Opinión

La intuición y el estilo

Si el gusto sirve para orientarse en la jungla literaria, la intuición es nuestra principal brújula creativa interna. Al escritor que reniega de su intuición le sucede lo que al que reniega del propio gusto: que se pierde y tiene que recurrir a senderos trillados.

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06
octubre
2023

Lo dejó dicho Baroja: «El estilo es una manifestación de la personalidad humana, como puede serlo el hablar, el sonreír y el andar. Desde otro punto de vista, representa una serie de normas gramaticales y retóricas que sirven o pretenden servir para dar una forma literaria a un escrito. Hay, pues, un estilo interno y otro externo. La gente cree que piensa cuando emplea un mecanismo aprendido del lenguaje, y cuando oye hacer crujir las articulaciones del idioma dice: “No lo sabe emplear”. Sí, lo puede saber emplear. Lo que sucede es que el escritor independiente quiere hacer del idioma una capa que se adapte a su cuerpo, y no modificar su cuerpo para que se adapte a la capa».

Para la mayoría de la gente, escribir bien es hacerlo correctamente. Es decir, respetando unas normas cuya principal finalidad es la uniformidad como condición sine qua non para la unidad lingüística. Por tanto, escribir bien significa necesariamente renunciar a la propia singularidad. O al menos, limar las asperezas de la personalidad, los modismos y locuciones más propios. Aquellos que uno aprende en su entorno vital y que son, en definitiva, las únicas palabras posibles para construir un universo verbal genuino. A su vez, consideramos que alguien escribe mal cuando no renuncia a sus idiosincrasias verbales y a todas esas incorrecciones que son lo más personal que tenemos.

Puesto en plan chusco: hay un momento en la vida y en la literatura en el que se cambia la chupa lingüística por el traje uniformado y aseptizado de la empresa. Uno, para demostrar que sabe escribir bien, reniega de esas palabras y expresiones que ha oído de niño en casa y en el barrio. Y, renunciando a ello, tira por la ventana su propia voz. Craso error, puesto que la gran lucha de los verdaderos escritores, como recuerda Baroja, siempre fue forzar el idioma para expresarse a su manera: no existe modo más digno y sincero de afrontar la literatura.

El quid de la cuestión está en encontrar esa voz personal, que viene a ser algo tan sencillo y tan difícil a un tiempo como encontrarse a sí mismo. Y para eso solo hay un camino: fiarse del propio gusto y de la intuición.

Se suele repetir que la historia no enseña nada y que vale para todo, dado que en ella hay ejemplos y contraejemplos para justificar lo que sea. Estoy de acuerdo. Quien quiera ser escritor tendrá que aprender a reconocerse entre la multitud de espejos estilísticos que ofrece una historia literaria donde cohabitan todas las sensibilidades y las diferentes visiones del mundo. Y para eso sirve el gusto. Podría incluso considerarse que el arte, en su sentido más profundo, es una mera cuestión de gusto. Como explicaba Roger Wolfe en unos de sus primeros libros: «El gusto no es cuestión de capricho. Cuando nos gusta un autor, es porque compartimos en mayor o menor medida su mundo, es porque lo que le afecta a él nos afecta también a nosotros, es porque la forma en que ve las cosas es similar a la nuestra. Es porque su mundo es nuestro mundo. Es porque en él estamos también nosotros. Cuando alguien lo descalifica, está descalificando ese mundo, su mundo, nuestro mundo: nos está descalificando a nosotros como seres humanos. Cuando alguien barre de un plumazo nuestras predilecciones literarias o estéticas, artísticas, lo que está es fulminando nuestro universo: nos está convirtiendo en ceros a la izquierda, nos está reduciendo a la nada…».

Forzar el idioma para expresarse a su manera: no existe modo más digno y sincero de afrontar la literatura

Por eso el arte, que es el punto de encuentro de la gente con una sensibilidad más exacerbada y con un gusto más afirmado y, por tanto, más intolerante, es, necesariamente, una guerra. Y no puede ser de otra manera.

A diferencia del crítico, que ha de ser capaz de salirse de sí mismo y asimilar los criterios propuestos por el artista (los únicos válidos), el escritor es una persona de gusto cerrado, con un estómago singularmente delicado, que no puede ni debe digerirlo todo. Según su idiosincrasia, habrá libros que le sienten bien –aquellos en los que se reconozca, que lo fortalezcan, le ayuden a crecer, a encontrarse– y otros que lo indigesten, que lo debiliten y le hagan perderse, llevándolo a dudar de sí mismo, de su manera de hacer las cosas. Esos son los que su paladar debe evitar a toda costa.

