Sociedad

«Al ser compartida, la vergüenza se convierte en ira»

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06
febrero
2024

Existen diferentes tipos de vergüenza: la vergüenza del clan, la vergüenza digital, la vergüenza narcisista, la vergüenza ideosocial, la vergüenza del justo, la vergüenza del mundo… Pero todas ellas tienen algo en común: son una mezcla de rabia y de tristeza que confluye hacia un mismo punto. Y, como explica el filósofo francés Frédéric Gros (1965) en su libro ‘La vergüenza es revolucionaria’ (Taurus, 2023), pueden sublimarse y adoptar la forma de una ira colectiva y orientada. Hablamos con él.


¿Por qué «la vergüenza es el mayor afecto de nuestros tiempos»? ¿En qué momento su frontera con la culpa se vuelve porosa?

La vergüenza se ha convertido en un afecto mayor hoy en día por varias razones, pero todas ellas tienen un vínculo con la especificidad de nuestro mundo actual. Es, en primer lugar, la importancia de las redes sociales la que ha puesto la «imagen pública» en el centro de las preocupaciones individuales, ahora sujeta a variaciones cuantificables como si fueran valores bursátiles, o incluso a operaciones de bashing, de vapuleo masivo. Es también la magnitud de la desigualdad de la riqueza y las condiciones de vida. Estas se han vuelto tan abismales que ya ni siquiera podemos hablar de injusticia para describir nuestros tiempos: las desigualdades se han vuelto simple y llanamente obscenas. Además, respondiendo a la segunda parte de tu pregunta, es a partir del momento en que esta «imagen pública» se fusiona con el «yo interior» que la frontera con la culpa se vuelve porosa: la aprehensión suscitada por el problema de «lo que los demás piensan de mí» y la ansiedad de lo que «pude haberle hecho al otro» terminan juntándose en una mezcla impura.

Escribe que «la vergüenza parece surgir siempre de la aparición del otro». ¿Está siempre relacionada la vergüenza con un cierto narcisismo, con la caída del yo frente a los otros? Mejor dicho, ¿a una vergüenza-fobia?

Es Sartre quien muestra que la vergüenza está ligada a la obsesión, al daño de la mirada del otro: una mirada que juzga, una mirada que desprecia. Es cierto que la vergüenza suele entenderse dentro de una lógica social: nos sentimos menospreciados o simplemente burlados. Sentir vergüenza es, por tanto, depender de la mirada de los demás. Este es todo el secreto de la fragilidad del narcisismo: solo puedo amarme a mí mismo comprobando constantemente que el otro cree que soy fantástico. Narciso, vivo en realidad perpetuamente bajo la amenaza de una reversión del juicio social. Pero creo que esta vergüenza, la patológica, no contiene toda la verdad de la vergüenza. Esto último también tiene una fuerza de reversión política y no solo está ligado a la «autoimagen» sino también a la idea que tengo de la humanidad.

«Sentir vergüenza es depender de la mirada de los demás»

En medio de la sobreexposición, del constante marketing de uno mismo, ¿queda la vergüenza solo en el ámbito del miedo a la cancelación, del linchamiento digital?

Creo que no debemos dejarnos fascinar por esta vergüenza digital, que puede generar verdaderos traumas psicológicos pero que al mismo tiempo nos lleva a definir la vergüenza sobre todo como un veneno destructivo para el alma. Podemos intentar definir una vergüenza superior, un alejamiento de la simple vergüenza social: la vergüenza como expresión de la ira, de la indignación. Es entonces el sistema de lo que tan acertadamente llamas «marketing de uno mismo» el que debe avergonzarnos, lo que debe generar una vergüenza pero esta vez política, que critica, que denuncia y que lucha.

Dice que «es el estereotipo en sí lo que humilla; las posibilidades quedan limitadas de manera autoritaria». ¿Por qué es la reducción a estereotipos una forma tan flagrante de vergüenza interseccional?

En todo estereotipo hay una forma de caricatura y siempre es doloroso sentirse reducido a una caricatura. De hecho, hay una especie de confinamiento en el cliché que es vergonzoso. Fue una frase de James Baldwin la que me hizo ver esto: «Me avergonzaba de la vida en la Iglesia, me avergonzaba de mi padre, me avergonzaba el blues, me avergonzaba el jazz y, por supuesto, me avergonzaba la sandía. Todo esto eran los estereotipos que este país impone a los negros». Ahí encontramos una lucidez cruel e impresionante.

«El ‘superyó’ publicitario ha reemplazado todos los viejos tabúes religiosos»

Históricamente, se ha avergonzado a las mujeres por su físico y por sus decisiones familiares para que se ajusten al ideal social. ¿Cómo liberarse de los ideales opresivos que maquinan a través de la vergüenza?

