Sobre la verdad y mentira en política
Si no importa que desde el poder político se intente confundir a la ciudadanía para que no distinga entre lo que es verdad y lo que es mentira, ¿qué lugar queda para la crítica pública?
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COLABORA2024
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Cuando hace escasas semanas se anunció el nombramiento del nuevo jefe del gabinete del presidente del Gobierno, don Diego Rubio, no dejó de llamarme la atención su perfil: licenciado en Historia, premio fin de carrera y doctorado en Oxford con la tesis La ética del engaño.
He de reconocer que, a pesar del interés que me despertaba esa tesis doctoral y por mucho que la busqué por internet, hasta donde pude investigar, no la encontré publicada. Sí encontré, sin embargo, un artículo suyo publicado en la revista Política exterior, que llevaba por título «La política de la posverdad» y que hacía un recorrido histórico sobre el empleo del engaño y la mentira en política.
«La mentira –escribía el hoy jefe de Gabinete del Presidente de Gobierno de España– ya formaba parte de la democracia griega hace 2.500 años. Tucídides y Jenofonte describen en sus historias las argucias de demagogos como Cleón o Alcibíades, quienes utilizaron el engaño para desacreditar a sus rivales, despertar prejuicios y alimentar esperanzas entre los ciudadanos menos instruidos. Esta conducta fue condenada por Aristóteles, pero encontró apoyo en pensadores como Tácito, Quintiliano o Platón, para quien los gobernantes del Estado tienen permitido mentir en sus tratos con sus enemigos o sus propios ciudadanos».
»…En el siglo XVI, Maquiavelo y otros humanistas europeos retomaron esta idea y la elevaron al rango de norma general en la praxis política. En oposición a sus predecesores medievales, Maquiavelo se propuso crear una teoría del poder basada «en la verdad factual de las cosas (verità effettuale della cosa) más que en la visión imaginada de estas». Según Maquiavelo, la misión principal del gobernante no era la de servir como modelo ético a sus súbditos, sino la de «conservarse en el poder» y, así, asegurar la prosperidad del Estado, para ello – explica en el capítulo XVIII de El Príncipe–, este debía «seguir el ejemplo del zorro, saber disfrazarse bien y ser hábil en fingir y en disimular», mintiendo y «rompiendo sus promesas» cuando «semejante observancia vaya en contra de sus intereses». Estos engaños, explicaba Maquiavelo, no solo eran legítimos en virtud de su practicidad, sino también fáciles de acometer, ya que los hombres son tan simples y están tan centrados en las necesidades del momento, que aquel que engaña encontrará siempre quien se deje engañar». Hasta aquí la cita.
Recordé entonces el pequeño ensayo de Hannah Arendt, que escribiera la filósofa judía de origen germano tras la publicación de los papeles del Pentágono que hicieron dimitir a Richard Nixon como presidente de los Estados Unidos, La mentira en política (Página indómita, 2017) y en el que afirmaba: «Mentir constantemente no tiene como objetivo hacer que la gente crea una mentira, sino garantizar que ya nadie crea en nada. Un pueblo que ya no puede distinguir entre la verdad y la mentira no puede distinguir entre el bien y el mal. Y un pueblo así, privado del poder de pensar y juzgar, está, sin saberlo ni quererlo, completamente sometido al imperio de la mentira. Con gente así, puedes hacer lo que quieras».
Hannah Arendt distingue dos tipos de verdades, la referida a los hechos y la que tiene que ver con las ideas u opiniones
No animaba Arendt a adoptar el engaño como medio de sometimiento de la ciudadanía, más bien al contrario: si su pensamiento se caracteriza por algo es por su radical enfrentamiento al totalitarismo, caracterizado por el falseamiento de la verdad y la persecución del disidente.
Hannah Arendt distingue dos tipos de verdades, la referida a los hechos y la que tiene que ver con las ideas u opiniones, susceptibles de defensa argumental, y critica tanto el falseamiento de los hechos como la pretensión maniquea de presentar las propias ideas como verdades inmutables.
Precisamente el desprecio por la verdad de los hechos y la creación de una realidad paralela intolerable a la crítica, que caracteriza a los totalitarismos de uno u otro signo, es para Arendt lo que lleva a la destrucción de la política.
Por el contrario y a la inversa, los regímenes democráticos se enriquecen y perfeccionan con la transparencia sobre los hechos y la disputa argumental y deliberativa de todas las opiniones. Es la objetividad de los hechos la que no puede ser manipulada por la política y la que debe convertirse en una exigencia ciudadana para los políticos, y son estos quienes deben debatir las ideas y no impedir al que disiente ese debate.
Arendt critica tanto a los «profesionales de la verdad», que tratan de imponer de manera autoritaria sus ideas, como a los que falsean y manipulan la realidad, hoy diríamos también a quienes tergiversando los hechos tratan de crear una realidad paralela y se amparan en el respaldo mayoritario de la población para darle pábulo.
Si mentir no importa y lo único que importa es tener a la mayoría de parte de uno, ¿qué balance ético podemos esperar de la política? Si no importa que desde el poder político se intente confundir a la ciudadanía para que no distinga entre lo que es verdad y lo que es mentira, entre lo correcto de reconocerla y divulgarla y lo incorrecto de manipularla y falsearla, ¿qué lugar queda para la crítica pública?
Cómo escribe Tzvetan Todorov en Los abusos de la memoria (Paidós, 2000): «Ninguna institución dentro del Estado debería poder decir: usted no tiene derecho a buscar por sí mismo la verdad de los hechos, aquellos que no acepten la versión oficial del pasado serán castigados».
En definitiva, el reconocimiento y protección por parte del Estado tanto del derecho a recibir información veraz, dando ejemplo de transparencia a través de una información activa, comprensible y cierta sobre sus actividades, como del derecho de todos los ciudadanos, también de los adversarios políticos, a expresar y difundir libremente los pensamientos, ideas y opiniones, ambos reconocidos como derechos fundamentales en la Constitución española de 1978, son uno de los pilares esenciales del estado democrático, el cual se degradaría de manera palmaria tanto si las instituciones del Estado falsearan u ocultaran la verdad fáctica como si limitasen el derecho a expresar y difundir las variadas opiniones e interpretaciones de la misma.
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