Dostoievski, genio del humor
El Fiódor Dostoievski que la posteridad, tan amiga de los iconos apolillados, quiso coronar como un Job eslavo, lúgubre y profético, fue en realidad un maestro del humor.
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Este verano me dio por releer toda la obra de ese ruso de alma zumbona que, en mi mocedad, tomé por mártir de las alcantarillas morales. ¡Nada más lejos de la realidad! Dos décadas después descubro a un cirujano coñón que se ríe del alma humana mientras la abre en canal con un escalpelo. El Dostoievski que la posteridad, tan amiga de los iconos apolillados, quiso coronar como un Job eslavo, lúgubre y profético, fue en realidad un genio del humor.
Sus tragedias avanzan a trompicones, entre cuerpos que se estrellan contra las ideas. ¿Qué es Crimen y castigo sino una comedia de slapstick? La nariz roja y los tropiezos febriles de Raskólnikov, las idas y venidas de Razumijin, el juego del gato y el ratón con Porfirio Petrovich, los malentendidos… Cada réplica del juez empuja al asesino solemne al ridículo, hasta que el héroe trágico se revela como un payaso encajonado en su propio monólogo. Crimen y castigo es una concatenación de enredos.
Iré más lejos y diré, sin temor a la exageración, que Dostoievski es el inventor del cringe. La sabiduría se aparece a los torpes antes que a los sabios y el conocimiento brota del tropiezo. En El idiota se consuma el arte de la escena bochornosa: la fiesta de cumpleaños de Nastasia Filíppovna, que termina con los billetes arden en la chimenea. ¿No es un gag sublime ver el dinero convertido en llama grotesca mientras los presentes contemplan la escena con estupor y codicia? Por no hablar del late night en que el viejo general Ivólguin, experto fabulador, y el insufrible Ferdyshchenko exponen sus vergüenzas. El anatomista de la incomodidad moral se luce con El idiota: bondadoso loco, epiléptico de la pureza, precursor espiritual de los inocentes de Ricky Gervais; Mishkin no desentonaría en Derek, como Fiódor Pávlovich no desentonaría en After Life.
Si en Los hermanos Karamázov, el stand-up del patriarca Fiódor Pávlovich ilumina la santidad de Zósima, obligándola a soportar su espejo deformante, Los demonios lleva la farsa al estallido, pintando a los conspiradores como un pelotón de nepobabies que juega al Armagedón en los salones de sus papás. Ningún otro autor podría describir con tanto tino los espasmos de criaturas patéticas y verborrágicas, repentinamente desnudas ante el espejo, y al mismo tiempo hacerlo con tanta compasión.
Iré más lejos y diré, sin temor a la exageración, que Dostoievski es el inventor del ‘cringe’
Claro que antes de levantar catedrales metafísicas, Dostoievski regentó un circo, quizá por aquello de que conviene ser cocinero antes de fraile. En La aldea de Stepánchikovo Foma Fómich predicaba la virtud mientras devoraba pasteles a dos carrillos y en El cocodrilo los funcionarios medraban en el estómago de un reptil. A mi juicio, alcanza su cima bufonesca en Memorias del subsuelo, donde un monologuista infernal que convierte la self-deprecation en flagelo. Uno se lo imagina en el escenario, micrófono en mano, oreando sus miserias con la sonrisa ladeada de Richard Pryor: el choque con el oficial, las visitas al prostíbulo y la obsesión con el desprecio ajeno son radiografías cómicas de la conciencia. Dostoievski satiriza al hombre susceptible, con la vanidad a flor de piel, que se ofende hasta por el aire que respira.
La editorial Alianza acaba de recuperar El adolescente, novela que muchos tienen por menor y que, no obstante, es una de las más logradas del autor ruso. En ella Dostoievski destila algunos elementos de Los demonios: el conflicto padre-hijo entre Arcadio y Versílov sustituye la retórica política por una intimidad feroz, el demonismo de Stavrogin se hace humano y contradictorio y la «idea fija» se hace más contemporánea. Estamos ante la primera gran novela narrada íntegramente por un joven: familia, ideología, religión y, sobre todo, dinero, dinero, dinero… Arcadio, que es una especie de Goliadkin con acné, predica su «idea del capital» mientras los demás se lo toman a befa. En la caída de este héroe de broma se consuma la revelación: no hay hombre más sabio que el que se sabe payaso.
Ya que sale el nombre de Goliadkin… El protagonista de El doble tiene muy poco del personaje de Gogol, en quien teóricamente se inspira, entre otras cosas porque de personaje pasa rápidamente a caricatura. Lo vemos persiguiendo su sombra por los pasillos ministeriales, saludándose dos veces y quedando reducido a caricatura. Es como si el alma, cuando se contempla demasiado, terminara tropezando consigo misma. Le metafísica de Dostoievski no es precisamente sublime; es una pantomima de lo sagrado en la que Dios, si asoma, lo hace con la torpeza de quien pisa un charco. De ahí su risa, escéptica, compasiva, quizá soteriológica.
En un ensayo titulado Funny Dostoevsky (Bloomsbury), las investigadoras Lynn Ellen Patyk e Irina Erman defienden la deserización de Dostoievski: exorcizar la solemnidad que momificó al ruso durante siglo y medio. Porque deserizar no es frivolizar, sino devolverle el juego, la chispa del homo ludens que, según Huizinga, funda toda cultura. La seriousification indujo a los teólogos del martirologio literario a convertirlo en una suerte de penitente, soslayando su condición de narrador jocoso. ¿A qué esperamos para reivindicarlo? Porque hay risas que degradan y risas que salvan; la suya, mitad divina y mitad picaresca, es de las segundas.
¿Cómo va a ser cómico quien escribe de asesinatos, de la culpa y de Dios?, preguntará el lector solemne. Precisamente por eso, respondemos. El ridículo es la forma moral del juicio: un homicida puede cargar con la culpa, pero no soportar la risa. Por eso Bajtín incluyó a Dostoievski en la tradición de lo jocoserio, la risa que desnuda las certezas y las somete a prueba, emparentándolo con el diálogo socrático y la sátira menipea, donde la verdad nace del encontronazo de voces y de registros. Su comicidad no es por tanto alivio, mero comic relief, aunque prefigure a tantos que hoy lo ejercen, sino el método de quien sabe que la verdad, si es tal cosa, ha de saber reírse de sí misma.
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