Creo que la solución no puede ser individual. La vergüenza encierra a toda mujer en el sufrimiento por lo cual lo calla y no lo comparte, y es en la soledad donde ella se mide con estos ideales contemporáneos de performance ¡que acaban incluso culpabilizando el cuerpo! En este sentido, la publicidad ha constituido una máquina formidable para fabricar obediencia y conformismo. El «superyó» publicitario ha reemplazado todos los viejos tabúes religiosos. Debemos liberarnos de esto a través de la risa, de la crítica política, de la formación de colectivos de resistencia, de la amistad como arma de protección contra la sociedad en todas sus formas más opresivas. Esta es la sabiduría más antigua de los antiguos epicúreos: la amistad no está hecha para protegernos de la soledad, sino de la sociedad.

Esta época organiza una «superposición sistemática de las tres vergüenzas»: moral, narcisista e ideosocial. ¿Cómo salir del «ideal de rendimiento»?

Las sociedades siempre han hecho caminar a sus miembros hacia la vergüenza: era necesario producir un comportamiento conformista y estigmatizar cualquier desviación. Pero la característica de nuestras sociedades contemporáneas es, paradójicamente, haber promovido al individuo (cada uno debe encontrar y expresar su singularidad única) y haber inventado máquinas para normalizar cuerpos e ideas. Nietzsche, semejante visionario, entendió esto perfectamente hace más de un siglo cuando escribió: «Antes el yo se escondía en el rebaño, ahora es el rebaño el que se esconde en lo más profundo del yo».

Afirma que «la filosofía no tiene otra función, otra utilidad pública, que la de avergonzar a los terroristas de la verdad». ¿Quiénes son estos?

Son los dogmáticos, los convencidos, los que «saben», los creyentes… Si por «verdad» se entiende –lo cual me parece una definición correcta– eso que hace pensar, entonces se entiende que los terroristas de la verdad son expertos cuya misión es silenciar a la gente a través de su palabra. Desde el momento en que pedimos la palabra a un experto es para cerrar el debate, para impedir la discusión. Escribí «terroristas» pero también podría haber dicho «fanáticos de la verdad». «No es la duda lo que enloquece, es la certeza», decía Nietzsche. Pero no se trata entonces de alabar el escepticismo –pues los escépticos son servidores de los fanáticos–, sino la búsqueda: la verdad es, ante todo, lo que buscamos siempre.

«Incluso la empatía se ha vuelto sesgada»

Ante la coyuntura bélica en Gaza e Israel, ¿se incrementa la «vergüenza del mundo»? ¿O se trata más bien de una «vergüenza del justo»?

La situación actual en Oriente Medio es una vergüenza para la humanidad. Las masacres del 7 de octubre perpetradas por Hamás, al igual que los bombardeos que afectan a la población civil, son una vergüenza para la humanidad. Que las despreciables matanzas de Hamás puedan presentarse como actos de resistencia o que el bombardeo indiscriminado de Gaza pueda justificarse como medida de autodefensa, estas dos justificaciones deberían provocar una vergüenza llena de rabia, una ira no partidista porque tiene que ver con nuestra historia, con nosotros mismos, nos concierne a todos: es la humanidad entera la que aquí y allá se deshonra a sí misma. Descubrimos cada vez más en los debates públicos hasta qué punto incluso la empatía se ha vuelto sesgada: expresar compasión por los rehenes es inmediatamente volverse sospechoso de olvidar a los niños de Gaza y viceversa. La vergüenza, ante este nivel de ira política que le atribuyo, es verdaderamente universal. Vergüenza de ser hombre, escribió Primo Lévi, que significa a la vez ira contra los demás (por lo que hacen) y contra nosotros mismos (porque dejamos que suceda), pero también rabia ante la impotencia. Este es el único sentimiento que me parece hoy a la altura de la situación.

¿Es entonces la ira el siguiente paso tras la vergüenza? ¿Una forma de buscar justicia?

Eso creo, o más bien eso espero. Pero a condición de notar que la verdadera diferencia está entre la ira reprimida que se transforma en odio contra uno mismo y la ira compartida que alimenta las revueltas y la indignación. El problema de la vergüenza es que si permanece encerrada en un corazón herido, se transforma en desprecio de uno mismo, en la forma de «tienen razón en despreciarme, es verdad que no valgo nada». Pero al ser compartida la vergüenza se convierte en ira: «Es el sistema el que causa vergüenza, es el sistema el que es una basura, no nosotros». Esta alquimia alimenta todas las grandes revueltas, como descubre Marx cuando escribe –justo después de haber observado que «la vergüenza es ira, ira reprimida»–: «Si todo un pueblo se avergonzara, sería como un león listo para el ataque».

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