Pensamiento

La mala salud de las buenas mentiras

La mentira forma parte de la verdad, al menos a nivel filosófico, pero las mentiras también están a medio camino entre el ser y no ser. Se asientan en el territorio de las apariencias.

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10
agosto
2023

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Tras escuchar en un vídeo de YouTube al filósofo Gustavo Bueno su reflexión sobre La mentira y la mentira política he llegado a dos conclusiones, lo cual no es poco teniendo en cuenta que entender al filósofo de Santo Domingo de la Calzada requiere una gran sobriedad de pensamiento, en primer lugar; que lo más científico es dejar que la duda ilumine la próxima elucubración, en segundo; y que la dualidad es una forma de no concluir, en tercero:

  • la primera es que, filosóficamente, la mentira forma parte de la verdad
  • y, la segunda, que la mentira está a mitad de camino entre el ser y el no ser, en un territorio donde habita la apariencia.

La primera afirmación nos permite establecer una relación entre la calidad de las verdades y de las mentiras. Así, en la medida en que la mentira se hace más barata, la verdad, en contra de la lógica mercantil, también baja su valoración. A este efecto deflacionista de la credibilidad general contribuye que el embuste se ha vuelto más frecuente y abundante, lo cual, en aplicación de la ley de la oferta y la demanda, produce un descenso del precio que hay que pagar por él.

La segunda aseveración nos conduce a las arenas movedizas de la apariencia, donde a menudo la verosimilitud es más importante que los hechos. Uno de los axiomas de la comunicación política, allí donde el cinismo ha perdido la vergüenza, reza que «no importa la verdad, sino lo que es verosímil». Cuando era candidato a la presidencia, Donald Trump convenció a muchos de sus seguidores de que iba a construir un muro en la frontera entre Estados Unidos y México. Su promesa resultaba verosímil porque, de hecho, el obstáculo ya existe en forma de vallas metálicas, fosos, ríos y desierto. Menos creíble era su segunda añagaza de que tal muro lo iban a pagar los mexicanos.

Uno de los axiomas de la comunicación política, allí donde el cinismo ha perdido la vergüenza, reza que «no importa la verdad, sino lo que es verosímil»

El muro entre ambos países fue una de sus primeras mentiras cuando accedió a la carrera presidencial. Ya en la Casa Blanca, Trump se convirtió en un mentiroso compulsivo. De hecho, The Washington Post contabilizó más de 30.000 mentiras en un período comprendido entre el 20 de enero de 2017, fecha de su toma de posesión, y el 12 de enero de del 2021. Su primera patraña como presidente data de ese primer día de mandato, cuando negó que hubiese llovido durante la ceremonia de toma de posesión y realmente llovió a cántaros.

Cuando el hombre más poderoso de la Tierra miente a diestro y siniestro y no pasa nada (al menos hasta la fecha, aunque tiene abiertos varios procesos judiciales), el común de los mortales pierde el miedo a la trola. La consecuencia es la creación de un clima de descrédito y desconfianza que permea de arriba abajo y socaba los cimientos de las instituciones y de la propia democracia.

Las engañifas de Trump han sido, en general, pobres y fácilmente desmontables, pero han provocado muertes. En enero de 2020, cuando el coronavirus ya dejaba sentir sus trágicos efectos, Trump dijo en una rueda de prensa que la enfermedad era «como una gripe», que estaba «totalmente bajo control» y «desapareciendo». Un año después habían fallecido como consecuencia de la covid-19 cerca de 400.000 estadounidenses.

Donad Trump es algo más que un ejemplo, es un síntoma de que la verdad ha perdido relevancia en la escala de valores de las personas. Que las mentiras, además, sean poco sofisticadas se debe a que, al contrario de lo que pregona el dicho popular, tienen las patas largas, pues llegan lejos en poco tiempo. La superficialidad e inmediatez de las redes sociales provoca que los embustes circulen a la velocidad de la luz en forma de tuits, posts, vídeos y memes.

Lejos parecen quedar los tiempos en los que los engaños se construían con mimo y grandeza.

En el momento de su muerte (323 a.C) Alejandro Magno no se creía hijo del rey Filipo de Macedonia, sino de Zeus. Su propia madre, Olimpia, había alimentado esa querencia divina por su supuesta conexión familiar con Aquiles, el héroe de Troya según La Iliada de Homero. Buen conocedor de los mecanismos del poder, Alejandro utilizó su pretendida ascendencia divina para someter a diversos pueblos. Tras arrebatar Egipto a los persas, visitó el templo de Amón-Ra en el oasis de Siwa, de donde salió la noticia de que el dios local se había puesto en contacto con él para hacerle saber que le consideraba su hijo. Los propagandistas de Alejandro hicieron correr la noticia para lograr la aceptación, incluso la adoración, del pueblo recién conquistado.

Aunque podríamos considerar que «una buena mentira» es un oxímoron, la historia está jalonada de embustes sólidamente construidos, con un objetivo ambicioso y protagonizados por grandes personajes, algunos realmente perversos.

Hoy la mentira es de uso común y es aceptada en muchos casos como un pecado venial. En política incluso es concebida como una estrategia, tal y como explica Jonathan Swift en El arte de la mentira política. Esta obra es una mentira en sí misma puesto que no fue escrita por Swift, sino por su amigo John Arbuthnot, como él mismo reconoció a posteriori. En este ensayo se puede leer que «a veces la mejor forma de combatir una mentira no es con la verdad, sino con otra mentira». El autor apela de nuevo a la verosimilitud de esta segunda falsedad para desarmar a la primera.

Cuando las mentiras se tapan con otras mentiras la ciudadanía queda desnuda de confianza. Tal vez la recuperación de la verdad no se estimule apelando a ella, sino elevando la calidad de la mentira. Así, cuanto mayor sea la manipulación de los hechos, más valor otorgaremos al rigor y la honestidad en su selección, análisis y transmisión. Esta sociedad merece mejores mentirosos y, sobre todo, mejores cuentos.

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