Opinión
No dejemos de hacernos preguntas
¿Nos dirigimos ineludiblemente y sin vuelta atrás hacia un mundo que es incapaz de crear puestos de trabajo para todos los seres humanos? ¿Cuáles son las consecuencias a nivel personal, económico y social de esa nueva situación?
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COLABORA2019
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Ante la evidente escasez de trabajo dignamente remunerado y el creciente paro juvenil —por encima de los bajos niveles de empleo que padecía Europa antes de la Segunda Guerra Mundial, y que fueron una de sus principales causas— convendremos que, como se viene planteando en distintos foros, parece ineludible abordar, como única solución que evite el colapso de nuestra sociedad, la instauración de una renta básica. Más allá de esa solución necesaria e insoslayable, deberíamos plantearnos hasta qué punto —siendo, al menos hasta la actualidad, el trabajo un elemento determinante para forjar la propia identidad del ser humano, tanto frente a sí mismo como frente a la sociedad— el «no trabajo» como situación permanente puede afectar a la creación de esa misma identidad. Resulta evidente que la falta o pérdida de trabajo genera invisibilidad en un primer momento y, cuando la situación de desempleo se perpetúa en el tiempo, degenera en exclusión y estigmatización social.
Con la renta básica universal se intentaría paliar estas últimas fatales consecuencias pero… ¿Hasta qué punto paliaría la invisibilidad, la pérdida de la propia identidad, si esta se forja —al menos desde la revolución industrial y el advenimiento del estado liberal— en el reconocimiento social ligado al estatus que hasta la fecha siempre ha ido de la mano de la actividad laboral? Estaremos de acuerdo en que, desde ya hace varias generaciones, todas las personas se presentaban en sociedad y eran identificadas por el rol propio de la profesión ejercida por cada una: abogado, médico, arquitecto, agente comercial, ingeniero, economista, maestro, periodista, bombero, albañil, fontanero, etc. Y ese estatus profesional conformaba en buena parte su identidad.
Desde hace años, en los documentos notariales, los otorgantes de los negocios jurídicos que se instrumentalizan en ellos han de manifestar su profesión. De un tiempo a esta parte me encuentro con gente —y no poca— que a la hora de identificar ante notario su profesión se encuentra con serias dudas. ¿Qué ocurrirá entonces cuando alguien a lo largo de su vida no haya trabajado jamás? ¿Se hablará de una nueva y estigmatizada clase de parias? ¿Con qué derechos?
«No hay tiempo ni lugar para preguntas ni respuestas reflexionadas, solo espacio para respuestas enlatadas»
El pasado verano tuve la oportunidad de leer un trabajo de investigación escrito por Román Benito titulado ¿Ganarse la vida? Reflexiones sobre las gramáticas laborales y sociales en la sociedad postindustrial. El estudio aborda el problema de las posibles consecuencias antropológicas derivadas de la escasez de trabajo remunerado y la posible implantación de la renta básica universal. Además, tiene tal abundancia de citas bibliográficas que cada una de ellas sugiere al lector un camino en el que adentrarse y reflexionar. Se dedica nada más y nada menos que un capitulo —5 páginas enteras—, titulado Preguntas para pensar, a una batería de cuestiones que abordan el problema que hoy planteo. Tras leer esas preguntas –imposibles resumirlas en estas breves líneas– uno se percata de lo extraño que resulta encontrar en un libro –no digamos ya en otros medios de comunicación más inmediatos— preguntas y no respuestas. Máxime tratándose de un trabajo científico, extraña aún más que plantee más interrogantes que soluciones.
Convendremos que el método mayéutico que puso en valor Sócrates en el siglo IV antes de Cristo no es precisamente una moda en nuestra sociedad. En un mundo donde prima el mensaje publicitario y los libros de autoayuda con recetas fáciles, no está bien visto preguntar. Todo sucede tan rápido en la sociedad posmoderna que pareciera que lo vital es dar rápidas y cortas respuestas a las necesidades creadas —las más de las veces, artificialmente–, pasando por alto los verdaderos problemas que llaman a la puerta. No hay tiempo ni lugar para la reflexión, solo espacio para cuestiones enlatadas o para los ahora —¡qué gran progreso!— 280 caracteres de Twitter. En definitiva, parece que no hay un espacio filosófico caracterizado justamente por plantearse interrogantes y, en su caso, dar respuestas creativas, críticas y cuidadosas.
