Sociedad

¿Y si de verdad eres un impostor?

Se habla, y mucho, del llamado «síndrome del impostor», el estado anímico que nos lleva a creer que no merecemos la pertenencia a un estatus o la posibilidad de realizar ciertas actividades. Pero ¿qué sucede en el caso de que la impostura sea real?

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24
marzo
2023

El «síndrome del impostor» está de moda. Miles de personas aseguran sufrirlo en su día a día, frente a sus aspiraciones. De hecho, los expertos aseguran que, al menos, tres de cada cuatro mujeres del primer mundo experimentan este síndrome en el desarrollo de sus carreras laborales. No es para menos. Es humano, y fácil, sentirse abrumado frente a las expectativas de los demás, y cuando existen techos de cristal o dificultades sistémicas, la sensación de angustia y de incapacidad amenaza con incrementarse. 

Sin embargo, al legítimo síndrome del impostor se une la impostura en sí misma. ¿Qué ocurre cuando en vez de toparnos con alguien capaz que no se siente tal nos encontramos con una persona que finge ser o poder lo que no es ni puede?

La impostura, una actitud eterna

Hablar de sociedad es hacerlo de impostura. Permanentemente. Es más, los seres humanos somos incapaces, hoy por hoy, de socializar sin manifestar algún grado de grandilocuencia. En parte, porque si bien la realidad es definida y ajena a nuestro propio pensamiento, para movernos por la existencia precisamos de cierta conciencia que ha de generarse a partir de la experiencia, de nuestras percepciones, de la intuición, de la reflexión y de la cultura que aprendemos. Creamos narraciones de lo que existe y de lo que no: inventamos relatos a cada instante que bien pueden coincidir en mayor o menor grado con la realidad de las cosas o bien ser ajenos a ella. Y como vivir exige enfrentarse a múltiples circunstancias desde la feliz miopía de conocer únicamente el instante presente, surge de inmediato la necesidad de crearnos una idea propia de aquello a lo que nos enfrentamos, sea el reto de las exigencias de un nuevo puesto de trabajo, la crianza de nuestro hijo cuando nazca o la expectativa de un primer amor.

Al menos tres de cada cuatro mujeres del primer mundo experimentan este síndrome en el desarrollo de sus carreras laborales

En este caso, la invención, aunque pueda estar nutrida de la creencia de que se es más capaz de lo que se es, se convierte en un mecanismo mental que nos protege frente a la duda, evitando o rebajando la angustia que acabaríamos sintiendo ante la indeterminación. Ahora bien, una cosa es cómo construimos percepciones y otra el impulso que nos propicia la convivencia en grupo. Aquí es cuando surge el problema con la impostura. El primer daño lo sufre el impostor verdadero cuando, para hacer creer a los demás lo que sabe muy bien que no es, se autoconvence. Y la única manera de poder engatusar a los semejantes consiste en diseñar una identidad ficticia, un personaje; es decir, el que el mentiroso desearía ser, para obrar como tal.

Obviamente, satisfacer este peaje no sale precisamente gratis. Jugar a representar obras de teatro mentales, dando una imagen al resto muy diferente de lo que se es, conduce a trastornos de personalidad a medio y a largo plazo, como la depresión, la bipolaridad o la esquizofrenia en alguna de sus manifestaciones clínicas. A fin de cuentas, censurar la propia personalidad (negar la identidad es negarse a sí mismo), esconder problemas de autoestima y todos los vicios o defectos del carácter que deberían ser sometidos a la autocrítica produce una disociación de la concepción del ser y del estar. 

Luego llegan los problemas con los demás. El impostor, interpretando su personaje, se convierte en un magnífico manipulador. ¿Cómo no creer a quien parece ser y se muestra absolutamente confiado de lo que aparenta ser? Se necesitan grandes dosis de reflexión y de intuición para averiguar al impostor antes de que nos dañe de alguna manera. No obstante, el daño que esta clase de impostura genera en la sociedad es mínimo, y el motivo es simple: como la realidad es la que es en sí misma y no lo que decimos de ella, tarde o temprano el impostor acaba quedando descubierto ante los hechos. Un ejemplo muy notorio fue el caso de Elizabeth Holmes, una empresaria que engañó a múltiples inversores de Silicon Valley para desarrollar su técnica de extracción de sangre sin necesidad de agujas.

Jugar a representar obras de teatro mentales, dando una imagen muy diferente de lo que se es, conduce a trastornos de personalidad a medio y a largo plazo

Los más sibilinos y astutos se trasforman en magníficos manipuladores que van esquivando las balas perdidas que significan para ellos todas las personas que les descubren en su falsa identidad. En este caso, los impostores, ante el temor de que se corra la voz de su verdad, intentan agredir a quienes los descubren, atacando a sus carreras laborales, intentando quebrar sus afinidades sociales con calumnias y mentiras, aprovechando la influencia que su trabajada imagen tiene sobre ellos. Pero, al final, a todos les sucede lo mismo: si no acaban derrotados en alguna de sus impúdicos conflictos contra un adversario capaz terminarán cambiando de ambiente, de grupo o de profesión para salvaguardar así su modo de vida. 

Por supuesto, hay un tercer tipo de impostura, la más generalizada, que es la que todos, en alguna medida, hemos cometido en grupo desde la niñez. Se trata de pequeñas mentiras vertidas hacia los demás para hacer creer que algo que es verdad posee una dimensión o trascendencia mayor de lo que tiene. O sea, cuando se anda sacando pecho para quedar bien, generar buena impresión o encajar en un grupo. Aunque es una práctica perversa, ¿qué buen amigo no perdonaría una mentirijilla? Esta práctica es fruto de una falta de reflexión y de respeto a uno mismo, pero también está propiciada por una sociedad que defiende la apariencia antes que la esencia.

¿Nos excusamos en los síndromes?

Que existe el estado de ánimo en el que nos podemos sentir incapaces o inadecuados para ciertas acciones o posiciones sociales es evidente. Sin embargo, desde los años noventa del pasado siglo, el concepto de «síndrome» se ha popularizado vertiginosamente en torno a disciplinas clínicas como la psiquiatría debido al aumento del estudio de casos clínicos, entre otras causas. Unida esta circunstancia al acceso masivo a información de todo grado de calidad en internet es fácil encubrir vicios o defectos bajo síndromes que endulcen nuestras carencias. 

En realidad, deben ser los profesionales de la psicología y de la psiquiatría quienes determinen con rigor si se padecen síndromes que afectan a la salud mental, y no «doctor Google». Sí es recomendable, en cambio, la introspección. Es decir, revisar la conducta propia para descubrir en qué fallamos o en qué aspectos vamos por buen camino para nuestro propio equilibrio psicológico. Y si descubrimos motivos para consultar a nuestro médico de confianza, hacerlo sin duda alguna. Porque casi siempre mejor soportar la verdad que ahogarnos en la nadería de la mentira. 

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