La búsqueda de la felicidad
La esperanza de vida se ha alargado casi una década, dedicamos tres años más de nuestra existencia a educarnos, ganamos veintisiete mil euros más al año y disfrutamos de ocho horas semanales más de ocio que hace 50 años. Parece que nos va mejor. Pero la pregunta es otra: ¿somos más felices?
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Felicidad. Un concepto en apariencia sencillo, del que cada uno tiene una aproximación más o menos clara, pero tan lábil y único como nosotros mismos. La palabra deriva del latín felicitas, y tiene que ver con la fortuna, el placer, la alegría y la fecundidad. La Real Academia la define como el «estado de grata satisfacción espiritual y física». Siete simples palabras, que se nos antojan tantas veces inalcanzables. ¿Somos felices? O, mejor: ¿por qué nos cuesta tanto serlo?
Entre los días internacionales de los bosques, el agua, la poesía o casi cualquier concepto imaginable, no podía faltar el Día Mundial de la Felicidad, que la ONU estableció el 20 de marzo. Lo hizo a instancias del Reino de Bután, un minúsculo país en mitad del Himalaya que hace unos años tomó una decisión cuando menos llamativa: medir su grado de bienestar no en base al PIB, sino a través del Índice de Felicidad Nacional. Sin caer en esa máxima –que frente a un capitalismo feroz puede sonar casi hippy– de que el dinero no da la felicidad, la filosofía de este peculiar Estado nos deja flotando una pregunta a la que científicos y filósofos han intentado dar respuesta: si nos cuesta saber qué es la felicidad… ¿cómo demonios vamos a medirla?
Pocos pueden negar que hay aspectos de la vida que consideramos intrínsecamente valiosos. La propia vida per se encabezaría la lista –es complicado ser feliz cuando la existencia de uno está en riesgo– y a ella se sumarían otros factores como la salud, la educación, el tiempo libre o la libertad. Sin esos cimientos, es muy difícil que podamos construir una existencia dichosa.
Francisco Mora, neurólogo: «El cerebro humano no está diseñado para alcanzar la felicidad constante, sino para sobrevivir»
«La felicidad tiene dos caras: una experiencial o emocional y una cara evaluativa o cognitiva. El componente experiencial consiste en un equilibrio entre las emociones positivas como el júbilo, la alegría, el orgullo y el placer, y las emociones negativas como la preocupación, la ira y la tristeza», escribe el filósofo y científico Steven Pinker en su libro tótem En defensa de la ilustración (Paidós). «Los científicos pueden tomar muestras de estas experiencias en tiempo real haciendo que los individuos lleven un localizador que suene en momentos aleatorios haciéndoles indicar cómo se sienten. La medida última de la felicidad consistiría en una suma integral o ponderada a lo largo de la vida de cómo se sienten las personas y durante cuánto tiempo se sienten así», propone el canadiense.
¿Somos más felices que antaño?
Ya que aún no tenemos una máquina del tiempo que nos permita comprobar la respuesta, tenemos que fiarnos de los datos que nos deja la estadística: en los últimos cincuenta o cien años, hemos avanzado indiscutiblemente en aspectos como el empoderamiento de la mujer, la sanidad, la educación o la libertad. Somos más longevos y hemos reducido la pobreza extrema o el analfabetismo. Y vivimos, qué duda cabe, en un mundo mucho más pacífico que el que habitaban nuestros antepasados a comienzos del siglo XX.
José Antonio Marina, filósofo: «Hablamos de la industria de la felicidad, como si esta pudiera convertirse en un producto que consumimos a placer»
Como apunta el propio Pinker, «a nivel individual nos sentimos más felices cuando estamos sanos, cómodos, seguros, abastecidos, socialmente conectados, sexualmente activos y amados». Ante las informaciones catastrofistas que copan los telediarios, el canadiense propone un análisis retrospectivo, sin caer en la complacencia: con apenas medio siglo de separación, «el hombre vive nueve años más, ha tenido tres años más de educación, ganará treinta y tres mil dólares más al año y disfrutará de ocho horas semanales más de ocio», resume este afamado psicólogo experimental. Con los datos en la mano, lo tiene claro: vivimos en el mejor de los mundos posibles.
