Opinión

La dignidad humana explicada al futuro

Hablar del valor del ser humano en las aulas de las generaciones que moldearán el futuro implica ver el mundo como lo que es para ellas –un juego– y, al mismo tiempo, una conversación capaz de cuestionar hasta los cimientos más resistentes de la sociedad tal y como la conocemos.

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28
mayo
2021

Uno de los privilegios de ser profesor de Secundaria es estar cerca de quienes modelarán nuestro futuro, cerca de sus intereses, sus preocupaciones y sus ideas. Seguramente habrá colegas que opinen que el nivel curricular es cada vez menor, que todo lo quieren masticado y que cada vez tienen menos capacidad de esfuerzo. No puedo estar en desacuerdo y, sin embargo, solo su cercanía lo llena a uno de energía y esperanzas. Lo que más me gusta es oír cómo hablan de sus cosas, cómo resuelven sus dilemas éticos y cómo expresan sus incipientes opiniones políticas. Es verdad que muchas veces reproducen el discurso que han oído en sus casas, pero lo importante no es qué dicen, sino cómo lo dicen. Es esa actitud lúdica y despreocupada con la que hablan. Todo es tan claro e incierto al mismo tiempo, todo tan trascendental e irrelevante, que cuando uno escucha sus conversaciones parecería que hasta los mismos cimientos de nuestra sociedad pueden ser cuestionados y negociados. Nada es sagrado. Ven el mundo como lo que es: un juego. Aunque, pensándolo bien, no hay nada más sagrado que un juego.

Rara vez intervengo, por muy graves que me parezcan sus afirmaciones. Simplemente están jugando, aprendiendo el juego de la sociedad. Solo hablo cuando creo que puedo aportarles una idea que les permita mirar desde otro lado, como me pasó hace poco con un grupo de estudiantes de entre 13 y 14 años. Debatían distendidamente sobre crímenes y castigos, al tiempo que dibujaban unas bonitas ciudades en perspectiva isométrica. La tesis principal era –con otras palabras, claro– que hay crímenes tan execrables que quien los comete merece la muerte. Para mi sorpresa, toda la clase estaba de acuerdo. Sabiendo de antemano la futilidad de mi propósito, me dirigí a la pizarra y, sin mediar palabra, escribí un triángulo de tres palabras: ‘persona’, ‘acto’ y ‘dignidad humana’. Después me giré y reclamé la atención de la clase.

—Este concepto –les dije mientras señalaba ‘dignidad humana’– es una de las tecnologías más potentes que tenemos para construir una sociedad justa y equilibrada. La dignidad es el valor reconocido que tiene una persona. En la antigüedad se adquiría a través de los actos o del nacimiento, pero era diferente para cada persona. Este valor exigía, además, un tratamiento correspondiente. Un rey debía ser tratado y juzgado como un rey. Sin embargo, con la llegada del cristianismo la cosa cambió. No podían aceptar que diferentes personas tuvieran un valor distinto, porque si todas fuimos creadas a imagen y semejanza de Dios, teníamos que ser iguales en dignidad, ya que éramos todas hijas del mismo padre. Más tarde llegó un señor prusiano muy cuadriculado al que no le encajaba nada eso de que se le diera un valor diferente a cada ser humano, ni tampoco que ese valor fuera ajeno a él mismo, puesto que todos tenían, en mayor o menor medida, la posibilidad de gobernarse y tomar decisiones. Según él, si el valor de los seres humanos es que pueden ser inteligentes, racionales y autónomos (no que lo sean, ojo), todos los humanos tienen el mismo valor, es decir, todos son igual de dignos.

«La dignidad humana pertenece irrevocablemente a la persona, no a los actos. Es decir, los actos pueden ser indignos, pero nunca la persona»

—Así se llegó al acuerdo de que todos los seres humanos tienen la misma dignidad –continué diciendo– independientemente de su raza, sexo, orientación sexual, capacidad, creencias… e incluso independientemente de sus actos. La dignidad es propia de todo ser humano y no se puede despojar de ella bajo ninguna circunstancia. De hecho, en la Declaración Universal de los Derechos Humanos (DUDH) de 1948, es la idea que justifica los 30 artículos que enumeran los derechos que todo ser humano tiene solo por nacer.