Pero volvamos a nuestro tema. Tratemos aquí solo de hacernos dos o tres preguntas que considero trascendentales y que no se hacen ni los políticos que nos legislan y gobiernan ni los creadores de opinión. ¿Nos dirigimos ineludiblemente y sin vuelta atrás hacia un mundo que sea incapaz de crear puestos de trabajo para todos los seres humanos?
La respuesta, sin duda, ha de ser afirmativa. Pese a ello, ¿cuántos son los gobernantes, dirigentes y políticos que se lo preguntan? ¿Cuántos son los que se preparan para ese futuro que ya llama a la puerta? ¿No es un tanto hipócrita la posición que mantienen partidos políticos de izquierda y sindicatos? Todos ellos hablan en nuestro país, por ejemplo, de derogar la reforma laboral del PP sin contestar a la pregunta de si tiene sentido volver a atrás. A la vista está: el gobierno de Pedro Sánchez, pese a las promesas realizadas, no ha derogado la reforma. Pero la crítica a esa conducta —más allá de pensar en los votos que quitan u otorgan las decisiones— debería hacerse desde la respuesta sincera que se le da a la pregunta en sí: ¿No habrá que aceptar que las relaciones laborales ya no volverán nunca a ser y entenderse como fueron? ¿No habrá que sentarse a meditar y conformar unas nuevas reglas que, en sustitución de las anteriores, protejan y amparen al mayor número de personas posible?
Las nuevas tecnologías, los procesos de automatización, la robótica… todos ellos supondrán la progresiva desaparición de multitud de puestos de trabajo. El papa León XIII da comienzo a la encíclica Rerum novarum (1891) diciendo que «los adelantos de la industria caminan por nuevos derroteros. El cambio operado en las relaciones mutuas entre patronos y obreros, la acumulación de las riquezas en manos de unos pocos y la pobreza de la inmensa mayoría han determinado el planteamiento de la contienda». Si no fuese por un cierto lenguaje alambicado, parecerían escritas para la época actual, también un periodo de cambio irreversible.
«¿No habrá que aceptar que las relaciones laborales ya no volverán nunca a ser y entenderse como fueron?»
Sin embargo, ¿aprenderemos de los pasos que dio la humanidad para adaptarse a otros cambios estructurales que nos antecedieron, como el acaecido tras la desaparición del Antiguo Régimen? Aquel fue también un periodo de cambios convulsos surgidos de la revolución industrial, el capitalismo y la filosofía liberal. Ese cambio se caracterizó por la masiva emigración del campo a la ciudad y la metamorfosis de una economía rural basada en la autarquía a una economía industrial que demandaba la contratación masiva de mano de obra. Con todo, hasta que los derechos sociales de los obreros fueron objeto de demanda, hubo un tiempo de explotación brutal donde el trabajo no era «dignificante», sino alienante.
Posiblemente una de las diferencias entre aquellos tiempos de cambio y los actuales radica en que, mientras entonces los obreros se organizaron para reclamar sus más elementales derechos y se movilizaron impulsados por nuevas corrientes filosóficas —como el marxismo— que trataban de dar respuesta a la crisis, hoy en día el individualismo imperante, el abotargamiento de los seres humanos propiciado por los medios de comunicación de masas y el propio sistema de subsidios parecen hacer más difícil que pueda surgir una reacción. Cómo dice Román Benito en su trabajo, «observo la aparente indiferencia de los jóvenes ante lo que se les avecina, la sobreprotección familiar, la pérdida de derechos sin contestación violenta, la escasa duración de las protestas, las manifestaciones sin reclamar contraprestaciones, guetos tan brutales como los chabolistas, los dirigentes que continúan siendo votados en función de una mal entendida defensa de un estilo de vida, y pienso que alguien en lo alto de su atalaya se sentirá seguro de que no existe peligro del que no pueda sustraerse».
Quizás sea preciso esperar a que la situación se torne insostenible, la clase media trabajadora haya desaparecido, los nuevos parias de la tierra se organicen y resuelvan, movilizados por nuevos idearios, dar un paso al frente. ¿Cabrá en ese futuro venidero una nueva revolución o será ya inviable?
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