El neurocientífico y divulgador Facundo Manes acepta la premisa pinkeriana de que la felicidad, mejor si es algo colectivo. «Las relaciones sociales son determinantes para la felicidad, tanto como ser generoso y solidario. La comunidad se construye a partir de la idea de cooperación, que moviliza a las personas y a las sociedades hacia una meta irrenunciable: el bienestar general, que suele ser directamente proporcional a la felicidad de cada cual», afirma.
Ahora bien: ¿es posible ser solidario y generoso –ergo feliz– en unas ciudades presididas por el ruido, con alquileres exorbitantes, empeñando la mayor parte de nuestra energía en largas jornadas laborales en trabajos, además, mal pagados? «El entorno es decisivo. Necesitamos zonas verdes, vínculos vecinales, implicación en nuestros barrios y más tiempo de ocio. Todo ello rebajaría los índices de estrés a los que nos vemos sometidos y que menoscaban nuestra felicidad», explica por su parte la socióloga María Rosa Faes.
Steven Pinker, psicólogo experimental: «A nivel individual nos sentimos más felices cuando estamos sanos, cómodos, seguros, socialmente conectados, sexualmente activos y amados»
La tecnología, que ha mejorado sustancialmente nuestra calidad de vida, se convierte, en ocasiones, en un factor de aislamiento e infelicidad. Quizá la soledad no alcance tintes epidémicos, pero sus tentáculos alcanzan a individuos de todas las edades en esta sociedad –diría Bauman– líquida, en lo económico y en lo sentimental. «Hoy, de alguna manera, cada uno se queda a solas con sus sufrimientos y sus miedos. El sufrimiento se privatiza y se individualiza, pasando a ser así objeto de una terapia que trata de curar el yo y su psique. Todo el mundo se avergüenza, pero cada uno se culpa solo a sí mismo de su endeblez y de sus insuficiencias», reflexiona el filósofo coreano Byung-Chul Han, mucho más escéptico que su colega canadiense.
El oficio de vivir
¿Con qué tiene que ver la felicidad? Voltaire dijo que todos la buscamos sin saber dónde, como los borrachos buscan su casa, sabiendo que tienen una. Sin embargo, no hay respuesta universal para saber qué hacer o dónde guarecernos si no somos capaces de encontrarla.
Por si el tema tuviera pocas aristas, la ciencia tampoco se muestra muy optimista en la búsqueda de bienestares absolutos. «El cerebro humano no está diseñado para alcanzar la felicidad constante, sino para sobrevivir. En esa lucha por la supervivencia, encontramos el placer y, en algunos momentos, destellos de felicidad. Nuestro cerebro tiene una parte emocional que lo califica todo de bueno o de malo, y ahí reside nuestra constante infelicidad», nos explica el neurólogo y divulgador Francisco Mora.
«La felicidad es el sueño más antiguo de la humanidad. Su búsqueda es una de nuestras metas principales, pero no es fácil acordar lo que eso significa. Solo se puede desear lo que no se tiene, es decir, el anhelo de felicidad tal vez proviene del impulso que supone experimentar su carencia. ¿Somos capaces de llenar esa falta? La cosa se complica observando las inmensas diferencias que existen para cada uno sobre el sentido de la felicidad. Cualquier definición o decálogo es una auténtica idiotez», se muestra tajante el psicoanalista Gustavo Dessal. Sin embargo, afirma que eso no impide que en muchas ocasiones todos podamos experimentar cierto bienestar. «La verdadera felicidad tal vez sería vivir una vida en la que obráramos en conformidad con nuestros deseos, lo cual no solo es imposible, sino paradójico: ser consecuente con lo que uno realmente desea significa estar dispuesto a soportar muchas infelicidades. Según la ética de cada cual, así será su concepto de lo que es la felicidad», zanja.
