Opinión

Y volveremos a la naturaleza (humana)

Vivimos en un día de la marmota que parece no tener fin, pero la crisis del coronavirus concluirá y, aunque queramos transformarnos y entender la vida de otra manera, la pandemia no cambiará nuestros instintos.

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15
abril
2020

Los gurús –que son muchos y variopintos– ya están predicando que el mundo será distinto después del Covid-19. Aunque se trata de una flagrante obviedad, la afirmación se ha convertido en una coletilla para las conversaciones del confinamiento: «Nada será igual». Y así es desde el principio de los tiempos, a pesar de que a menudo tengamos la misma sensación que Bill Murray en Atrapado en el tiempo, película que en 2006, trece años después de su estreno, fue incluida en el Registro Nacional de Cine de los Estados Unidos como «cultural, histórica o estéticamente significativa». La actual pandemia será para varias generaciones la vivencia cultural e histórica más significativa de nuestras existencias. Imposible de olvidar para aquellos que hayan perdido a un ser querido. Incluso el adverbio «estéticamente» atribuido al filme de Harold Ramis tendría cabida en algunos de los episodios que estamos protagonizando o a los que estamos asistiendo, como la ola de reconocimiento hacia los servidores públicos que recorre las ciudades en forma de aplausos a las ocho de la tarde. Estética que acompaña a la ética de la gratitud.

Conecta con la lógica de la supervivencia –que se exacerba en situaciones de crisis– que resaltemos los valores positivos sobre las conductas negativas; que nos fijemos más en quien lo hace bien que en aquellos que se saltan las normas o, incluso, se aprovechan de las circunstancias; que dejemos que el corazón bombee buenos sentimientos. Impulsados por el motor social que se mueve entre los cerebros primitivo y emocional, los confinados apreciamos un retorno a los valores tradicionales, aquellos que se reproducen con mayor facilidad en los círculos primarios de pertenencia: la familia, los amigos más cercanos y los compañeros con los que compartimos entorno laboral.

«La pandemia será la vivencia cultural e histórica más significativa de nuestras existencias»

El afecto, la empatía –cuya mejor expresión social es la solidaridad– la convivencia, el valor de los pequeños gestos, la relativización de los bienes materiales, el placer de una conversación sin prisas, el diálogo interior y la verbalización de los buenos sentimientos se han convertido en la primera vacuna no solo contra el confinamiento, sino también contra las consecuencias económicas y sociales que ya comienzan a mostrar su crudeza. Estamos cargándonos de emociones positivas para afrontar la ola de pobreza –¡sí, pobreza!– que se está formando en todos los océanos económicos y que golpeará, cual tsunami, las finanzas de casi todas las familias.

Todos esos valores ya estaban ahí. Mirar la luna en una noche clara ya era un reconocimiento de la belleza que nos habita. Pero mirarla sin el filtro de la contaminación es una constatación de que la naturaleza requiere la colaboración humana para conservar su hermosura.

El ecologismo hunde sus raíces en el conservacionismo norteamericano de finales del siglo XIX, si bien su eclosión definitiva se sitúa en los años 60, época en la que se editó La primavera silenciosa. Su autora, Rachel Carson, alertaba sobre el efecto de los pesticidas en el medio ambiente. El agua clara que permite ver el fondo de los canales de Venecia, el desplome de los índices de contaminación en las principales ciudades del mundo o el vuelo tranquilo de aves rapaces sobre carreteras inusualmente poco transitadas están reforzando nuestra conciencia medioambiental. Una vez que el coronavirus abandone los informativos, el ecologismo en todas sus manifestaciones y escalas retomará el espacio que le corresponde entre las preocupaciones sociales. Asistiremos a una nueva primavera medioambiental, si bien en esta ocasión no será silenciosa.

Constantino Méndez, secretario de Estado de Defensa en el Gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero, sostiene que «las crisis contribuyen siempre a la polarización y al repliegue; nos permiten ver las contradicciones y avivan nuestro sentido crítico, pero no siempre ayudan a encontrar el camino, tan solo nos incitan a buscarlo».

