Hacer el bien en tiempos de colapso moral
Como señaló Hannah Arendt, gran parte del horror del siglo XX no fue cometido por monstruos ideológicos, sino por personas comunes que se limitaron a no hacer nada. Callar, mirar hacia otro lado, aceptar lo inaceptable. Frente al sufrimiento ajeno, la respuesta ética no puede depender de que nuestra acción funcione o no.
Artículo
Si quieres apoyar el periodismo de calidad y comprometido puedes hacerte socio de Ethic y recibir en tu casa los 4 números en papel que editamos al año a partir de una cuota mínima de 30 euros, (IVA y gastos de envío a ESPAÑA incluidos).
COLABORA2025

Artículo
El siglo pasado estuvo marcado por algunas de las atrocidades más grandes de la historia, muchas de ellas derivadas de la Segunda Guerra Mundial. Para quienes nacimos después, todo eso es parte de la memoria histórica: libros de texto, documentales, fotografías en blanco y negro. Y, sin embargo, hoy volvemos a presenciar un desastre humanitario de dimensiones insoportables: Gaza.
Muchos nos preguntamos, como lo han hecho generaciones anteriores: ¿cómo es posible que el ser humano haya podido cometer —o permitir— tales horrores? Y esa pregunta no queda solo en el plano histórico o político. Se filtra en nuestras conciencias, nos empuja al espejo, nos hace sentir que algo está roto no solo en el mundo, sino en nosotros mismos. Nos avergonzamos de nuestra especie. Pero también nos sentimos insignificantes. Y frente a acontecimientos tan gigantescos surge una sensación paralizante: ¿Qué puedo hacer yo? ¿Tiene sentido actuar desde mi lugar, desde mi vida cotidiana, frente a este horror?
Cuando tratamos de responder esa pregunta, aparece un pensamiento insidioso que nos roba la esperanza y nos desmotiva: «mi acción no servirá de nada». Es una idea tan sutil como destructiva. Comparamos nuestras posibilidades de acción con la envergadura del mal que vemos y llegamos a una conclusión aparentemente lógica: mi actuar es inútil.
¿Tiene sentido actuar desde mi lugar, desde mi vida cotidiana, frente a este horror?
Pero esta conclusión parte de un error de origen: creer que el valor de nuestras acciones depende de su utilidad. Es decir, que hacer el bien solo tiene sentido si produce un cambio visible, si «sirve para algo». Pero no es más correcto lo que es útil, ni menos correcto lo inútil. El valor moral de una acción no se mide por su eficacia. De hecho, la creencia de que nuestras acciones son inútiles no contradice la esperanza de que estos horrores —la violencia, el hambre, la desinformación, el cinismo— puedan terminar algún día.
Hacer lo correcto es un fin en sí mismo. No importa si el impacto es grande, pequeño o inexistente. Lo importante es que podamos decir, con orgullo: he hecho lo que estaba en mis manos. Que podamos mirarnos al espejo cada mañana y sentir dignidad, no vergüenza. Si, en cambio, empezamos a medir el bien por su utilidad, acabaremos inevitablemente en el desánimo, en la desesperanza, y en la justificación de la inacción.
Una vez desenmascaramos esta ilusión —la de que el bien vale solo si sirve—, podemos liberarnos de esa cadena mental que dice: «no lo intentes, no va a cambiar nada». Incluso sabiendo que probablemente nuestra acción no cambiará nada, sigue siendo nuestro deber actuar. Hacer el bien porque sí. Por dignidad. Por eso Kant sostenía que cada acción moral debía ser universalizable: debemos actuar no por sus consecuencias, sino porque es lo que todo ser humano debería hacer en nuestra situación. Y Camus, desde otra tradición, nos hablaba de ese mundo absurdo y sin sentido donde aún así, uno se rebela.
Por el contrario, si permanecemos pasivos frente al mal, lo estamos permitiendo. La pasividad también es una forma de actuar. Como señaló Hannah Arendt, gran parte del horror del siglo XX no fue cometido por monstruos ideológicos, sino por personas comunes que se limitaron a no hacer nada. Callar, mirar hacia otro lado, aceptar lo inaceptable. Frente al sufrimiento ajeno, la respuesta ética no puede depender de que nuestra acción funcione o no. Debemos actuar, aunque sea desde una posición impotente, simplemente porque la humanidad del otro nos lo exige.
Cuando tú haces el bien, y yo también, y muchas otras personas lo hacen, no porque sirva, sino porque es lo correcto, entonces esa suma de gotas puede convertirse en un océano. Es ahí donde nace una esperanza verdadera: no la esperanza ingenua de que mi acción lo cambia todo, sino la certeza de que solo haciendo el bien por ser bueno puede el bien terminar siendo útil. Por eso, frente al horror, la desesperanza y la impotencia, la respuesta es simple: hacer el bien.
Óscar Bodí es director y fundador de Folks Brands.
COMENTARIOS