
Un momento...
«Amigo mío, tengo tanta necesidad de tu amistad. Tengo sed de un compañero que respete en mí, por encima de los litigios de la razón, el peregrino de aquel fuego […]. Y descansar, más allá de mí mismo, en esa cita que será la nuestra. En ti hallo la paz. Si difiero de ti, lejos de menoscabarte te engrandezco. Me interrogas como se interroga al viajero […]. Yo, que, como todos, experimento la necesidad de ser reconocido, me siento puro en ti y hacia ti voy […]. Te estoy agradecido porque me recibes tal como soy». Estos versos pertenecen al escritor Antoine de Saint-Exupéry.
La amistad ha sido uno de los asuntos en los que más han recalado los artistas. «Todo mi patrimonio son mis amigos», escribió Emily Dickinson. «No camines detrás de mí; no te guiaré. No camines delante de mí; no te seguiré. Solo camina a mi lado y sé mi amigo», exhortaba Camus. Eurípides nos recordaba que «un amigo leal vale más que diez mil parientes», y Jean de La Fontaine que «aún más raro que el amor verdadero, es la amistad verdadera». Heródoto sentenció: «De todas las posesiones la amistad es la más valiosa», y Baltasar Gracián veía al amigo como síntoma: «Cada uno muestra lo que es en los amigos que tiene». García Márquez confesó que los únicos momentos de la vida en que se sentía él mismo se daban «cuando estoy con mis amigos», y Bruce Springsteen canta en Blood brothers que «la amistad te impide resbalar al abismo». ¿Querría alguien vivir sin amigos?
La vida necesita sobre todo un sostén emocional, afectivo, y la amistad, al contrario que la familia, se elige, y parece ser más estable y robusta que el amor («La amistad no necesita frecuencia. El amor sí», apuntaba Borges). Sin embargo, vivimos en un mundo donde los «amigos» son a quienes les gusta aquello que subimos a las redes; hablamos de «amigos» virtuales, y no los conocemos ni los hemos visto nunca en persona; hay amigos transitorios, interesados, amigos para el bureo, y amigos a los que no llamamos por teléfono el día de su cumpleaños, sino que les escribimos utilizando mensajería instantánea. ¿Cómo distinguir a un auténtico amigo? ¿Es posible, en un mundo en el que prima la rentabilidad y el beneficio, construir relaciones altruistas, ponernos en las manos del otro, confiar plenamente en él? ¿De qué modo la amistad puede repercutir en una sociedad mejor?
Platón, custodio primero del pensamiento de Occidente, distingue el amor (érōs) de la amistad (philía). Curiosamente, al primero le dedica dos diálogos de madurez (Fedro y El Banquete), mientras que se ocupa de la segunda en uno escrito en su juventud, Lisis, el primer ensayo que analiza la amistad, y lo hace —como en el resto de sus textos— con una profunda vertiente ética. En el texto, no se concluye definición alguna de lo que es la amistad, pero Sócrates, viendo a dos amigos, asegura: «Si vosotros sois amigos es que, en cierto modo, os pertenecéis mutuamente por naturaleza». Una fuerza imantada acerca a los amigos, una entrega voluntaria, un deseo y una tendencia del alma hacia la perfección del amigo y de uno mismo, pero que no se agota en un otro único, sino que se manifiesta «en las individualizaciones de esa naturaleza que son los amigos», como apunta Laín Entralgo en sus comentarios al diálogo platónico. No es únicamente el placer íntimo de estar acompañados, sino la compañía de buscar juntos la verdad y el bien.
Y más aún ahonda en la amistad su discípulo aventajado, Aristóteles, tanto en Ética a Nicómaco como en Ética a Eudemo. «El amigo es uno de los mayores bienes, y la carencia de amistades y la soledad, lo más terrible», nos dice, añadiendo algo hermosísimo: «Un hombre llega a ser amigo cuando, siendo amado, ama a su vez, y esta correspondencia no escapa a ninguno de los dos». Para el Estagirita, el amor se fundamenta en la vista; la amistad, en la convivencia. Se ama a una única persona porque «amar es un exceso», pero la amistad es polifónica. Siglos más tarde, Javier Gomá distingue el amor de la amistad desde esta misma vertiente: se asemejan, pero el amor erótico tiende a la posesión física y es totalitario, en tanto que excluye otras relaciones simultáneas, mientras que la amistad sí permite esa pluralidad. Por cierto, Gomá es de los pocos filósofos que aluden a la amistad femenina. A los hombres, a su juicio, les cuesta «hacer confidencias, hablar sobre cómo se sienten, su papel en la vida, sus expectativas, decepciones, frustraciones y anhelos», mientras que las mujeres lo hacen con soltura.
