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No nos tomen en serio

Pocas cosas hay más ridículas que el miedo al ridículo. Quien se conduce serio y altivo acaba convirtiéndose en el fantoche que temía.

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29
julio
2025

Hay quien tiene tanto miedo a que no le tomen en serio que va por el mundo con una armadura de solemnidad tan dura y brillante que termina dando risa. Pocas cosas hay más ridículas que el miedo al ridículo. Quien se conduce serio y altivo acaba convirtiéndose en el fantoche que temía.

Propuse hace tiempo a una de estas figuras solemnes que nos riéramos en público de no recuerdo qué metedura de pata que habíamos cometido ambos. Se negó tajante: «Eso es dar munición al enemigo», dijo. ¿Qué enemigo?, pregunté, sin ver las trincheras ni los tanques que, al parecer, él tenía delante de los ojos. La editora de varios de mis mejores libros libraba conmigo una batalla perdida para borrarme los chistes y atemperar mi tendencia a autodegradarme. Tómate más en serio, me decía, con el argumento de que, a los escritores, como al resto de cómicos de la legua, les cuesta mucho ser tenidos en cuenta. Las autoburlas no ayudan en el empeño de fabricarse un busto de bronce.

Hay quien entiende que la degradación es una forma de reclamar indulgencia. «Qué coqueto eres», me dijo un amigo después de que yo me hubiese ponderado como un idiota. «No presumas», me dice otro cuando empiezo a tratarme de pobrecito hablador. Tienen razón: la captatio benevolentiae es una figura retórica tan antigua como eficaz. Creo que era Dean Martin el crooner que fingía tropezarse al salir al escenario, pareciendo torpe y concitando la simpatía de todo el público.

Precisamente porque es un recurso tan clásico, sorprende que haya tanto militante de la dignidad que no consiente reírse ni un poco de sí mismo, no vaya a cargar de munición las armas del enemigo. Si se relajaran, si imitasen el gesto de Dean Martin en la primera canción, su relación con el mundo sería mucho menos neurótica y no sufrirían tanto por no gustarle a alguien.

Sorprende que haya tanto militante de la dignidad que no consiente reírse ni un poco de sí mismo

Más allá de la psicosis de tomarse muy en serio todo el rato, he comprendido con los años que la captatio benevolentiae no es tan fácil de usar. Como todos los remedios, en la posología inadecuada se convierte en veneno. Quien se pasa y no la maneja bien, puede convocar sobre sí la maldición de no ser tomado en serio nunca. Como el cuento del niño pastor y el lobo: tanto te esforzaste en que se rieran que ya no consigues que crean nada de lo que dices.

Me hizo pensar mucho la loa hiperbólica de un lector entusiasta, quizá uno de los mejores que tengo, un hombre que me ha leído de cabo a rabo y admira mis libros con una fiereza que me ruboriza. En una feria, ante otro lector aún potencial que confesó que no había leído nada mío y pedía consejo sobre qué libro llevarse, le dijo: «Lea cualquiera, es un escritor mucho mejor de lo que él se cree y de lo que dice». Y yo, que si de algo me acuso es de caer en el autobombo sin pudores, pensé que eso de ser mejor de lo que digo quizá tenía que ver con mi tendencia bocazas y mi facilidad para el chiste malo y mi aversión a lo solemne. ¿Tenían razón los que no daban municiones al enemigo? ¿Llevaba tanto tiempo acusándome de diletante, polizonte, entrometido e impostor que había cerrado la puerta a que se me percibiese de otro modo? En otras palabras: ¿había intentado hacer el truco del tropiezo de Dean Martin, pero me había estampado contra el suelo y roto todos los huesos de la respetabilidad?

Quienes creen que ni siquiera tendría que haber hecho ese gesto responderían que sí, y también censurarían este artículo en el que me muestro demasiado vulnerable, demasiado atacable. Quizá tengan razón y no sé medir la dosis.

