El arte es la vida ejercida con determinación
Tener un estilo no es más que trabajar con tus manías y errores como si fueran herramientas, y vivir bien se parece mucho a eso, porque la vida no imita al arte, ni al revés, sino que el arte es la vida ejercida con determinación.
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Hay gente precoz que descubre muy pronto lo que se le da bien y se entrega a ello con entusiasmo, pero es más normal proceder por descarte: la vida, con su crudeza de vecina de película neorrealista –esa señora que va siempre con la verdad por delante, preferentemente a gritos–, te va diciendo lo que no sabes hacer y nunca harás bien, por mucho que te guste. Decepción tras decepción, descubres algo en lo que eres bueno. Y si esto no sucede, te matriculas en Derecho, que vale para todo y deja tranquilos a los papás. En esas están miles de bachilleres este verano, peleados con la lista de opciones universitarias.
Los que somos torpes aunque no idiotas aprendemos a hacer virtud de la necesidad, es decir, convertimos nuestros defectos en método. Los teóricos de la literatura y del arte llaman estilo a esa forma de echarle jeta a la vida. El vulgo, en el buen castellano antiguo, lo llamaba picaresca. Hoy, en el horrísono castellano moderno, lo llaman resiliencia.
Por ejemplo: yo, a los 20 años, tenía tantas aptitudes para el periodismo como Óscar Puente para la diplomacia. Pero, al igual que el ministro de Transportes ha convertido sus evidentes taras sociales (que le inhabilitarían como candidato simpático y cariñoso, según los estándares de los estrategas electorales) en una forma eficaz de estar en la política, yo transformé mi timidez y mi descreimiento en método. Dicho así suena, valga la metodancia, muy metódico, pero todo esto se improvisa, lo descubres sobre la marcha y reaccionas por instinto. Salvo unos pocos aburridos que siempre saben lo que quieren y adónde van, la mayoría vivimos tocando de oído y fingiendo que sabemos lo que hacemos.
Tengo dos graves defectos que me inhabilitaban como periodista: no me gusta preguntar y no me gusta molestar a la gente. Como el periodismo consiste básicamente en hacer esas dos cosas, intuía que me iba a ir muy mal en la profesión que había escogido. Tampoco me seducían la épica y el romanticismo canallesco del reportero. No me impresionaban las batallitas de los corresponsales de guerra ni me excitaba dar una exclusiva. Si el periodista es el que corre hacia el lugar del que los demás huyen, yo era el que se quedaba sentado en una terraza viéndolos correr a todos. Que me gustase empezar a leer el periódico por detrás y que siempre me interesase más la anécdota de una página par de Cultura por abajo y sin foto que cualquier titular de primera plana tampoco ayudaba a postularme como el próximo Woodward o Bernstein (y ahora puedo decirlo: Todos los hombres del presidente me parece un lío aburridísimo; a la media hora, ya no sé de qué hablan ni qué investigan).
Salvo unos pocos aburridos que siempre saben lo que quieren y adónde van, la mayoría vivimos tocando de oído y fingiendo que sabemos lo que hacemos
¿Cómo sobrevivir ante tanta competencia tan bien armada de ganas de preguntar y de molestar al prójimo? En la facultad éramos cientos, y muchos de ellos estaban decididos a matar a sus padres a cambio de ver su firma en la primera de El País. A mi favor solo tenía que sabía observar y, como buen miope, veía mejor de cerca. Mientras la mayoría de la gente perseguía la gran historia, yo me recreaba en los personajes secundarios y en los gestos. Una de las pocas certezas que llevaba aprendidas desde chico era que la gente rara vez se conoce por sus palabras. Tampoco por sus obras. La gente se delata por sus gestos, por la manera de encender un cigarro (en mi infancia, todo el mundo fumaba), por cómo cruza y descruza las piernas y por cómo se dirige a un camarero para pedir la cuenta. Se puede conocer muy bien a una persona sentándose en silencio frente a ella y observándola una tarde.
