Opinión
Cine nuevo hecho por viejos
Nada me deprime más que un anciano que mide sus palabras y quiere quedar bien con todo el mundo. Si con la ancianidad no te has ganado el derecho a molestar, no sé de qué sirve tener una esperanza de vida tan alta.
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Billy Wilder estrenó su última película a la lozanísima edad de 75 años. Murió veintiún años después, a los 96, tras más de dos décadas que se le hicieron aburridísimas e injustas: el único motivo por el que no filmó más películas fue que los seguros no le firmaban las pólizas. El arte joven del cine se hacía viejo y no sabía que hacer laboralmente con los maestros ancianos, aunque llenos de talento y ganas de trabajar. Wilder intentó volver muchas veces –una de ellas, para pedirle a Spielberg que le dejase rodar La lista de Schlinder; llegó tarde, el director de Tiburón ya tenía el equipo montado en Europa–, pero no pudo ser: sin seguro, no había contrato.
Esos remilgos legalistas terminaron, y ahora, con una esperanza de vida disparada hacia la eternidad, tenemos directores que, como el Cid, ruedan películas hasta después de muertos, con su póliza a todo riesgo. Este otoño se nos han juntado el octogenario Francis Ford Coppola (85 añitos) y el nonagenario Clint Eastwood (94, candidato a presidir el consejo de ancianos cinéfilos), cada uno con su respectiva última película. Testamentos, dirían los cursis y los que ya los dan por muertos. Para mí, una oportunidad de asomarnos a la mente anciana de artistas que llevamos metidos en la piel. Me habría encantado ver películas de senectud de Wilder, pero tampoco está mal ver las de Coppola e Eastwood.
Por mucho que la inmortalidad sea una quimera posible con la que sueñan los más ricos, el cerebro se desgasta sin remedio. Un anciano pierde agilidad, reflejos, inventiva y energía. Eso, en lo biológico. En lo cultural, la ancianidad es también un caminito angosto: un viejo no es tan curioso como un joven, le pesan sus obras como un lastre, ha hecho, dicho y visto demasiadas cosas, y corre el riesgo del descreimiento o el desencanto, cuando no el cinismo. La misma idea de futuro, motor de tantas cosas, se vuelve imposible, y la nostalgia se impone como el aroma del alcanfor al abrir un armario que lleva mucho tiempo cerrado. Por muchas ganas que se tengan de seguir haciendo películas, la conciencia de que todo ha pasado tiene que ser insoportable. Lo digo desde la perspectiva de un escritor en su cuarentena que aún confía en que sus libros por venir serán los mejores. Nadie, por iluso que sea, puede pensar, pasados los 80, que lo mejor de su carrera está por venir.
Todo ello condiciona ferozmente la mirada del artista y obliga al espectador a la indulgencia: si tratamos con generosidad las obras de juventud, cuyos defectos y flojeras pasamos por alto porque sabemos que su autor está aún aprendiendo, también hay que ser generosos con las obras de vejez, cuyos defectos y flojeras deberíamos pasar por alto porque sabemos que su autor está desaprendiendo. La obra mollar, la que se ejecutó en la plenitud vital, salva de sobra cualquier abominación del joven y del viejo.
Tanto ‘Megalópolis’ como ‘Jurado número 2’ son obras de su tiempo, es decir, que abordan preocupaciones contemporáneas sobre el mundo contemporáneo
Lo bonito de confrontar las películas de Coppola e Eastwood es que permiten confirmar y desmentir algunas de las cosas que creemos saber sobre la creatividad senil (digo senil en el sentido de relativo a una persona anciana, sin connotación peyorativa). Tanto Megalópolis como Jurado número 2 son obras de su tiempo, es decir, que abordan preocupaciones contemporáneas sobre el mundo contemporáneo. Coppola narra el fin del imperio americano y su conversión en dictadura, y Eastwood, el descrédito del poder judicial en un Estado que difícilmente puede considerarse de derecho. Ambas obras son políticas y participan de los debates actuales. Los directores no han hecho sus memorias ni se han recreado en los años dorados ni sostienen que todo tiempo pasado fue mejor.