Los mejores cómicos de la tradición americana, como Andy Kaufman, que es un caso extremo, hacen arte con esas expectativas, explorando la ambigüedad de la percepción. El mayor elogio que se les puede hacer es dudar si hablan en serio o en broma. Su plan es que su puesta en escena desconcierte tanto que uno no sepa formarse ni siquiera un prejuicio sobre su persona. Los más conscientes saben que el camino de regreso de estos experimentos radicales sobre la personalidad es muy difícil. Se habla de humor inteligente, pero al humorista no se le concede casi nunca rango intelectual, entendido este como autor de un discurso respetable. Los sanedrines que consagran reputaciones culturales no suelen perdonar un pasado frívolo o farandulero.

Conozco a poetas excelentes excluidos del parnaso por hacer carrera en televisión, y en España es celebérrimo el «he venido a hablar de mi libro» de Umbral, que impidió a mucha gente comprender que ese señor airado y ridículo era uno de los escritores más grandes de su tiempo. Aunque hay casos curiosos, como el de Boris Izaguirre, que lo mismo presenta programas del corazón que aparece en mesas redondas en festivales literarios, con todo el respeto de sus colegas escritores y sin que nadie le recuerde que se hizo famoso bajándose los pantalones en Crónicas marcianas. Pero es raro: lo habitual es que el bufón sea ignorado o tratado con condescendencia cuando intenta hablar en serio.

Ese es el mayor miedo de los solemnes, la razón última de su fobia al ridículo: que la academia sueca no les dé el Nobel por un vídeo de juventud en el que salían haciendo el ganso en la tele. En el empeño pierden algo más valioso: la posibilidad de conectar con un público, la liberación de sentirse torpe y falible, el disfrute de la compasión ajena, la libertad de vivir sin propósito.

Algo de todo esto flota en el fondo de Superestar, la última serie de Nacho Vigalondo, producida por los Javis, que son expertos en tomarse en serio fenómenos que nadie –ni los propios protagonistas– se tomaba así.

No hay nadie lo bastante ridículo como para no ser interesante; hasta lo más vulgar es complejo y poderoso si se mira con los ojos adecuados

Tomarse en serio lo grotesco, lo que ya viene caricaturizado en forma extrema, lo que la sociedad ha sentenciado como estrafalario, vulgar, de mal gusto, delirante e imposible de integrar en la normalidad (no ya en lo respetable, sino en lo aceptable), es un ejercicio intelectual muy revelador para entender cómo funcionan las categorías del respeto, el desprecio y el ridículo. La serie cuenta la historia de Tamara y el tamarismo, esa troupe que invadió Telecinco y la cultura popular española en el año 2000, y lo hace con ambiciones shakespearianas. Es una tragedia, son Shylocks que reclaman su humanidad ante el tribunal popular que los condena: si les pinchan, sangran. En el fondo ideológico de la serie se plantea que en la ambición de estos friquis por cantar y hacerse famosos no hay menos dignidad que en cualquier otra ambición artística.

La premisa puede ser discutible, pero es interesante y tiene la virtud de exponer las debilidades de los discursos sobre lo digno y lo respetable: uno se expone sin miedo al ridículo para captar la atención, pero ese monstruo se vuelve indomable más pronto que tarde. Todos, incluso esta pandilla, quieren ser tomados en serio alguna vez, pero se encuentran atrapados en sus personajes, masacrados por la munición que sirvieron con generosidad a amigos y a enemigos.

La serie es luminosa porque demuestra que no hay desprecios ni condenas eternas. Todos merecemos una mirada comprensiva hacia lo que somos y lo que hacemos. No hay nadie lo bastante ridículo como para no ser interesante. Hasta lo más vulgar es complejo y poderoso si se mira con los ojos adecuados.

No le encuentro moraleja a todo esto, salvo que, ante el ridículo y el miedo a sufrirlo, es mucho mejor caer en lo primero, rebozarse en él, vivir como si no importase la mirada del otro, y confiar en que, con el tiempo, alguien te mire con tan buenos ojos que te reproche tu propia mirada.

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