Pretérito imperfecto
Aunque lo más sensato sería reservar el «cómo deberían haber sido las cosas» para prevenir el futuro, el catedrático de Filosofía José Luis Pardo señala en esta tribuna que hoy domina una visión moral de la historia que pretende corregirla para premiar a los buenos y castigar a los malos.
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Aristóteles decía que ni siquiera los dioses pueden hacer que no pase lo que ya ha pasado. Su mesura le impedía aceptar a unas divinidades que fuesen capaces de resucitar a los muertos para un juicio final en el que se premiase a los buenos y se castigase a los malos. Con el tiempo, ese juicio transitó de la historia sagrada a la profana y pasó, bajo el nombre de revolución, de las manos de los dioses a las de sus elegidos en la tierra.
En el siglo XX, harto de esperar un fin del mundo siempre aplazado, Walter Benjamin decretó la clausura anticipada de los tiempos invocando a un mesías capaz de resucitar a los muertos que vengase a todos los damnificados por la historia. Como la mayoría de los unos y los otros ya estaban muertos, se trataba de reescribir el relato histórico. Por eso tuvo Benjamin duras palabras contra los historiadores que se empeñaban en contar el pasado «tal y como ocurrió» (¡qué barbaridad!) y no tal y como debería haber ocurrido. Porque solo en este último caso —como una historia de buenos y malos— el relato excitaría a sus lectores presentes a actuar contra los herederos de los malvados.
Pero ¿eso es hacer historia o hacer propaganda (Propaganda Fide, que es como se llamaba la «Congregación para la evangelización de los pueblos»)?
Si ya es mala una política que cataloga a los ciudadanos como amigos y enemigos, es aún peor dividirlos en buenos y malos
Se diría que lo más sensato es reservar ese cómo deberían haber sido las cosas no para corregir el pasado —algo que ya no está a nuestro alcance—, sino para prevenir el futuro, que sí depende hasta cierto punto de todos nosotros. Pero, como es bien sabido, a Benjamin esto no le parecía nada bien. Convencido de que la política ya no era capaz de alumbrar ningún futuro deseable, consideraba que lo correcto no era intentar salvar de la barbarie a nuestros descendientes, sino rescatar de ella a nuestros antepasados y vengar su humillación, y asignaba esa tarea a un tipo de «historiador» política y moralmente armado.
Lo más asombroso del caso es que, tras dos guerras mundiales y un periodo de relativa paz en Occidente, las tesis de Benjamin, a pesar de su aparente inverosimilitud, son las que han acabado imponiéndose. Como una revolución retrospectiva y a la carta, hoy domina una visión moral de la historia que pretende corregirla para premiar a los buenos y castigar a los malos, como si la historia fuera una película de Walt Disney y nosotros el censor que elimina lo que ofende a sus piadosos ojos. Esta es una tarea que no puede encargarse a los historiadores (aunque algunos de ellos se hayan zambullido con pasión en esa ciénaga). Tampoco, como en otro tiempo, a los poetas y creadores de fábulas (como cuando Roma encomendó a sus mejores plumas reescribir su genealogía para hacer a sus fundadores descendientes de los griegos y no de los etruscos). Ni siquiera a los teólogos, dedicados durante una larga temporada a blanquear la sangre en nombre del insondable plan de Dios. Hoy, a esta faena evangelizadora, a pesar de la experiencia no tan lejana de las consecuencias de las falsificaciones históricas de los nacionalismos y totalitarismos, están dedicados los políticos.
Es comprensible. Resulta mucho más barato retirar momias de los museos que ofrecer un proyecto plausible de convivencia para la mayoría de los votantes, aunque suene grotesco que los que se escandalizan de las inmoralidades pasadas sean los mismos que en el presente se alían con delincuentes y gastan el dinero de los contribuyentes en señoritas. Esto no les hace ningún bien a nuestros antepasados, pero aviva la forma más peligrosa e irreconciliable de enfrentamiento social. Si ya es mala una política que cataloga a los ciudadanos como amigos y enemigos, como quería Carl Schmitt, es aún peor dividirlos en buenos y malos, porque no hay nada más temerario que un santo (o uno que cree serlo) con poder político. Y esa es la momia que a mí me gustaría que retirasen de la escena pública.
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