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Ápeiron

El origen infinito de todas las cosas

Para los griegos, el ápeiron no era un simple vacío, ni un espacio sin bordes. Era la sustancia primordial de la que brota y a la que regresa todo lo que existe.

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13
noviembre
2025

Cuando Anaximandro de Mileto la usó por primera vez, hace más de 2.500 años, inventó un concepto que todavía hoy nos deja pensando: ¿y si el principio de todo –de la materia, del tiempo, del ser mismo– no tuviera límites, ni forma, ni un comienzo claro, ni un fin posible? El Ápeiron (ἄπειρον) es, literalmente, lo infinito, lo indefinido. Pero traducirlo así es empobrecerlo. Para los griegos, no era un simple vacío, ni un espacio sin bordes. Era la sustancia primordial de la que brota y a la que regresa todo lo que existe, un fondo eterno y sin cualidades que, al agitarse, da lugar al mundo visible. No se le imaginaba como una divinidad en sentido religioso, sino como una realidad cósmica y racional: el principio (arkhé) del universo.

Anaximandro vivió en Mileto, una ciudad jónica de Asia Menor, en el siglo VI a. C. Fue discípulo –o quizás compañero– de Tales, el sabio que había afirmado que el agua era el principio de todas las cosas. Tales había dado un paso audaz: buscar una sustancia natural, y no un dios, como origen del mundo. Pero Anaximandro fue aún más lejos. Miró a su alrededor, vio la diversidad de la naturaleza –el fuego, el aire, el agua, la tierra– y se preguntó: ¿cómo puede una sola sustancia concreta dar lugar a todas las demás? Si el mundo está hecho de contrarios –frío y calor, seco y húmedo, luz y oscuridad–, ¿cómo podrían surgir todos ellos de algo tan limitado como el agua?

Su respuesta fue tan innovadora como radical: el origen de todo no puede ser algo finito, ni uno de los elementos visibles, sino algo indefinido, eterno e inagotable: el Ápeiron.

El historiador Teofrasto, discípulo de Aristóteles, nos transmitió una de las pocas frases auténticas de Anaximandro que han llegado hasta hoy: «De donde las cosas tienen su origen, allí tienen también su destrucción según necesidad; porque se dan justicia y reparación unas a otras por su injusticia, según el orden del tiempo». Sugiere que el universo es un ciclo continuo de nacimientos y desapariciones, un equilibrio que se recompone eternamente gracias a una justicia que todo lo equilibra: el día sucede a la noche, el calor al frío, la vida a la muerte. En ese juego perpetuo de contrarios, el Ápeiron es el fondo que los contiene todos.

Para Anaximandro, el origen de todo no puede uno de los elementos visibles, sino algo indefinido, eterno e inagotable

Si lo miramos con ojos actuales, la intuición de Anaximandro resulta sorprendentemente moderna. Hoy sabemos que hace unos 13.800 millones de años todo nuestro universo estaba contenido en un punto inimaginablemente denso y caliente, mucho más pequeño que una partícula subatómica. En billonésimas de segundo se produjo el Big Bang y toda la energía contenida en ese punto comenzó a expandirse; aún hoy sigue haciéndolo, dando forma a nuestro mundo. El Ápeiron no era exactamente eso, pero sugiere una idea parecida: un principio sin límites, del que emergen todas las formas y al que todo retorna.

El filósofo alemán Karl Popper lo llamaba «la primera gran idea cosmológica de la humanidad». Y es que Anaximandro fue quizás el primer pensador en intuir que el origen del mundo no está en algo tangible, sino en lo que no tiene forma ni medida. Mientras otros presocráticos se aferraban a elementos concretos (el agua de Tales, el aire de Anaxímenes, el fuego de Heráclito), él propuso un principio más abstracto, más universal. En cierto modo, inventó la idea de lo infinito en filosofía.

El Ápeiron no se puede ver, ni tocar, ni medir. Pero todo lo que existe procede de él. Cuando una ola se levanta, cuando nace una flor o un planeta, cuando se enciende una estrella o se apaga una vida, el Ápeiron está detrás de esas formas. Nada se pierde del todo, nada se crea de la nada: solo hay transformación.

Anaximandro no hablaba de leyes naturales como lo haría un físico, pero su idea de la justicia cósmica anticipa una visión dinámica del equilibrio universal. Cada cosa, al nacer, rompe la unidad del Ápeiron; al destruirse, devuelve esa unidad al conjunto. La creación no es un acto único, sino un proceso cíclico.

Otro de los aspectos revolucionarios es que él intuía que la naturaleza no necesita de dioses para sostener su orden: el propio universo contiene en sí las reglas de su equilibrio. No hay una ley divina, hay una ley natural. Esta visión ética de la física, una moral del cosmos que se rige por sus propias reglas, abre el camino a toda la metafísica posterior. Platón, Aristóteles y los estoicos seguirán preguntándose qué relación hay entre lo Uno y lo múltiple, entre lo eterno y lo temporal, entre lo natural y lo divino. En el fondo, todos siguen conversando con el viejo sabio de Mileto.

Anaximandro intuía además que las luces de las estrellas no eran clavos en una cúpula, como creían muchos de sus contemporáneos, sino cuerpos que giran, mundos que nacen y mueren. En su tratado perdido Sobre la naturaleza, del que solo quedan fragmentos, parece haber descrito incluso cómo la Tierra flota libre en el espacio, sin apoyarse en nada: una idea que anticipa, de manera asombrosa, la visión moderna del cosmos.

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