Como sucede con la opinión, la felicidad es algo tan personal que cada uno tiene la suya y la encuentra donde quiere –o donde puede–. «Cuando te publican un libro, cuando algo te sale bien, cuando la persona que amas te dice cosas bonitas, cuando nos sentimos reconocidos, cuando comemos una tarta que alguien nos ha preparado, cuando reímos… ¿no nos sentimos felices? ¿No es eso la felicidad, esos pequeños momentos tan llenos de sentido?», explica la terapeuta Lizzi Matusevich.
Facundo Manes, neurocientífico: «Las relaciones sociales son determinantes para la felicidad, tanto como ser generoso y solidario»
Parafraseando a Pearl S. Buck, corremos el riesgo de perdernos las pequeñas alegrías si nos paramos a buscar una gran felicidad que, por otra parte, no sabemos si seremos capaces de encontrar. «La felicidad es una abstracción que hemos creado. No tiene existencia real. De hecho, se trata de una estadística, un concepto sacado de una media de cómo nos sentimos. Personalmente, me interesan más la risa y la alegría, porque son mucho más concretas y a la vez más fascinantes y enigmáticas», relativiza el músico Sabino Méndez.
Una reivindicación que comparte el filósofo Fernando Savater, para quien el secreto no está tanto en aspirar a la felicidad como a la alegría, «algo mucho más humano», que depende de tres actitudes vitales: afirmación de la vida, aceptación de esta –con sus aspectos terribles incluidos– y cierta levedad, es decir, capacidad de quitarle hierro a los asuntos más espinosos que hallemos en el camino.
En esa misión vital, encontramos un fiel escudero en la risa. Los psicólogos nos recuerdan que humor y felicidad son las dos patas de un binomio que se retroalimenta. Pero existe un humor negro poco emparentado, a veces, con la placidez de espíritu que requiere la felicidad. «No creo que para hacer humor haga falta ser feliz, pero el estilo sí que depende del estado de cada persona. Una persona malhumorada o amargada puede hacer chistes sarcásticos o cínicos. En todo caso, siempre mejora el estado de ánimo de quien lo hace, aunque solo sea como revulsivo», asegura Anónimo, uno de los miembros de Homo Velamine, el colectivo ultrarracionalista que usa la risa como instrumento de denuncia.
Pero hacer el humor no es solamente bueno para los que se dedican profesionalmente a ello. Reírse de forma habitual, además de hacernos felices, mejora nuestra salud. Según un estudio publicado por la Universidad Vanderbilt, en Nashville, Estados Unidos, reírse durante quince minutos al día puede ayudarnos a perder peso – hasta dos kilos al año, según sus cálculos–, ya que acelera nuestro pulso cardiaco y hace trabajar a nuestros músculos, lo que implica un mayor gasto de energía. Además, nos ayuda a eliminar toxinas, a alejar nuestras preocupaciones y a dormir mejor. Y, por si fuera poco, alarga nuestra vida: un informe de la Sociedad Española de Neurología concluye que los problemas vasculares se reducen un 40% en aquellas personas que se ríen de forma regular. ¿Y eso qué implica? Alrededor de cuatro años y medio más de vida.
El amor y el arte
«Sin amor no soy nada», dejó escrito san Pablo en su carta a los Corintios, una de sus misivas más poéticas. Milenios después, esas palabras siguen escuchándose en una gran mayoría de los enlaces matrimoniales en los que los contrayentes se juran estar juntos pese a las dificultades. Para siempre. Hasta que la muerte los separe. «El amor es, sin duda, uno de los grandes referentes de la felicidad, aunque sabemos que suele ser también una de las fuentes más importantes de sufrimiento. ¿El enamorado es feliz? Desde luego, experimenta algo así, pero es una felicidad extraña, permanentemente atravesada por la angustia. El amor es otro gran espejismo, al menos si lo pensamos como aspiración a encontrar en el otro aquello que nos completa. Lo sorprendente es que esa fantasía es inagotable», apunta Dessal.