Y si el gusto sirve para orientarse en la jungla literaria, la intuición es nuestra principal brújula creativa interna. Quizá sus mayores defensores conceptuales hayan sido los filósofos Schopenhauer y Bergson. Ambos coincidían en que existe un conocimiento intuitivo, una aprehensión inmediata y no intelectualizada de la realidad. Eso es especialmente cierto en los artistas. Muchos son como un jugador de billar que comprende perfectamente el juego, aunque no sepa explicarlo. Y por eso el discurso de un creador nunca puede ser otra cosa que una justificación más o menos brillante y a posteriori de un proceso cuya comprensión cabal se le escapa: uno primero hace, luego piensa en por qué lo hace, y lo que uno dice que hace casi nunca llega –por fortuna– a explicar totalmente lo que hace. De hecho, una posible definición del talento podría ser esta: lo que nos falta para entender del todo una obra.

Hay, por supuesto, quien no está de acuerdo y prefiere, como Valéry, una página en la que puedan responder de cada palabra a una obra entera debida a la inspiración. Eso da reflexiones como la siguiente: «¿Cuál es el ser que se sirve de la manera más torpe de las palabras más imprecisas? ¿Quién hace las frases más ridículas, más incoherentes, y mantiene los razonamientos más absurdos? ¿Quién es el peor escritor posible, el peor de los pensadores? Es nuestra Alma. Antes de que recuerde que hay oídos escuchándola, que hay testigos y jueces para el proceso de su pensamiento; antes de que acuda a pedir socorro a los ideales de Claridad, Rigor, Medida, etcétera». Claro que todavía quedaría por demostrar que el rigor y la medida de Valéry y la ordenada claridad de Flaubert hayan aportado más al arte que el desmedido talento de Dostoievski y el febril desorden de Céline.

La literatura no se puede reducir a nociones cartesianas. El proceso creativo es algo tan complejo, que resulta sencillamente imposible controlar conscientemente todas las maniobras necesarias para construir, pongamos por caso, una novela. Por ello, al escritor intuitivo le pasa un poco lo que al ciempiés de la fábula: que, aun sabiendo andar perfectamente, basta con que se pregunte qué pata mueve primero para que se bloquee. Una actitud excesivamente analítica rigidiza y mata la escritura. Y al escritor que reniega de su intuición le sucede lo que al que reniega del propio gusto: que se pierde y tiene que recurrir a senderos trillados. En definitiva, abandona sus propios moldes creativos para abrazar otros, más clásicos, más rígidos también, más artificiosos, pero no necesariamente más sólidos ni perfectos.

Quizá la principal diferencia entre quienes reniegan de su intuición y quienes no, está en que los primeros se resignan a no arriesgar y hacen arte con belleza abaratada, mientras que los intuitivos se mantienen en la brecha, escarbando en la basura las joyas de mañana. Lo explicaba Adorno en su Teoría estética: «Lo feo de hoy suele ser lo bello de mañana». Lo bello asimilado, desproblematizado y sin traumas es en realidad feo, falso, de una moralidad dudosa. Y consecuentemente, en palabras de un esteta, «el arte tiene el deber de recurrir a lo amorfo, a lo disonante, a lo rechazado. De profundizar en todas las manifestaciones deformadas y desfiguradas de una verdad dolorosa que –obligada a esconderse y a defenderse para escapar de la persecución de los poderes establecidos– ha terminado por asumir un rostro hirsuto, repugnante y terrible».

Dicho lo cual, que es muy subjetivo y deja claro hacia dónde tienden mis simpatías, no pretendo que una postura sea necesariamente mejor que la otra. Pero sí me parece merecedora de respeto la gente que, a lo largo de la historia, con todas sus vacilaciones, torpezas y equivocaciones, ha intentado abrir nuevos caminos. En palabras de un vanguardista:

Sed comprensivos cuando nos comparáis

con aquellos que fueron la perfección del orden.

Tened compasión de los que estamos siempre luchando en las fronteras

de un futuro inabarcable.

Compasión de nuestros errores, compasión de nuestros pecados…

La mayoría de los buenos autores pertenece a esta estirpe.

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