En este punto me preguntaron qué era eso de la DUDH. Lo expliqué y les dije que era un hito sin precedentes en la historia de la humanidad, al que se llegó en un momento muy propicio, después del trauma que supuso la Segunda Guerra Mundial. Algunas chicas de clase pidieron permiso para buscarla en el móvil y leer el preámbulo. Solo por eso me pareció que había merecido la pena el esfuerzo. Seguí:

—Puede que no estéis de acuerdo con esta idea. Hay quien dice que el concepto de dignidad humana no vale para nada, que no está justificado, o que es un mero invento de la razón. Pero la cuestión es que funciona. Si la dignidad humana es un invento, es un gran invento. Gracias a él hemos logrado enormes avances en los derechos civiles, que solo tienen sentido a la luz de la igual dignidad de todos los humanos. Lo que pasa –continué– es que solo funciona si está incondicionada. No puede haber excepciones, por muy pertinentes o necesarias que nos puedan parecer. Si la dignidad humana se puede perder, sería suficiente con justificar adecuadamente que un grupo de personas carecen de ella para cometer los actos más atroces. Recordemos, de nuevo, la Segunda Guerra Mundial. Si no fuera incondicionada, bastaría con las artimañas de la razón para despojar a alguien de su dignidad humana y, con ella, de todos sus derechos.

Volví al esquema.

—Acordamos entonces que la dignidad humana pertenece de forma irrevocable a la persona, aunque no a los actos. Es decir, los actos pueden ser indignos, pero nunca podría serlo una persona. No es necesario que estéis de acuerdo con ello, sino con la mecánica que hay detrás. No estamos hablando de una realidad, la cual desconocemos, sino de un sistema. El objetivo de la sociedad sería acabar con los actos injustos e indignos, no con las personas.

Aunque lo estaban entendiendo, son adolescentes y no iban a ceder tan fácilmente. Yo sabía que la semilla estaba plantada. De repente, un alumno gritó desde el fondo:

—Me da igual, si violan a mi hija, yo mato al que lo ha hecho– y se escuchó un clamor que lo apoyaba.

«Si la sociedad es un juego, hay normas que son mejores que otras porque les permiten seguir siendo libres, y por eso las tenemos que enseñar, no imponer»

—Os entiendo. La venganza es también una forma primitiva de justicia. Pero es mucho menos eficiente y segura. Tiene algunas desventajas. Una de ellas es que no se puede externalizar el proceso, no podemos encargar a otra persona o institución que la ejecute por nosotros, incluso aunque les pudiéramos pagar, ya que no compartirán nunca nuestro interés. Otro inconveniente es que no es asequible para todas las personas, porque presupone un mundo en el que todos tenemos la misma fuerza física, intelectual o económica, lo cual no es real. Imaginaros que aquí en el instituto cada vez que alguien comete un acto injusto, en vez de mediar el profesorado, tuvierais que castigarlo vosotros mismos. Seguramente, habría un grupo de personas que se libraría siempre de la justicia. Si el objetivo es erradicar los actos injustos, la venganza es una mala tecnología para conseguirlo. Si se tratase de erradicar una enfermedad, a nadie se le ocurriría acabar con los pacientes, puesto que entendemos que los cuerpos son sanos, pero pueden estar enfermos. Igual que con la condición física, ocurre con la condición moral. Por eso, la dignidad humana es un concepto muy efectivo que nos permite erradicar las injusticias sin erradicar a las personas. Es una tecnología de alta gama, frente a otras formas de justicia más torpes y rudimentarias. Y vosotros, si podéis, –les dije señalando sus teléfonos móviles– elegís siempre lo más nuevo y avanzado.

En este punto el timbre de cambio de clase dio por concluida mi intervención. No sé cuánto les habrá permeado de todo lo que les dije. Aún les quedan unos cuantos años más de jugar con la razón hasta hacerla trizas. Están en su derecho y no deberíamos arrebatárselo. Han nacido en una sociedad ya construida, con unos acuerdos que tendrán que aceptar y renovar. Y tienen que hacerlo libremente, igual que se aceptan las normas de un juego. Lo que piensan en el fondo de sí mismos y su forma de sentir la vida es precisamente lo que los hace libres y dignos. Pero si la sociedad es un juego, hay normas que son mejores que otras, justamente porque les permiten seguir siendo libres, y por eso se las tenemos que enseñar, que no imponer. Porque en el futuro nada es seguro, ni la democracia, ni los derechos, ni la dignidad humana. Las normas del juego se están negociando constantemente y si quienes las negocian desconocen las que les son más propicias, puede que un día acaben eligiendo otras.

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