Aristóteles distingue tres tipos de amistad: la de utilidad, la de placer y la de virtud. La amistad utilitaria alude al vínculo de beneficio mutuo, allí donde ambos buscan una ganancia, una ventaja material. Es una alianza transitoria, ya que desaparece cuando el provecho se disipa, bien porque se haya obtenido, bien porque no se hubiere percibido. Algo similar a los «socios». La amistad de placer es la del disfrute, pero también es limitada, porque al consumarse el gozo, del mismo modo lo hace la amistad. Serían los conocidos como «amigotes», compañeros de francachelas y diversiones. La amistad verdadera es, para el filósofo, aquella ligada a la virtud, basada en el reconocimiento y el cuidado mutuo, así como en la honestidad, en la que los amigos se procuran la confianza y el bienestar recíproco, por lo que es un vínculo profundo y sostenido en el tiempo.
Cicerón, uno de los más destacados pensadores de Roma, en su tratado De amicitia, alienta a «anteponer la amistad a todas las cosas humanas, pues nada hay tan conforme a la naturaleza ni tan conveniente en la prosperidad y en la desgracia». Para el sabio, la amistad brota de la benevolencia (querer el bien para sí y para el otro), el afecto mutuo y la virtud. Descarta que la amistad pueda surgir de la necesidad o del apuro, porque es hija del amor y de la generosidad. No se espera recompensa alguna en la amistad, porque en sí misma nos enaltece.
Previene Cicerón de pedirle al amigo nada que atente contra el honor o los intereses públicos (no olvidemos que era, antes que nada, político), mucho menos solicitar al amigo «cosas vergonzosas». Tampoco hacerlas si se nos piden. Los amigos no conocen el reproche ni apuntan los favores (quedan en la memoria de ambos, en silencio). Y si una amistad se quiebra, Cicerón aconseja «más bien descoser que rasgar»; es decir, no romperla bruscamente, sino ir alejándose de ella, «porque no hay nada más vergonzoso que hacer la guerra a aquel con quien se ha vivido amistosamente». Conmina a respetar al que fuera amigo, a pesar de la decepción que haya podido causarnos. No basta con hacer, hay que preservar lo hecho.
El cristianismo introduce un término, agápē, que moldea el concepto de amistad. El ágape designaba la comida fraternal entre los primeros cristianos. Compañero, etimológicamente, significa «aquel con el que se comparte el pan». Ágape, por extensión, alude a un amor incondicional, desinteresado y humilde, a menudo traducido como «caridad» o «amor de Dios». Este amor es una amistad que se administra al prójimo, enemigos incluidos.
Las cartas de san Jerónimo a su amigo Rufino de Aquilea contienen algunos de los fragmentos más bellos sobre la amistad: «Deseaba verte con las mismas ansias que mira hacia el puerto el marino traído y llevado por la tormenta, como echan de menos los sedientos sembrados la lluvia, como sentada junto a la sinuosa orilla espera ansiosa la madre al hijo». Para el anacoreta, una amistad que deja de serlo nunca lo fue.
San Agustín coloca a la altura de la fe la amistad: «¿Qué otra cosa hay que nos pueda consolar en esta sociedad humana tan llena de errores y trabajos si no es la fe no fingida y el amor que se profesan los verdaderos amigos?».
Aunque es poco conocido, el cisterciense Elredo de Rieval escribió un ensayo sobre el asunto, De amicitia, de gran belleza y hondura, donde asegura que el amigo es el guardián del amor y del alma, y que se le reconoce porque uno siente como propio cuanto atañe al otro. Matizando el ágape, distingue la caridad (que ha de practicarse con todos) de la amistad (fruto de la elección), y describe tres tipos de amistad: la carnal, cimentada en el placer; la mundana, que siendo utilitaria reúne a aquellos que desean una misma cosa; y la espiritual, la auténtica amistad, que procede de la dignidad propia de lo humano y de las más «íntimas apetencias del corazón». Esa última, a su juicio, es indestructible.
A Montaigne, uno de los más destacados humanistas, le debemos De l’amitié, un emocionante texto que le dedica a su amigo La Boétie diecisiete años después de su muerte, de la que nunca se repuso. «La amistad se caracteriza por ser la fusión de dos almas», nos dice, al tiempo que asegura que no hay explicación posible para la amistad, ni razón objetiva que pueda dar cuenta de ella; más bien es una atracción irresistible que empuja a los amigos hacia sí. Su concepto de la amistad es tan extremo que asegura que uno por un amigo se desprende de todo, hasta de la propia vida. Para el ensayista francés, la amistad es la total renuncia a uno mismo, y pertenece al campo de lo inefable. Ha de experimentarse, nada puede decirse sobre ella capaz de honrar lo que define. Sorprende lo emotivo de su ensayo, en cuyas palabras arde un afecto sin parangón entre los filósofos.
