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Siglo XXI

Código abierto: la resistencia del internet libre

Internet nació con vocación de libertad, pero hoy está dominado por gigantes tecnológicos que concentran datos, control e innovación. Frente a ellos, los proyectos de código abierto reivindican un Internet más democrático.

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29
octubre
2025

Internet fue concebido como un espacio abierto, colaborativo y sin fronteras, donde la innovación debía fluir de manera horizontal. Sus arquitectos soñaban con una red descentralizada que perteneciera a todos y a nadie a la vez. Sin embargo, tres décadas después de su popularización, aquel ideal parece cada vez más lejano. La experiencia cotidiana en línea está mediada por unas pocas corporaciones que controlan servicios, infraestructuras y algoritmos, definiendo qué vemos, qué compartimos y qué consumimos. Y es que Google, Meta, Apple o Amazon concentran la mayoría del poder económico y político que deriva de la gestión de datos a gran escala.

En este contexto, hablar de código abierto ya no es únicamente una cuestión técnica. Se trata de una apuesta ideológica y política por recuperar los principios fundacionales de la red: la cooperación, la transparencia y la distribución del conocimiento. Proyectos recientes como DeepSeek, un modelo de inteligencia artificial de código abierto, han devuelto al centro del debate una pregunta fundamental: ¿puede sobrevivir un internet libre frente al dominio de las grandes tecnológicas?

El movimiento de software libre y de código abierto tiene raíces que se remontan a los años 80, con figuras como Richard Stallman y la Free Software Foundation. La premisa era sencilla: el software debía poder ser usado, estudiado, modificado y compartido libremente. Esa filosofía dio lugar a proyectos que hoy resultan imprescindibles en la infraestructura digital global, desde el sistema operativo Linux hasta el navegador Firefox o la suite de ofimática LibreOffice.

El movimiento de software libre y de código abierto tiene raíces que se remontan a los años 80

Durante mucho tiempo, el código abierto fue considerado una alternativa marginal frente al software propietario. Sin embargo, la realidad lo desmintió: gran parte de los servidores de internet funcionan gracias a Linux; Android, el sistema más usado en smartphones, se basa en código abierto; y herramientas como Apache o MySQL sustentan millones de sitios web en todo el mundo. Es decir, sin el software libre, internet no existiría tal y como lo conocemos.

La diferencia esencial con el software propietario es que el abierto no depende de una sola empresa. Cualquiera puede auditar su funcionamiento, corregir errores y adaptarlo a nuevas necesidades. Esa apertura garantiza un nivel de democratización que choca frontalmente con el modelo de concentración actual, donde unas pocas corporaciones deciden cómo debe evolucionar la red y qué usos están permitidos.

La irrupción de DeepSeek, un modelo de inteligencia artificial chino lanzado como alternativa abierta a los grandes sistemas cerrados de OpenAI o Google, ha sido interpretada como una señal de resistencia. Frente al secretismo de los gigantes tecnológicos, DeepSeek permite que la comunidad estudie su arquitectura, explore sus limitaciones y construya nuevas aplicaciones a partir de ella. La apuesta es clara y se basa en devolver al usuario parte del poder que hoy se concentra en unos pocos laboratorios de Silicon Valley.

Sin embargo, esta libertad no está exenta de tensiones. Una de las críticas habituales al código abierto es que, al permitir acceso completo al código, aumenta el riesgo de vulnerabilidades y de usos maliciosos. Si cualquiera puede modificar un programa, también puede explotarlo con fines dañinos. Este dilema entre libertad y seguridad es hoy uno de los ejes centrales en la discusión sobre el futuro de internet.

El auge de la inteligencia artificial ha intensificado aún más este debate. Modelos como ChatGPT, de OpenAI, se presentan como productos cerrados, bajo estrictos contratos de uso, con el argumento de que así se previenen riesgos sociales, éticos y de seguridad. Al restringir el acceso al código, las compañías afirman proteger a los usuarios frente a posibles abusos. Pero esa misma opacidad genera desconfianza: ¿qué criterios utilizan los algoritmos para filtrar información? ¿qué sesgos reproducen? ¿quién garantiza que no se usen los datos con fines comerciales o políticos?

Una de las críticas habituales al código abierto es que aumenta el riesgo de vulnerabilidades y de usos maliciosos

El código abierto, en cambio, permite que cualquier experto pueda auditar, detectar fallos y proponer mejoras. Esa transparencia genera confianza, pero también abre la puerta a que personas con menos buenas intenciones utilicen el mismo conocimiento para diseñar malware o sistemas de desinformación. La pregunta, entonces, no tiene una respuesta sencilla: ¿es preferible un ecosistema cerrado, seguro pero controlado por unos pocos, o uno abierto, libre pero con mayores riesgos de mal uso?

En el terreno económico, la cuestión también es decisiva. El software abierto democratiza la innovación porque reduce las barreras de entrada: startups, universidades o comunidades de desarrolladores pueden trabajar con herramientas de primer nivel sin depender de licencias costosas. De hecho, muchas de las grandes innovaciones digitales de las últimas décadas nacieron en entornos abiertos y colaborativos. Sin embargo, en el modelo actual, esas innovaciones acaban siendo absorbidas por las grandes corporaciones, que las privatizan y convierten en servicios de pago.

El ejemplo de internet en sí mismo es revelador. Concebido como una red descentralizada, su evolución ha desembocado en una centralización casi total de servicios: motores de búsqueda dominados por Google, redes sociales controladas por Meta, sistemas operativos en manos de Apple o Microsoft. El resultado es una paradoja y el espacio que nació como sinónimo de libertad es hoy uno de los mayores exponentes de concentración de poder.

A pesar de ello, la cultura del código abierto no ha desaparecido. Al contrario, se ha adaptado a las nuevas circunstancias. Iniciativas como Mastodon —una red social descentralizada basada en software libre— o la propia DeepSeek son intentos de devolver al usuario un protagonismo que había perdido. Aunque todavía minoritarios, estos proyectos demuestran que existe un deseo latente por recuperar un internet más libre, más participativo y menos dependiente de los monopolios.

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