Eso es lo primero que sorprende, y quizá sea una característica para tomar nota: los ancianos no se desentienden de la sociedad. No se refugian en el mundo de ayer ni renuncian a tener voz en la marcha de los acontecimientos. En un Occidente sin niños y cada vez más envejecido, podría ser una señal de que los debates y las corrientes políticas del futuro van a estar muy condicionados por una mayoría de ancianos que no está dispuesta a ceder protagonismo a unos jóvenes demográficamente menos influyentes.
Los enfoques y ambiciones son muy distintos. Ya sabemos que Coppola se ha arruinado y ha gastado todo lo que tenía en una película que solo entienden él y los miembros más fanáticos de la secta coppoliana. Y no porque sea compleja o profunda, sino por lo contrario: a mí me ha resultado de una simpleza atroz, casi infantil. Lo incomprensible es que una nadería de tal calibre venga envuelta con tanto celofán y metacine. A Coppola le preocupa la decadencia de la civilización americana y cuenta su versión de la llegada de los monstruos trumpistas, pero su alegoría romana es tan chusca y simplona que no daría ni para un editorial de periódico.
¿Es esto fruto de la senilidad? Hay quien sostiene que la mirada de los ancianos se parece a la de los adolescentes, y quizás esto no tenga una explicación biológica, sino cultural: tanto el viejo como el joven están libres de responsabilidades. El joven se expresa con impunidad por su minoría de edad, y el viejo, porque ya no tiene gran cosa que perder. Somos los adultos en la mitad de la vida los que pensamos antes de hablar, y ese freno responsable nos puede hacer timoratos, pero también matizados y complejos. Ser adulto consiste en vivir en un sistema de contrapesos y trampas que obligan a medir las palabras y encontrar soluciones creativas a situaciones difíciles. El adulto pide permiso. Los jóvenes y los viejos prefieren pedir perdón.
(Paréntesis: nada me deprime más que un anciano que mide sus palabras y quiere quedar bien con todo el mundo. Si con la ancianidad no te has ganado el derecho a molestar, no sé de qué sirve tener una esperanza de vida tan alta.)
El adulto pide permiso; los jóvenes y los viejos prefieren pedir perdón
Jurado número 2, de Eastwood, es una película radicalmente opuesta a Megalópolis desde las mismas hechuras de compromiso con el aquí y el ahora. Es una obra menor en ambiciones y resultados, que tira de oficio. A los 94 años, parece decirnos el director, ya es una proeza hacer una buena película, no necesito hacer una obra maestra. Y si algo sabe hacer Clint es buen cine. Se le podrán reprochar muchas cosas a esta película, pero la simpleza no será una de ellas. Recogiendo la tradición de las películas judiciales (Eastwood siempre huele a clásico), plantea un dilema duro que apunta tanto a la hipocresía de la clase media –¿se nos ha hecho marxista, el viejo republicano?– como a los agujeros de un sistema incapaz de impartir justicia pero siempre punitivo con los más débiles.
Coppola se derrumba en su propia ambición, como esas estatuas vivientes que caen en una escena de Megalópolis, mientras Eastwood se despide con una inquietud elegante y bien narrada. Ambos finales remiten a su vez a un final, y ahí es donde tal vez asoma el espíritu senil: aunque hablen del hoy, aunque se preocupen por los temas que preocupan a muchos ciudadanos, lo hacen desde el fatalismo. La mirada de ambos es terminal: no hay solución para un mundo que se ha corrompido y decae.
Quizá sea ese el sesgo más común y difícil de eludir cuando se ha vivido muchos años. ¿Cómo no confundir el final de tu vida con el del mundo? ¿Cómo no ver declinación y apagamiento en todas partes? Incluso cuando la vida te sigue interpelando, incluso aunque te puedan las ganas de seguir conversando y la curiosidad se mantenga despierta, el ánimo y las fuerzas disminuidas se proyectan sobre todo alrededor. Por eso hay que tentar con finura las obras de vejez: contienen sabiduría, sin duda, pero también almíbar apocalíptico. Para disfrutarlas, conviene separar la primera del segundo.
Es justo y hermoso que los viejos se nieguen a vivir en el ayer. Su tiempo no ha pasado, ellos son tan contemporáneos como cualquiera, y es un privilegio que la longevidad nos regale películas nuevas de Coppola y de Eastwood (y de Woody Allen y de Steven Spielberg) a estas alturas del siglo XXI, pero no nos tomemos demasiado en serio su tendencia a la elegía. Es su mundo el que se apaga, no el nuestro.
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