Diez claves para evitar el cansancio
Aunque parezca inevitable, el agotamiento no tiene por qué ser el protagonista de nuestros días. Existen formas de disolverlo mediante pequeñas decisiones cotidianas, casi invisibles, que actúan como antídotos discretos contra la fatiga.
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El cansancio no siempre se manifiesta como un simple peso en los hombros al final del día. A veces es más sutil: una especie de niebla que se filtra entre las rendijas de la rutina y transforma los minutos en largas y pesadas horas. Puede nacer del exceso, como cuando el trabajo se acumula sin descanso, pero también de la ausencia: demasiado tiempo quietos, sin movimiento ni motivación. Para recuperar la vitalidad sin prisa podemos añadir pequeñas claves en nuestra rutina que nos ayuden a construir un bienestar que no se agote al primer día.
Todo comienza, inevitablemente, por el descanso. Dormir no es solo cerrar los ojos: es entregarse a un estado reparador, como quien entra en un refugio sagrado. Para que ese descanso sea profundo, conviene preparar el terreno. Evitar pantallas antes de acostarse, mantener la habitación fresca, oscura y ordenada, tal vez leer algo suave o tomar una infusión, son gestos que ayudan al cuerpo a soltar la tensión del día. Cuando dormimos bien, el despertar ya no es un sobresalto, sino un regreso amable a la vigilia, y eso marca el tono de toda la jornada.
Pero para que el descanso nocturno cumpla su función, es clave haber alimentado bien el cuerpo durante el día. Comer no es simplemente llenar el estómago; es nutrirnos con lo que verdaderamente necesitamos. Un desayuno equilibrado que incluya frutas, proteínas y cereales ayuda a activar la energía desde temprano. A lo largo del día, repartir las comidas y priorizar alimentos ricos en hierro, como legumbres o frutos secos, contribuye a mantener la vitalidad estable, evitando los altibajos que nos dejan sin fuerzas a media tarde.
Junto a una buena alimentación, la hidratación tiene un papel esencial. A menudo subestimamos este simple gesto, pero el organismo agradece cada sorbo de agua con más energía y menos agotamiento.
Por mucho que durmamos bien y cuidemos nuestra alimentación, el cuerpo necesita moverse. Caminar, estirarse, bailar, subir escaleras en lugar de tomar el ascensor: todos estos movimientos despiertan músculos dormidos y liberan endorfinas, esas pequeñas moléculas de alegría que circulan por el cuerpo cuando nos activamos. El movimiento, más que una obligación, es un lenguaje olvidado del bienestar.
La respiración superficial, tan común en días acelerados, mantiene al cuerpo en una alerta constante
Mientras nos movemos, respiramos. Pero qué poco conscientes somos de ese acto tan básico. La respiración superficial, tan común en días acelerados, mantiene al cuerpo en una alerta constante que agota sin que lo notemos. Recuperar una respiración profunda, abdominal, con inhalaciones lentas y exhalaciones largas, puede calmar el sistema nervioso y devolvernos claridad. No hacen falta técnicas complejas: con tres minutos al día basta para notar un cambio real.
A ese descanso físico y mental se suma la necesidad de cuidar el mundo emocional. El agotamiento no siempre viene del cuerpo; muchas veces se origina en la falta de límites, en decir que sí cuando queríamos decir que no, en sobrecargarnos sin dejar espacio para nosotros. Reservar un rato diario para estar a solas, leer algo que nos inspire, cerrar los ojos y respirar sin prisa o simplemente observar el cielo por la ventana puede ser más revitalizante que cualquier suplemento vitamínico.
En esa misma línea, desconectar del mundo digital es más necesario de lo que solemos admitir. El exceso de pantallas, notificaciones y estímulos constantes genera una fatiga mental que se acumula silenciosamente. Alejarse por momentos del teléfono, limitar el tiempo frente al ordenador, o dejar el móvil en otra habitación durante la noche nos devuelve una mirada más serena, más libre. Porque hay una paz particular en el silencio, en no tener que responder todo el tiempo.
También ayuda, y mucho, tener un propósito, aunque sea pequeño. Comenzar el día con una intención concreta —escribir unas líneas, cocinar con calma, cuidar una planta— aporta dirección y sentido. Sentir que lo que hacemos tiene valor, por mínimo que sea, nos conecta con la vida y nos saca de la inercia.
A eso se suma la importancia de equilibrar trabajo y descanso. Cuando la jornada laboral consume todo nuestro tiempo y energía, el cuerpo lo resiente. Siempre que sea posible, conviene ajustar horarios, delegar tareas, cortar a tiempo o, al menos, encontrar pequeños rituales que marquen el fin de la jornada. Trabajar con intención, en lugar de hacerlo por inercia, ayuda a liberar espacio mental y reduce la sensación de estar siempre corriendo.
Y en ese espacio ganado, reaparece lo social: compartir un rato con amigos, una comida en buena compañía, una charla ligera o incluso una breve escapada tiene un impacto poderoso en el ánimo. Pero también es valiosa la soledad elegida, esos momentos sin ruido ni demandas, donde uno puede simplemente estar, respirar, mirar cómo cambia la luz sobre la pared y sentirse, por fin, en calma.
Quizás el verdadero secreto esté en cambiar la mirada. A menudo el cansancio es menos físico que existencial: una forma de ver el mundo desde la escasez, desde lo que falta, lo que no llegamos a hacer, lo que nos pesa. La energía no es infinita, pero se puede renovar cada día. Con pequeños gestos, el cansancio deja de ser el centro de nuestras sensaciones para convertirse en un mensajero amable que nos recuerda que es hora de parar, cuidarnos y vivir con más tranquilidad.
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