Por otro lado, para Kant, en su Metafísica de las costumbres, la amistad es un deber «no común, sino digno de honra». El deber de aspirar a ella, a esa idea de amistad que, en la práctica, siempre será imperfecta, pero nos procura, según el ilustrado, la dignidad de ser felices.
Si la amistad a partir del cristianismo pasó a ser no tanto un vínculo entre personas como una unión que la gracia divina hace posible, el Romanticismo alemán retoma este afecto hasta sublimarlo. Se convierte en un amor casi trascendente. Schlegel la define como «amor puramente espiritual», algo que Heidegger, décadas después, retoma para reformularla como «amigo del ser».
Nietzsche era íntimo amigo de Wagner, treinta años mayor, pero las diferencias personales, filosóficas y políticas terminaron por dinamitar la amistad, lo que llevó al pensador a considerarla con cierta desconfianza. En su Ética de la amistad, critica el altruismo judeocristiano impregnado en la amistad, y prefiere investirla con la virtud, al modo aristotélico.
Destaca la vitalidad que procura, y considera que se fundamenta en la jovialidad, es decir, en la alegría. «Quienes saben alegrarse con nosotros están por encima y más cerca de nosotros que quienes nos compadecen. La alegría compartida hace al amigo», afirma contradiciendo a Schopenhauer, para quien la amistad es la empatía común del padecer.
Según sus razonamientos, la amistad puede ser una ampliación del amor, por cuanto une a dos personas manteniendo su individualidad o puede convertir a dos en un tercero, en una «sed superior» por encima de ambos. La contempla, además, requisito indispensable para el buen funcionamiento de la comunidad. Lo sorprendente de su discurso es que el enemigo, bien de partida o bien convertido en tal después de haber sido amigo, ha de ser valorado tanto como este, por la fuerza vital que nos ofrece. Para Nietzsche, el enemigo sabe de nosotros incluso más que el amigo. Por tanto, es siempre respetable.
En La política de la amistad, Jacques Derrida describe el insólito pacto sobre el que se funda toda amistad: de dos amigos, uno morirá antes, y el otro deberá recordarlo. El duelo preside, desde el inicio, esa amistad. El que sobrevive tiene la responsabilidad «de llevar el mundo del amigo muerto», ese mundo compartido, singular y único que fue entre dos. Es un llevar al otro en uno mismo, y hacerlo dejando que el lenguaje se despliegue en espacio y tiempo, permitiendo que el otro, ya muerto, siga interpelándonos. Se pierde al amigo, pero no la amistad, de ahí que la amistad sea una comunidad de recuerdos, como asegura Marina Garcés.
Aunque llena de aristas, y pese a sus serios desacuerdos filosóficos, Derrida mantuvo amistad con Foucault, quien describió el potencial subversivo de la amistad en una entrevista, publicada con el título La amistad como modo de vida. «La amistad brinda instrumentos para ensayar relaciones polimorfas, variadas, individualmente moduladas. Tienes así a dos individuos, uno frente a otro, sin armas, sin un discurso consensuado, sin nada que los oriente sobre el sentido de la pulsión que los lleva a juntarse. Deben inventar, de la A a la Z, una relación que aún no tiene forma; es eso la amistad: la suma de todas las cosas a través de las cuales los dos puedan procurarse placer». La capacidad de inventarnos, de inventar el mundo, de inventar un afecto. De construir mundo.
Inventar. Término que recoge Garcés en su último ensayo, La pasión de los extraños. Una filosofía de la amistad. «La amistad es aquello que se gana, se practica, se construye o se inventa, aquello que puede tener otra narración, otra condición», no exenta de conflicto. Habla de «soledad épica y sin nombre» para referirse a quienes no cuentan con amigo alguno. E incide en ese resto de la amistad, ese misterio imposible de convocar en palabras. Sucede, la amistad, lo insólito. «Hay una historia no escrita de la amistad, porque nada de lo que hemos escrito acerca de ella agota lo raro de que exista como modo de afecto, en general, y de que exista ese amigo o esa amiga que, sin formar parte de ninguna de las relaciones formales e instrumentales de nuestra vida, hace que esta sea distinta». La amistad como vínculo dinámico que crece, se expande, se encanija, se astilla.
La amistad y sus códigos, su humor, sus rituales, su lenguaje propio, su complicidad excluyente. La amistad, acaso representada en un gesto, el abrazo. Para Agamben, la mejor alegoría de la amistad es el cuadro Encuentro de san Pedro y san Pablo en la vía del martirio, de Giovanni Serodini. En él los apóstoles están lo suficientemente cerca para reconocerse en lo íntimo, pero guardan la distancia suficiente como para no perder la perspectiva del otro. La amistad y sus espacios, sus límites, sus símbolos. Su sostén.
Un momento...