Por su parte, Dani Rodrik, profesor de Economía Política Internacional en la Escuela de Gobierno John F. Kennedy de Harvard, ahonda en esta tesis en un artículo publicado en Project Syndicate: «La crisis parece haber puesto aún más de relieve las características dominantes de la política de cada país. En efecto, los países se han convertido en versiones exageradas de sí mismos. Esto sugiere que la crisis tal vez no sea el punto de inflexión en la política y en la economía global que muchos auguraban. En lugar de colocar al mundo en una trayectoria significativamente diferente, es probable que intensifique y afiance las tendencias ya existentes». El profesor norteamericano pronostica que «el neoliberalismo seguirá su muerte lenta. Los autócratas populistas se volverán aún más autoritarios. La hiperglobalización continuará a la defensiva mientras los estados-nación reclaman espacio para implementar políticas. China y Estados Unidos se mantendrán en su curso de colisión. Y la batalla dentro de los estados-nación entre oligarcas, populistas autoritarios e internacionalistas liberales se intensificará, mientras la izquierda lucha por diseñar un programa que apele a una mayoría de votantes». Realmente, nada nuevo bajo el sol de la política.

En la confluencia entre la política y la economía, la desigualdad seguirá protagonizando el debate público. De hecho, el deseo de acumulación no se verá alterado en demasía por la pandemia. Tal vez incluso se vea reforzado en algunas vertientes del pensamiento conservador como resultado de la tonificación de los mecanismos defensivos en prevención de nuevas olas del virus o crisis. Prácticamente nadie va a ganar esta vez, pero unos se recuperarán mejor que otros. Y esos otros son casi siempre los mismos, es decir, los que tienen que ganarse el pan de cada día con el sudor de su frente, aquellos que para tener la sensación de vivir primero tienen que sobrevivir. Habrá que recordar entonces que la solidaridad no debe de ser de quita y pon.

«Una vez el coronavirus deje de copar las noticias, asistiremos a una nueva primavera medioambiental»

La pandemia atenta contra el primer y mayor instinto del ser humano: la supervivencia. El primer impulso es protegerse del virus y proteger a los tuyos. El segundo es buscar ayuda contra el patógeno que ha invadido la intimidad de nuestra salud. Y el tercero es encontrar consuelo para las dificultades en los sentimientos colectivos. Queremos tener la sensación de que la tribu es capaz de defender a los suyos. Cuando hay una gran amenaza, la sociedad mira sobre todo hacia los instrumentos de poder a los que se presupone la capacidad para gestionarla: los Estados, los gobiernos centrales. Ha quedado muy en evidencia la incapacidad de los organismos multilaterales, incluida la Organización Mundial de la Salud, para hacer frente a crisis globales que, en aparente paradoja, son gestionadas con criterios locales. Hace que nos preguntemos qué hace la ONU.

Si antes del Covid-19 existía la sospecha de que la sanidad privada no podía sustituir a los sistemas públicos de salud, ahora sonarán más altas las voces que reclaman –que reclamamos– una sanidad pública y eficiente. Como ya advertía in illo tempore el expresidente Felipe González, el debate no debe ser sanidad pública o sanidad privada, «sino qué porcentaje del PIB tenemos que dedicar a la pública, que probablemente sea superior al que ahora mismo destinamos».

Los funcionarios, los servidores públicos, saldrán reforzados de esta crisis porque han hecho honor a su nombre: son servidores y públicos. No así los políticos –injusta generalización–, cuyas incapacidades han dejado de ser sospechas para convertirse en evidencias. Socialmente, cuando el coronavirus pase o al menos superemos la fase aguda de contagios y fallecimientos, todas las naturalezas volverán a su ser.

Volverá la contaminación, aunque tengamos más conciencia de ella; volveremos a viajar para sentirnos otra vez como exploradores, aunque sea más difícil o incluso imposible rebasar alguna fronteras; volveremos a acariciar nuestras posesiones, aunque seamos más conscientes de su inanidad; volveremos a abrazar a los amigos, aunque lo hagamos con un cierto temor al contagio; volveremos a comer en restaurantes, aunque recordemos con nostalgia los almuerzos familiares del confinamiento; volveremos a disfrutar de la conducción de nuestros vehículos, aunque los atascos vuelvan a malgastar nuestro tiempo; volveremos a cometer excesos porque el retorno a la nueva normalidad nos permitirá sentir que hemos superado otra crisis. El coronavirus puede cambiar la forma en la que percibimos nuestras vidas, pero, desde luego, no cambiará los instintos básicos que las guían.

Y entonces la marmota volverá a asomar su travieso hocico por la boca de la madriguera.

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