Psicología
No aguantes todo
Desde la psicología conductual esto se entiende muy fácil: si cada vez que alguien cruza una línea tú la estiras para que encaje, esa persona aprende que puede seguir cruzándola. Cada vez un poco más. Y tú vas desapareciendo. Cada vez un poco más.
Artículo
Si quieres apoyar el periodismo de calidad y comprometido puedes hacerte socio de Ethic y recibir en tu casa los 4 números en papel que editamos al año a partir de una cuota mínima de 30 euros, (IVA y gastos de envío a ESPAÑA incluidos).
COLABORA2025

Artículo
Hay gestos, palabras y actitudes que deberían encenderte todas las alarmas. Y no para justificar al otro con esa cantinela de «es que ha tenido una infancia difícil» o «todo el mundo tiene sus cosas», sino para que te preguntes qué demonios haces tú ahí, justificando lo injustificable, ignorando los límites, mientras tu autoestima va goteando por una fuga que ya ni ves.
Desde fuera puede parecer evidente, claro. Pero desde dentro… Ay, desde dentro todo se maquilla. Lo que era un grito hoy, ayer fue un mal día. Lo que hoy es un chantaje emocional, antes fue «preocupación». Así vas tragando con pequeñas violencias diarias que no matan, pero desgastan. No te rompen de golpe: te van borrando de a pocos.
Desde la psicología conductual esto se entiende muy fácil: si cada vez que alguien cruza una línea tú la estiras para que encaje, esa persona aprende que puede seguir cruzándola. Cada vez un poco más. Y tú vas desapareciendo. Cada vez un poco más.
Y ojo, que esto no va solo de relaciones de pareja. Pasa en la familia, en el trabajo, entre amigos. En cualquier lugar donde nos han enseñado que poner límites es de malas personas, de insensibles, de egoístas. Spoiler: no lo es.
Poner límites no es egoísmo, es higiene emocional
Poner límites no es egoísmo, es higiene emocional. Es como decir: «Aquí no se mea». No estás insultando al otro, estás defendiendo tu espacio vital. ¿Tú dejarías que alguien entrara en tu casa a escupirte en el sofá? Pues con tu dignidad pasa igual.
Pero nos educan para lo contrario. Especialmente si eres mujer. Te enseñan a ser comprensiva, a ceder, a cuidar. A tragar con lo intragable «porque seguro que en el fondo es buena persona». Como si eso bastara. Como si el «fondo» justificara la superficie podrida.
Y sí, es importante tener empatía. Pero no confundas empatía con aguantar mierda. Una cosa es entender que alguien arrastra una historia complicada, y otra muy distinta es dejar que convierta esa historia en su coartada para destrozarte los nervios. Que haya sufrido no le da derecho a usar tu paciencia como cenicero.
La compasión no es un pase VIP para que te revienten el presente. Puedes tenerla, claro. Pero desde la distancia, si hace falta. Hay que empezar a decir: «Esto no lo quiero en mi vida». Sin drama, sin aspavientos, sin escribirle una carta de doce páginas. Solo con hechos. Alejándote. Cerrando puertas. Cuidando tu espacio.
La pregunta del millón es: ¿por qué cuesta tanto?
Porque nos han contado que ser buena persona es aguantarse. Que si te marchas eres fría, que si te enfadas eres histérica, que si dices «basta» es que no sabes perdonar. Y así andamos, anestesiando nuestras emociones para encajar. Para no molestar. Para que no nos digan que exageramos.
Y muchas veces, para no quedarnos solos.
Sí, porque el miedo a la soledad es uno de los pegamentos más tóxicos que existen. Ese miedo es el que te hace mirar para otro lado cuando te desprecian. El que te convence de que «no es para tanto». El que te hace negociar contigo misma tu propio valor, a cambio de un «al menos tengo a alguien».
El miedo a la soledad es uno de los pegamentos más tóxicos que existen
Pero no estás aquí para salvar a nadie. Ni para aguantar lo inaguantable con una sonrisa zen. Estás aquí para construir relaciones donde puedas respirar. Donde no tengas que justificar tus límites ni ir pidiendo perdón por existir.
Y dejar de aguantar no te convierte en mala persona. Te convierte en alguien que se ha elegido. En alguien que se respeta lo suficiente como para cerrar una puerta aunque duela. En alguien que, por fin, se deja de cuentos y se pone a vivir.
A veces, salir de una relación así es como desengancharse de una droga. Porque, de hecho, lo es. Se ha reforzado tanto ese ciclo de abuso y recompensa (te grito, luego te pido perdón, te manipulo y tú te quedas) que romperlo da vértigo. Pero lo que no se refuerza, se extingue. Conducta básica.
Así que, la próxima vez que alguien te falte al respeto y te encuentres a ti misma pensando «bueno, todos tenemos malos días», frena. Respira. Y pregúntate: ¿esto quiero seguir tragándolo mañana también?
Porque esto va de ti. De lo que permites. De lo que repites. De lo que eliges.
Y sí, es verdad que hay conductas que tienen explicación. Pero que se entiendan no significa que se justifiquen. Entender por qué alguien grita no quiere decir que tengas que quedarte a escucharlo.
Hay relaciones que son como estar sentada sobre cristales rotos mientras sonríes para la foto. Por fuera todo parece estable. Por dentro sangras. Y la herida no deja de abrirse, porque sigues ahí sentada, fingiendo que el dolor es normal.
No. No lo es.
No todo se aguanta. Y dejar de hacerlo no te hace mala persona. Te hace libre.
COMENTARIOS