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El hilo conductor

Hoy tenemos muchas «narrativas», pero no son sino herramientas emocionales, sin verdad ni profundidad. Sobran mensajes y nos falta historia.

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01
agosto
2025

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«What’s the story?», preguntan los angloparlantes cuando quieren saber qué pasa. Y, sin embargo, lo que verdaderamente pasa no es aquello que pasa, es decir, que pasa de largo, que simplemente transcurre, que se limita a suceder y luego se desvanece… Sino aquello que acontece, que irrumpe en el presente, preñándolo de sentido.

Es bien sabido que la History —la Historia con mayúscula— no es simplemente la suma de stories, de historias sueltas o anécdotas dispersas. De la misma manera que la cosmología científica no se preocupa por el demiurgo platónico del Timeo o las curiosidades astrológicas del Calendario Zaragozano, tampoco la Historia puede reducirse a una colección de relatos particulares.

Podemos explicar ciertas leyes que rigen la naturaleza, pero eso no significa que hayamos accedido a su misterio más profundo. Comprender, en el sentido hondo, es otra cosa: no basta con conocer las reglas del juego si no entendemos su propósito. Del mismo modo, no existe ningún «código fuente» que nos permita descifrar el alma humana o penetrar en la esencia de una persona. La existencia, como la historia, está tejida de enigmas que escapan a la mera explicación.

Esto lo entendí en Vallecas hace un par de años. Un amigo rayista, de esos que no se quitan la bufanda ni en pleno julio, me llevó al estadio de fútbol. Al sonar el himno, me miró y me dijo, con la voz temblorosa: «Esto no se explica».

Las leyes naturales se explican y los misterios del espíritu se comprenden. ¿Qué queda, por tanto, para la ciencia histórica? Cuando el profesor de Química explica la reacción que se genera mezclando bicarbonato y vinagre, puede traer ambos productos del supermercado y mostrar la erupción resultante en el aula, para solaz del alumnado. Sin embargo, cuando el profesor de historia explica la Revolución Francesa, no irrumpe Napoleón en el aula. La historia, como el alma, no se deja reproducir en un laboratorio.

La fórmulas se explican a través de los experimentos y los experimentos pueden codificarse en fórmulas. Hegel se empeñó en descifrar el código histórico como si de un químico del espíritu se tratase. Por ese motivo, su búsqueda de fórmulas abstractas debía poder explicar el pasado y predecir el futuro, pues tan solo habría de replicarse como el resultado de un experimento previsto en la conciencia. Una vez más, la soberbia filosófica y su pretensión de disolver el círculo hermenéutico. ¡Vanidad de vanidades! Ni la historia no es una ecuación ni la conciencia humana es una probeta.

No es un secreto que nuestros servidores públicos han trocado la política por la comunicación. Al fiarlo todo a la herestética, creen que basta con «marcar la agenda» e «instalar marcos» para conquistar el poder y mantenerse en él. Y puede que así sea, al menos durante un tiempo. Pero a quienes votan no les basta con que los toreen a golpe de spinframing, agenda setting o cualesquiera de esas chuminadas en lengua inglesa. ¿Quién quiere relato cuando puede aspirar a la verdad?

En esta sociedad de la información, las únicas «narrativas» que prosperan son fugaces

Hoy tenemos muchas «narrativas», pero no son sino herramientas emocionales, sin verdad ni profundidad. Sobran mensajes y nos falta historia. ¿Será que, más allá de las triquiñuelas de la compol, la sobreabundancia de la información impide la existencia de una narrativa que cohesione y dé sentido? Antes, había un fuego alrededor del cual reunirnos; ahora, solo queda el brillo frío de las pantallas, que nos aísla. Mientras la narración da continuidad y crea sentido en el tiempo, la información lo fragmenta en piezas inconexas. En esta sociedad de la información, las únicas «narrativas» que prosperan son fugaces, como las teorías de la conspiración. El storytelling, por sí solo, no puede reemplazar la necesidad humana de una narración estable y compartida.

Viene a cuento la noción de desenlace por la paradoja que encierra: parece prometer resolución, pero en realidad pone fin a algo que, en la vida real, rara vez se resuelve del todo. En el arte dramático, el desenlace es el cierre lógico de lo que se ha narrado: tras el planteamiento y el nudo llega la resolución. Aristóteles ya hablaba de ello en su Poética, aludiendo a la posibilidad de deshacer un lazo. Pero la vida no funciona así.

Nuestra existencia no está hecha para el desenlace, sino, antes bien, para el enlace. Los vínculos y los compromisos nos aran a lo que somos. Lo que vale en la historia de ficción no sirve en la vida y, aunque algunos se crean personajes de novela, lo cierto es que la existencia humana no tiene desenlaces claros: solo relaciones que se enredan, se tensan y a veces se aflojan, pero rara vez se cortan del todo.

En el cine, todo acaba con un The End y un fundido a negro; pero la vida no es una película, ni necesita un final feliz, sino una trayectoria digna. Lo que realmente permanece no es el desenlace sino el enlace, esto es, lo que heredamos y vamos tejiendo. Al contrario que en la ficción, el desenlace –por el cual ya no hay nudos, vínculos ni ataduras–, no constituye el summum de la vida humana, sino su negación.

El ser humano es un animal narrativo y necesita un hilo conductor. Es inherente a su naturaleza tejer tramas y buscar continuidad, pues sin una narrativa que le dé sentido su existencia no es más que un jarrón roto: los pedazos saltan, se dispersan, y nadie acierta ya a decir qué forma tenía antes del estallido. ¿Qué es hilar sino rebelarse contra el ruido, contra la fragmentación, contra el nihilismo? No es solo una metáfora, ¿cómo va a serlo?, sino la esencia misma de la vida humana.

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