La cuestión del amor ha ocupado, posiblemente, tantas páginas y pensamientos como la búsqueda de la felicidad. Aunque, paradójicamente, muchos de los ejemplos que se nos presentan como indiscutibles y románticas historias de amor escondan aspectos más oscuros. La de Romeo y Julieta, por ejemplo, considerado como uno de los grandes romances, duró tres días y se saldó con seis muertes. Por amor se han librado sangrientas guerras y por amor se suicidó Larra y tantos otros escritores que nos han transmitido sus desdichas: Alejandra Pizarnik, Paul Celan, Alfonsina Storni, Sylvia Plath, Violeta Parra… Si bien con el objetivo, al fin y al cabo, de encontrarle sentido a este «oficio de vivir», con permiso de Cesare Pavese.
Literatura, música, pintura, cine… Las artes –en todas sus facetas– han tenido siempre la nada desdeñable misión de cultivar y enriquecer el alma de los que las practican y de los que las disfrutan como espectadores. Por eso, quizás, en el imaginario común asociamos las disciplinas artísticas. «La felicidad que proporciona la escritura está unida a la lectura, porque al escribir lo único que hacemos es leernos y leer el mundo desde el poso de lo leído», apunta el poeta Javier Lostalé, Premio Nacional de Fomento a la Lectura. «Existe, claro, un grado distinto de felicidad: en la lectura es un don que recibimos, en la escritura es la lucha con las palabras la que nos conduce a la felicidad, la alegría de encontrar el término preciso. La lectura entraña la felicidad del descanso; la escritura, la felicidad del combate con los signos que vamos haciendo en el papel», explica Lostalé.
Lizzi Matusevich, terapeuta: «Vivimos una época en la que la felicidad se ha convertido en una obligación, y es terrible»
Sin embargo, la felicidad, a veces, es un arma caliente. Una pistola que aún está tibia en tu mano después de disparar. Así la definieron los Beatles en una de las canciones de su emblemático White Album. «La música es, sin duda, uno de los mayores regalos que tenemos los humildes mortales. Creo que sin ella la vida sería insoportable. Sí, nos da felicidad. Aunque no hay que olvidar que ha habido enormes compositores que han creado obras maravillosas pese a vivir atormentados», apunta Rafael Banús, crítico musical de RNE. De la desesperación y la sordera de Beethoven a las depresiones de Bruckner pasando por el alcoholismo de Berlioz, hasta llegar a las problemáticas situaciones personales de figuras contemporáneas como Kurt Cobain o Amy Winehouse, la desesperación y el fracaso han marcado la vida personal de aquellos que, paradójicamente, han puesto banda sonora a nuestros momentos más dichosos. «La música, por supuesto, pero recuerdo haber recibido suministros de alegría tanto del amor como del sexo, la amistad, los vehículos a motor, las guitarras, tambores, pianos y grabadoras, y también de las buenas narraciones: de ficción, de no ficción, de cine, dibujo, escritura… y no necesariamente por el orden en que acabo de mencionar», aclara Sabino Méndez.
La escritora Carmen Martín Gaite ubica uno de los territorios de la felicidad en sentirse escuchado. Una tarea harto complicada, en medio del ruido y la prisa. A veces, incluso por un ser superior que nos observa desde lo alto, otro de los terrenos clásicos en los que los zahoríes buscan la felicidad. «Quien a Dios tiene nada le falta, solo Dios basta». Santa Teresa dixit. La espiritualidad es una de las vías que, con diferentes nombres y religiones, han servido de camino en la búsqueda de la felicidad mediante la promesa de una dicha eterna que nos espera en el más allá y que nos hará olvidar los padecimientos y sacrificios de nuestra existencia humana.
