Brindemos por los colegas
«Lo que toca hoy es brindar con buen vino por todos esos amigos —sólidos, líquidos, vertebrados, invertebrados, vivísimos, zombis, voluntariosos, despegados, leales, veletas o medio pensionistas— con quienes hicimos o hacemos camino al andar. Esas personas que nos gustan y nos ayudan a creer en algo tan escurridizo como la felicidad», escribe el director de Ethic, Pablo Blázquez, en este editorial.
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Es una cuestión palpitante la de la amistad. A ella han recurrido con frecuencia escritores y artistas, y son la tira los filósofos que han querido explicar qué significa esa forma tan especial de camaradería. «La amistad es libre y con compromiso», apunta el pensador Javier Gomá. Pero aunque la cuestión siempre estuvo ahí, latente, parece que en estos días pega más fuerte que nunca el anhelo de comprender qué papel juega en nuestras vidas. En Ethic podríamos crear ya una nueva sección con los estupendos textos que nos han llegado —Garrocho, Del Molino, Freire, Bergareche, Garcés, etc.— en torno a una cuestión que conecta con nuestra identidad e interviene en nuestra felicidad. Nuestras experiencias amistosas sirven, qué duda cabe, para cimentar nuestra arquitectura emocional. Incluso el cantante indie Sr. Chinarro se ha atrevido a lanzar recientemente una versión de los Purple Mountains con una traducción un punto libérrima de All my happiness is gone. «La amistad es oro puro, pero con la edad no perder amigos tiene su dificultad. Ahora voy haciendo extraños donde quiera que vaya», canturrea el de Sevilla rindiendo tributo al poeta y músico David Berman.
Podríamos decir que tiene sentido explorar —y, por supuesto, elogiar— la idea de la amistad en un mundo en el que la incertidumbre muerde y en el que hemos pasado por la licuadora instituciones como el matrimonio o la familia, que en su día fueron sacrosantas. En una sociedad que tiende a esa ambivalencia bipolar de la que ya hemos hablado: estamos más conectados que nunca a través de las tecnologías y se ha creado el absurdo espejismo de que podemos tener cientos de amigos, incluso miles, al otro lado de la pantalla, pero los gobiernos impulsan políticas públicas y crean ministerios para frenar lo que algunos informes catalogan como una epidemia de la soledad. Podríamos sostener que en una época como la nuestra tiene más sentido vital buscar y agarrarse al asidero de la amistad, pero quizá sería ese un ejercicio de narcisismo generacional y probablemente no tenga tanta importancia el momento que nos ha tocado vivir. Me gusta pensar que en cualquier tiempo de la historia, incluso en los estadios más primitivos, habría acontecido lo mismo, lo esencial: los amigos —los de verdad— nos hubieran salvado de nosotros mismos una y otra vez.
Tiene sentido explorar —y, por supuesto, elogiar— la idea de la amistad en un mundo en el que la incertidumbre muerde
Ya en el siglo IV a.C, Aristóteles nos hablaba de tres tipos de amistad: amistad por utilidad (suele ser la más efímera e inconsistente, mirad cómo han acabado Ábalos, Koldo y Cerdán); por placer (qué bien me lo paso contigo; cómo me pirra tu conversación); y por virtud (las amistades verdaderas y plenas, esas que contamos con los dedos de una mano). El filósofo Jorge Freire sostiene que un amigo es el que está cuando toca estar. Entiendo su mirada, y la comparto parcialmente, pero no me conformo. A los buenos amigos me gusta poder asaltarles —y que me asalten, claro— con una razonable asiduidad. Les prefiero incluso inoportunos; que me llamen a la hora de la siesta pero que no dejen de llamar. Ya no somos unos chiquillos y nos comen las responsabilidades, pero no se puede vivir eternamente del pasado: eso sería una especie de hipoteca inversa de la amistad. «La amistad puede persistir incluso sin actividades en común, pero si esto se prolonga demasiado, se desvanecerá», dejó escrito Aristóteles en su Ética a Nicómaco hace dos mil cuatrocientos años. Sin esa constancia vocacional y comprometida, de lo que hablaríamos quizá es de una amistad pretérita o adolescente, de una relación zombi, y no desde luego de una amistad viva, coleante, actual. Permanece eso que fuimos algún día más que lo que realmente somos ahora. A veces, eso cuesta reconocerlo, pero ojo, porque sobre los vestigios de esa amistad pretérita suele anidar algo de incalculable valor. «Cada ruina es un templo», decía María Zambrano. Durante años se forjó un vínculo especial y una memoria compartida que siempre nos acompañarán. Y eso solo nos pasa con un puñado de personas.
«Los amigos de la cárcel son solo amigos en la cárcel», decía el poeta Leopoldo María Panero. Si seguimos el manual de estilo de Bauman, podemos hablar de amistades líquidas, y si tiramos de la jerga de Ortega, de amistades invertebradas. Las envidias y resentimientos acumulados también pueden hacer mella y el archivo popular nos recuerda, con ironía y crudeza, que no siempre es oro todo lo que reluce. «¿Con amigos así, quién quiere enemigos?», sentencia un moderno refrán. Frente a quienes se sienten solos y necesitan más compañía están quienes viven agobiados por tanto plan y sufren de ansiedad y resaca social. «Yo soy yo, y mi circunstancia», ya se sabe. Nunca fue fácil ajustar la oferta y la demanda de afectos, pero ese supuesto éxito social también puede ser el reflejo de un horror vacui —el miedo a una agenda en blanco o a un teléfono al que apenas llegan whatsapps— y de la incapacidad de disfrutar de ese lujo que para algunos, entre los que desde luego me encuentro, puede ser también la soledad. Pero ese ya es, quizá, otro asunto. Y lo que toca hoy es brindar con buen vino por todos esos amigos —sólidos, líquidos, vertebrados, invertebrados, vivísimos, zombis, voluntariosos, despegados, leales, veletas o medio pensionistas— con quienes hicimos o hacemos camino al andar. Esas personas que nos gustan y nos ayudan a creer en algo tan escurridizo como la felicidad.
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