indiscutible: bajo la armonización, más o menos acertada, de las Administraciones Públicas, los diversos países de lo que hoy llamamos «primer mundo» han podido erradicar la mayoría de los grandes problemas que, hasta su implantación, habían sido habituales entre los estratos más desfavorecidos de la sociedad: analfabetismo, dificultad para acceder a niveles de estudio medios y superiores y acceso a necesidades básicas, como la educación o la sanidad, amortiguadas por la gestión del erario. En la actualidad, numerosos expertos piden una revisión de este concepto, más adaptado al escenario en el que vivimos ahora, puesto que los nuevos retos de un mundo cambiante como el acceso a la energía, el cambio climático y las políticas de austeridad, entre otros factores, pueden poner en riesgo el modo de vida del que disfrutamos.

Ser conscientes de que nada nos es regalado, ni su pervivencia es segura y eterna, apoyar políticas sociales que apuestan por el cuidado mutuo, proteger la inversión en servicios como la sanidad, la educación o los programas de ayudas y becas, y apostar por el desarrollo de la filosofía y de la ciencia, en concreto de la ética, son algunas medidas cruciales que deben tomarse en activo para asegurar la pervivencia de un sólido bienestar común. No existe libertad sin prosperidad.

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