No sería un buen entrevistador ni un sabueso de la información, pero si me dejaban un poco a mi aire, podría contar algunas historias interesantes. Me bastaba con sentarme y dejar hablar. Siempre se me ha dado muy bien dejar hablar a los demás. Es prodigioso lo que se revela cuando no atosigas con preguntas ni te muestras ansioso por conocer un dato. Si charlas sin prejuicios ni expectativas, las personas se abren como abanicos. Casi nunca te cuentan lo que ibas a buscar, pero lo que encuentras en el camino es mucho más valioso.
Me dediqué, por tanto, a estar, a ver y a escuchar. Y con eso, hablando poco y preguntando menos, escribía luego mis historias, tirando de intuición y no poca especulación a partir de indicios. Con el tiempo convertí mi defecto en arte –cuando uno entiende al fin cómo funcionan sus limitaciones, puede refinarlas y cultivarlas–, y buena parte de mi literatura está armada con esos silencios. Un paseo solitario me revela más de una ciudad que diez visitas guiadas, y una sobremesa banal con un filósofo, más que sus libros y sus conferencias. Bueno, quizá no tanto –y, desde luego, no sustituye su lectura–, pero sí me ayuda a comprenderlo mejor que sus textos. No confesaría estas cosas si no tuviera un puñado de testimonios que pueden avalarme: algunos han sido víctimas de mi forma de trabajar, viéndose retratados a fondo sin enterarse de que les estaba haciendo un retrato, pues ellos creían que solo estábamos tomando cañas o charlando de política o de lo que fuera; otros, simplemente han estudiado y comprendido mi trabajo.
Si charlas sin prejuicios ni expectativas, las personas se abren como abanicos
Tener un estilo no es más que trabajar con tus manías y errores como si fueran herramientas, y vivir bien se parece mucho a eso, porque la vida no imita al arte, ni al revés, sino que el arte es la vida ejercida con determinación.
Lo más bonito que he descubierto es que todos nos parecemos mucho y somos muy diferentes a la vez. La semejanza y la individualidad son dos fuerzas en tensión dialéctica, y la personalidad es su síntesis. Es fácil conocer a una persona en lo esencial porque, como bien dijo Shakespeare tantas veces a través de los más perspicaces de sus personajes, todos sangramos si nos pinchan. Sin embargo, las personas también son misteriosas, y lo que las distingue es su manera de llevar el misterio. Hay quien lo esconde tanto que ni él mismo lo conoce, y hay otros que lo llevan a la vista, como una pancarta. Para retratar a una persona no hace falta conocer el contenido del misterio, basta con saber dónde lo tiene y cómo lo trata: si lo custodia con celo o si lo lleva en el bolso junto a los pañuelos de papel; si le hace sufrir o le divierte, y si está dispuesto a contarlo o prefiere ser enterrado con él. Para saber eso suele bastar un rato de intimidad. Esto es fundamental: no se conoce a nadie sobre el escenario. Tiene que quitarse la máscara, dejar de interpretar el papel público y relajarse un poco en privado. Por eso las entrevistas formales casi nunca sirven para conocer a nadie, porque en ellas solo hay un actor que interpreta a un personaje. Creer que se conoce a un político –o a cualquier personaje público– por hacerle unas preguntas en su despacho es como creer que se conoce a Marlon Brando por ver El Padrino.
La mayoría de la gente solo baja la guardia cuando ven que tú también estás desarmado y no tienes ansia por sonsacarle nada. He conocido a muy pocos periodistas capaces de romper la máscara de la persona con la que hablan. Uno de ellos tiene el mérito añadido y enorme de hacerlo en directo y con micrófonos, en el ambiente hostil de un estudio de radio. Otro hace contraportadas en un diario de Barcelona y nunca usa grabadoras ni cuadernos, tan solo garabatea esquemas y monigotes en un folio mientras habla contigo. Los dos penetran hasta el occipucio: te sacan la radiografía del alma sin que puedas hacer nada por evitarlo. Quien quiera ocultarse hará bien en evitarles.
Ellos son grandes, artistas de la conversación y la escucha a los que admiro y de los que intento aprender algo. Yo solo soy un tipo tímido, miope y vago que hizo de su timidez, su miopía y su pereza una forma de vida y un oficio. Y sigue empeñado en ello.
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