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Desigualdad

La desigualdad duele y la biología justifica limitarla

La psicología y la neurociencia han documentado cómo la percepción del bajo estatus social activa los mismos circuitos neurológicos asociados con el dolor físico.

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24
julio
2025

Hace décadas que se recela de las explicaciones biológicas y deterministas del comportamiento humano. Y hay buenas razones para ello: el darwinismo social justificó injusticias terribles con supuestos argumentos científicos. Desde entonces, cualquier intento de acercarse a lo social desde la biología parece ocultar una agenda de derechas.

Hoy esta desconfianza es excesiva. Aquel movimiento fue un desastre político, ético y científico, pero no lo son todas las lecciones que la biología evolutiva ofrece para la organización social.

La cooperación como motor evolutivo

El darwinismo del siglo XIX destacaba el papel de la competencia en el progreso. La «supervivencia del más apto» se ha interpretado como una lucha inevitable entre individuos y sirvió para justificar sistemas económicos despiadados. Hoy esta idea permanece en expresiones más sutiles del determinismo biológico, cuando las diferencias sociales se presentan como fruto inevitable de nuestra naturaleza.

Pero nuevas y no tan nuevas investigaciones documentan la importancia de la cooperación en el éxito evolutivo. Ya en el siglo XIX, Piotr Kropotkin argumentó que la ayuda mutua es un factor tan importante como la competencia en la evolución. Y en el XX, Lynn Margulis demostró que la cooperación es fundamental hasta en el nivel celular.

El darwinismo del siglo XIX destacaba el papel de la competencia en el progreso

Ahora sabemos que la cooperación define al Homo sapiens. Nuestra supervivencia se debe en esencia a nuestra capacidad de colaborar, compartir conocimientos y trabajar por objetivos comunes. Y las sociedades que mejor funcionan no son las más competitivas, sino las que equilibran cooperación y competencia.

Las raíces evolutivas de la jerarquía social

¿Puede la biología ayudarnos a entender por qué la desigualdad genera malestar social? Para responder hay que explicar cómo funcionan los sistemas de estatus en las especies sociales.

En la mayoría de estas especies existen jerarquías con definiciones claras. El gorila representa un caso extremo: solo los machos dominantes logran reproducirse. Estas jerarquías reflejan patrones profundos y enraizados en nuestro pasado evolutivo. Los individuos con mayor estatus acceden mejor a recursos, parejas y protección, lo cual aumenta sus probabilidades de supervivencia y reproducción.

En la mayoría de estas especies existen jerarquías con definiciones claras

Esta misma lógica evolutiva opera en las sociedades humanas, pero en las modernas el estatus depende cada vez más de la riqueza material. A diferencia de nuestros ancestros cazadores-recolectores, donde la posición social dependía del prestigio personal y las habilidades, hoy el dinero se ha convertido en el principal marcador de jerarquía. La desigualdad económica, por tanto, activa nuestros circuitos evolutivos de estatus.

Por qué la desigualdad duele

En los laboratorios de la Universidad de Emory, un mono capuchino observa, cada vez más molesto, que su compañero recibe jugosa uva mientras él obtiene un pepino por la misma tarea. Su reacción es inmediata: arroja el pepino y se niega a seguir participando. Este experimento, y otros trabajos de Sarah Brosnan y Frans de Waal, revelan que la aversión a la inequidad no es una construcción cultural moderna, sino un impulso arraigado en nuestro linaje evolutivo.

Los monos no reaccionan al valor absoluto de la recompensa, sino a la diferencia relativa. El pepino parece adecuado hasta que aparece la uva del compañero. Por ello, la desigualdad económica genera malestar hasta cuando los niveles absolutos de bienestar mejoran. Los humanos deseamos un estatus social alto y repudiamos el bajo estatus.

Las sociedades cazadoras-recolectoras, estudiadas por antropólogos como Christopher Boehm, revelan más de nuestras tendencias evolutivas: toleran cierta desigualdad pero mantienen límites estrictos. Cuando alguien acumula demasiado poder, el grupo lo frena mediante ostracismo o eliminándolo. Evolucionamos no para rechazar toda diferenciación, sino para resistir concentraciones extremas de poder que amenacen la reciprocidad básica en el grupo.

La psicología y la neurociencia han documentado cómo la percepción del bajo estatus social activa los mismos circuitos neurológicos asociados con el dolor físico. Por eso los individuos en la parte baja de la pirámide social experimentan estrés y malestar psicológico, sea cual sea su nivel económico absoluto. Saber que uno es pobre en relación con otros causa dolor y resentimiento.

Implicaciones para la política social

Si los seres humanos tienen necesidades psicológicas básicas relacionadas con el estatus, las sociedades que permiten desigualdades extremas o percibidas como injustas causan sufrimiento innecesario a gran escala.

El argumento no es eliminar toda jerarquía social: esto sería imposible. Las diferencias de estatus cumplen funciones importantes cuando reflejan contribuciones genuinas a la sociedad, esfuerzos o logros. No es casual que estas acciones —el coraje, la generosidad, la creatividad, el tesón— hayan alimentado la literatura de todos los tiempos: narramos lo que consideramos admirable.

Hasta si es merecida, la desigualdad debe tener límites para no humillar o marginar

Pero hasta si es merecida, la desigualdad debe tener límites para no humillar o marginar. Pues cuando el estatus se basa en factores arbitrarios, hereditarios o extractivos, que no aportan valor social, lo percibimos como injusto y se activan los conflictos.

Una falsa dicotomía

El debate político hoy se polariza entre quienes defienden que la desigualdad es «natural» e inevitable y quienes la consideran injusta por definición. Ambas posiciones ignoran la evidencia científica.

La distinción de Isaiah Berlin entre libertad negativa —ausencia de coerción— y libertad positiva —capacidad de autorrealización— cobra relevancia con los hallazgos evolutivos mencionados. Los mecanismos cerebrales que nos permiten detectar inequidad evolucionaron porque la concentración excesiva de poder es una amenaza para la autonomía individual y la supervivencia grupal.

Cuando pocos individuos controlan la mayoría de recursos económicos, adquieren poder de veto sobre las decisiones vitales del resto: dónde vivir, qué estudiar, cómo trabajar. Esto no maximiza la libertad: la redistribuye de manera que unos pocos obtienen libertades casi ilimitadas mientras la mayoría ve reducidas sus opciones.

Pero quienes buscan una igualdad imposible también desconocen nuestras necesidades. Los mismos mecanismos que nos hacen sensibles a la inequidad nos permiten reconocer y recompensar contribuciones diferenciadas, mérito excepcional y destrezas para dirigir.

Hacia una biología política más humana

Esta perspectiva la desarrolló Peter Singer en La izquierda darwinista (1999). Allí sostiene que la izquierda política debe abandonar su rechazo de la ciencia evolutiva y usarla para fundamentar políticas progresistas más efectivas. Singer defiende un realismo biológico sin determinismo. La izquierda, afirma, puede ser más efectiva si diseña políticas que trabajen con la naturaleza humana, en lugar de ignorarla.

Hoy las sociedades tienen razones sólidas para desarrollar mecanismos que limiten la desigualdad social. La idea no es imponer una igualdad artificial, sino reconocer que el bienestar psicológico básico de todos los ciudadanos es un objetivo legítimo que respaldan tanto por consideraciones éticas como nuestra comprensión científica actual de la naturaleza humana.


Pablo Rodríguez Palenzuela es catedrático de Bioquímica y Biología Molecular en la Universidad Politécnica de Madrid,  Sandra Caula es filósofa, escritora y editora

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