«El mundo no es un pastel que yo me tenga que comer. El otro no es un objeto que yo puedo utilizar. La Tierra no es un planeta preparado para que yo lo explote. Yo no soy un monstruo depredador. He decidido comer y beber con moderación, dormir lo necesario, escribir únicamente lo que contribuya a hacer mejores a quienes lo lean, abstenerme de la codicia y no compararme jamás con mis semejantes. Regar mis plantas, cuidar de un animal. Visitaré los enfermos, conversaré con los solitarios y no dejaré que pase mucho tiempo sin jugar con un niño», resume el también sacerdote y escritor Pablo d’Ors en su Biografía del silencio.
La tiranía de la felicidad
La posmodernidad ha traído en su ramillete de imperativos uno muy concreto: ser feliz a toda costa. Pero la obsesión por ser felices –y serlo siempre, todo el tiempo– suele condenar a la gente a la infelicidad. «Vivimos una época en la que la felicidad se ha convertido en una obligación, y es terrible», matiza Matusevich. Si no eres feliz, resulta que a ojos ajenos eres un inútil, un desclasado anímico, un tonto de capirote. Eso sin olvidar que, como recuerda Dessal, «la idea de que la felicidad sería el mejor estado del hombre no ha podido ser demostrada».
Pablo d’Ors, sacerdote y escritor: «El mundo no es un pastel que yo me tenga que comer. El otro no es un objeto que yo pueda utilizar. La Tierra no es un planeta preparado para que yo lo explote»
¿Qué ocurre si no somos felices? Aunque a nosotros nos duela en el alma, al resto del mundo no le ocurrirá absolutamente nada. «La lluvia seguirá cayendo, los pájaros cantando y los perros meando las farolas, independientemente de cómo nos sintamos nosotros. Tengo un hijo de 17 años que tiene una sana capacidad de disfrutar las cosas con alegría, interés y curiosidad. No quiero provocarle una psicopática obligación de ser feliz y que un día, al ver que no puede serlo de manera permanente, añada a ese contratiempo la presión de vivir disimulando su frustración por no alcanzar esa utopía», reivindica Méndez. «Deploro la actual tiranía ambiental de estar obligado a ser feliz de modo permanente. Con conseguir el máximo número posible de momentos de alegría me conformo. Me niego a no poder sentir rabia, pena o melancolía», remata.
Es difícil hacerlo cuando todo te empuja a presumir de la felicidad. Las redes nos empujan a mostrar la parte más luminosa de nuestra vida y a obviar su cara oscura, lo que se traduce en un sentimiento de culpabilidad si no logras sentirte bien en medio del maremágnum de felicidad que te rodea: nuestras penas parecen peores si todos los demás no paran de sonreír. Sobre esa obligación social de ser felices ha escrito ampliamente José Antonio Marina, que cuestiona la llamada industria de la felicidad, «como si pudiera convertirse en un producto que consumimos a placer». Con esa mercantilización de la dicha, la felicidad se convierte en una palabra «prostituida», advierte el filósofo.
Sabemos que hay sufrimiento, y melancolía, y tristeza y muerte. Pero hasta el dolor, según Lostalé, propone una insólita felicidad: la de la purificación. A pesar de todo, este sigue siendo un mundo en el que merece la pena vivir, aunque no siempre seamos capaces de verlo. Quizá la dicha eterna no sea un punto al final del camino, sino una sucesión de paisajes que encuentras en el trayecto. Como diría García Márquez, «mientras tanto, tóquenle música, llenen la casa de flores, hagan cantar los pájaros, llévenla a ver los atardeceres en el mar y denle todo lo que pueda hacerla feliz. No hay medicina que cure lo que no cura la felicidad».
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