El arte de la convivencia
¿Quieres cansarte conmigo?
La convivencia es el arte de sostener lo cotidiano. Más allá del romanticismo, compartir la vida requiere acuerdos, cuidados y una disposición constante al entendimiento mutuo.
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Saber convivir no es una habilidad que nos sea dada de serie, ni una meta que se alcanza de una vez y para siempre. Es un ejercicio continuo de adaptación y cuidado, de escucha y de renuncia parcial. No es raro que muchos vean en la vida en común una pérdida de libertad. Pero la convivencia no es renunciar a uno mismo: es aprender a coordinar diferencias sin anularlas, a tolerar sin resignarse.
Y es que, en general, la convivencia, tantas veces idealizada o simplificada, es uno de los mayores desafíos –y también una de las mayores oportunidades – de la vida compartida. No se limita al ámbito de la pareja, aunque ahí adquiera sus formas más intensas. También ocurre entre compañeros de piso, familias, amistades, vecinos, comunidades. En todos los casos, convivir significa hacer espacio al otro. A su presencia, a sus manías, a sus ritmos, a sus contradicciones. No basta con quererse o respetarse. Hace falta una disposición activa: la voluntad de construir algo común sin anular lo propio.
Convivir no es coincidir
Una de las grandes trampas en torno a la convivencia es pensarla como una prolongación de la afinidad, como si, de alguna manera, compartir gustos, valores o ideas garantizara una buena dinámica compartida. En realidad, la afinidad ayuda, pero no basta. Lo decisivo no es coincidir, es saber negociar las diferencias. Y para eso, además de amor, hacen falta paciencia, flexibilidad y autocrítica.
Por ejemplo, el filósofo Byung-Chul Han, en su ensayo La desaparición de los rituales, sugiere que la convivencia se ve empobrecida por una cultura que privilegia la transparencia total, la inmediatez y la autoexposición. Vivimos un momento donde todo debe comunicarse, expresarse, resolverse ya. Pero convivir –sostiene Han– requiere también opacidad, pausas, formas simbólicas que amortigüen el roce constante. El silencio no es una falla de la convivencia. Puede ser su forma más refinada.
El roce y el vínculo
Todas las relaciones prolongadas están atravesadas por el desgaste. Incluso las más sólidas o afectuosas conocen momentos de desencuentro, de hartazgo o de incomprensión. No hay vínculo sostenido sin roce. Pero ese roce, lejos de ser un problema en sí mismo, puede ser también un material de construcción. El arte de convivir implica convertir el roce en vínculo, no en grieta.
En este sentido, la convivencia se parece más a una coreografía que a una ecuación. No se trata de encontrar el punto exacto de equilibrio y mantenerlo, se trata de moverse juntos, ajustarse, adaptarse, improvisar. Algunas veces uno lleva el paso, otras hay que dejarse llevar. Y en ocasiones conviene parar para volver a escucharse.
La convivencia se parece más a una coreografía que a una ecuación
Desde la psicología relacional, se ha señalado la importancia de distinguir entre conflicto y violencia. El conflicto es inevitable. Es la fricción natural entre necesidades distintas. La violencia, en cambio, es la negación del otro como sujeto. Una convivencia sana no elimina los conflictos. Los vuelve fecundos y los convierte en oportunidades para redefinir acuerdos, revisar expectativas, renovar el cuidado.
Tenemos que tener claro que las parejas que discuten no son menos felices que las que evitan el conflicto. Lo importante no es la ausencia de fricción, no, lo importante es la forma en que esta fricción se gestiona. Discutir sin humillar, ceder sin anularse, escuchar sin tomar nota de todo. La convivencia, en esencia, es una práctica. Y como toda práctica, requiere tiempo, ajuste y deseo.
Cansarse juntos
Volvamos a la frase del titular: «¿Quieres cansarte conmigo?». Esta frase puede resumir el pacto silencioso que subyace a toda convivencia duradera. Un pacto que no promete euforia constante ni compatibilidad total, y que, a su vez, requiere de la voluntad de atravesar juntos también lo árido, lo monótono, lo pesado.
Hay una dimensión ética en esta actitud. Implica asumir la vulnerabilidad como algo compartido, reconocer que el otro también se cansa de uno, que nadie es fácil de habitar. Pero también implica entender que ese cansancio no es una amenaza. Puede ser una señal de intimidad, de confianza, incluso de cuidado. Estar cansados y, aun así, seguir construyendo. Y eso, justamente, es lo opuesto a la resignación.
Convivir es lograr sostener el vínculo cuando las partes no se entienden
En el campo de la sociología, autores como Richard Sennett han explorado la importancia del respeto como eje central de la vida en común. No el respeto entendido como distancia o formalismo, sino como la capacidad de reconocer al otro en su singularidad, de sostener la relación incluso cuando no hay entendimiento. En El respeto, Sennett propone que convivir es lograr sostener el vínculo incluso cuando la otra parte no nos está entendiendo o no la entendemos nosotros.
Ese respeto se ejercita en lo cotidiano. En no invadir espacios sin pedir permiso, en dar margen a los estados de ánimo, en no exigir una narrativa perfecta del otro. Y, sobre todo, en cuidar los pequeños pactos tácitos: las rutinas compartidas, los rituales privados, las formas de estar juntos sin tener que estar presentes todo el tiempo.
Hay algo profundamente creativo en convivir. No solo porque implica inventar formas de estar juntos, también porque permite descubrir dimensiones nuevas de uno mismo. La convivencia actúa como un espejo. Revela zonas ciegas, confronta con los propios límites y pone a prueba las ideas que uno tenía sobre sí. No siempre es cómodo. Pero sí, como todo lo incómodo, revelador.
Por eso, vivir con otros –y no solo junto a otros– es un ejercicio tan complejo y valioso. Requiere arte, técnica y sensibilidad. Y, sobre todo, disposición a rehacerse constantemente.
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