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David Lynch y la identidad fragmentada

Desde finales de los años 90 sus trabajos giraron alrededor de una pregunta: ¿qué sucede cuando la identidad pierde su solidez? ¿Qué pasa cuando se empieza a resquebrajar?

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17
octubre
2025

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El 20 de enero de 2025 falleció el director estadounidense David Lynch. A modo de necrológica, el crítico de cine Carlos Boyero dijo de él: «No entiendo lo que pretendía contar, pero sospecho que él tampoco». El sentimiento, probablemente, es compartido por más de un espectador de su amplia filmografía.

La confusión generada puede deberse en buena medida a su obsesión por lo inestable. Desde finales de los años 90 sus trabajos giraron alrededor de una pregunta: ¿qué sucede cuando la identidad pierde su solidez? ¿Qué pasa cuando se empieza a resquebrajar? No se trata en exclusiva de personajes que mienten o que se disfrazan, de personajes confundidos casi existencialmente. En sus películas las personas cambian de rostro y de nombre como si el yo fuese un escenario de festival en el que entran y salen distintos intérpretes.

Una película en la que se palpa este viraje es Carretera perdida (1997). En ella, Fred Madison, un saxofonista atormentado, recibe unas cintas de vídeo en las que aparece grabado dentro de su casa. Después de un giro dramático, Fred se transforma repentinamente en Pete Dayton, un joven mecánico sin relación aparente con el primero. Y Lynch no ofrece ningún truco de guion ad hoc para justificar esta metamorfosis kafkiana. Esta sucede, más bien, como un hecho inevitable. Puro surrealismo. ¿Por qué no? El cambio, en todo caso, se respira como una fuga.

En la que para muchos es su magnum opus, Mulholland Drive (2001), la lógica se retuerce todavía más. La primera parte versa sobre el típico relato hollywoodiense: Betty es una aspirante a actriz que carga una maleta con sus ilusiones para mudarse a la meca del cine. Allí conoce a Rita, una mujer amnésica tras un accidente de coche. Juntas investigan el misterio de su identidad. Todo parece ir encajando armoniosamente hasta que la trama se parte. Betty pasa a ser Diane, Rita pasa a ser Camilla, y la historia que habíamos seguido se revela como una loca fantasía construida sobre celos y frustración. Tal vez Boyero tenga razón y ni el propio Lynch supo qué quería expresar. En todo caso, aquí la fractura del yo mantiene un vínculo con la dinámica que alimenta Hollywood: la fabricación de identidades que se derrumban con la misma facilidad con que fueron creadas.

En su ‘magnum opus’, las identidades se derrumban con la misma facilidad con la que fueron creadas

Con Inland Empire (2006), David Lynch tira por la borda casi cualquier amarre narrativo. Rodada en digital –según se dice, sin guion cerrado–, la película sigue a Nikki Grace, una actriz que interpreta un papel para una película maldita. Poco a poco, los límites entre Nikki y el personaje se diluyen. Como resultado, lo que le llega al espectador es un mosaico de escenas inconexas y repeticiones.

¿Qué hace Lynch? ¿Vacilar al espectador? Es una lectura posible, no cabe duda. Otra apunta hacia un lugar más benévolo: Lynch no quiso confundir gratuitamente. El proceso fue el reflejo, quizás, de cómo la identidad es un concepto plástico. Puede que tan incongruente como la película. Un collage sin centro. Ese «manojo de percepciones» al que el filósofo David Hume redujo nuestra vida señala algo parecido. Experimentar, al final, es sentir cómo lo estable se deshace.

Última parada: la tercera temporada de Twin Peaks (2017). Dale Cooper, héroe de la serie original, aparece dividido en varias versiones. Primero está el Cooper bondadoso, después el doble maligno, Mr. C., y finalmente la torpe marioneta que es Dougie Jones. A esto se añade la reaparición de Laura Palmer en un universo paralelo con otro nombre, Carrie Page. Vade retro quien pretenda restaurar un orden perdido. Como las cabezas de la hidra de Lerna, el intento de recomponer las identidades abre nuevos agujeros. Al tratar de «salvar» a Laura, Cooper termina suscitando un desenlace todavía más perturbador. Un corolario en el que la realidad grita que no hay vuelta atrás. La serie, en suma, se ofrece como un manifiesto muy a la Lynch contra la idea de un yo intacto.

Es un error intentar ver el producto final como un puzle a resolver. Ciertamente, como acabamos de ver, hay un aire de familia en su filmografía. Pero es imperioso insistir que aquí no hay certezas ni moralejas cristalinas. ¿Quién dijo que el cine tenga que servir para tranquilizar? ¿Para mandar un mensaje claro? Lynch no legó ningún mensaje escondido en una botella perdida en el mar. Pero por lo dicho sí que se intuye, livianamente, una: bajo la superficie de la rutina late siempre la posibilidad de perder el rostro conocido. De no reconocerse. En esta intuición, hablar de identidad fragmentada es una experiencia central. Ver a sus personajes convertirse en otros sin razón aparente, olvidarse de quiénes eran como un hecho o descubrir que toda su vida era un sueño. Esa es la experiencia intuida. Parafraseando a Calderón, el yo es aquí un sueño, y los sueños, sueños son.

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