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Un momento...
Nunca ha habido una humanidad que desconociese la guerra; lo que quiere decir que nunca ha habido un momento de la historia mundial libre de conflictos armados: en algún lugar del globo siempre hay grupos que se matan entre sí. Incluso si damos por buena la tesis de Steven Pinker, según la cual puede discernirse una reducción continuada del empleo de la violencia en el curso de las interacciones humanas, el hecho bruto es que la guerra no ha desaparecido de nuestro horizonte. Ni siquiera en el continente europeo: la incursión rusa en territorio ucraniano y el conflicto armado subsiguiente ha hecho sonar de nuevo el silbido de las balas en nuestro patio trasero. Y nos preguntamos, alarmados, cómo es eso todavía posible.
Sin embargo, no hay que remontarse a la primera mitad del siglo XX —con dos devastadoras guerras mundiales que comienzan en territorio europeo— para encontrar un precedente; la violenta descomposición de Yugoslavia conoció episodios atroces y las potencias occidentales tuvieron que enviar bombarderos para poner fin al conflicto. Tanto las guerras balcánicas como el genocidio de Ruanda sirvieron así de advertencia a los contemporáneos sobre los límites de la paz poscomunista; poco después, los terroristas islámicos derribaron las Torres Gemelas. Si la Historia había terminado, como anunció Fukuyama propiciando una interpretación desviada de su razonable argumento sobre la superioridad de la democracia, tenía una extraña manera de hacerlo.
Adviértase en todo caso que la novedad relativa que trae consigo la guerra de Ucrania es el retorno inesperado de la agresión de un Estado soberano (aunque no democrático) sobre otro (más bien democrático). De acuerdo con la tipología propuesta por el filósofo Thomas Hobbes hace ya cuatro siglos, el dictador Putin habría emprendido una guerra de doctrina (nacionalista) que es asimismo una guerra de adquisición (de territorio y recursos). No obstante, se trata de un tipo de conflicto al que los europeos nacidos después de 1950 nos habíamos desacostumbrado. Y un tipo, también, que encaja con la definición tradicional de la guerra —siguiendo el clásico estudio de Hedley Bull— como violencia organizada entre unidades políticas. Esta modalidad ha perdido protagonismo desde la segunda posguerra mundial y siempre ha sido rara entre regímenes democráticos.
Sin embargo, seríamos víctimas de una perniciosa ilusión óptica si creyésemos que la guerra clásica es la única posible; el mismo Clausewitz señalaba que cada tiempo posee sus variantes. Y la nuestra no está dominada por la acción estatal; si nos ciñésemos a esa definición, tendríamos dificultades para encontrar guerras propiamente dichas. Por el contrario, ¿acaso el Estado Islámico no libró una guerra santa contra el resto del mundo? ¿No se hacen la guerra Hamás e Israel? ¿No se encuentra Sudán en estado de guerra? ¿Y hacen o no hacen la guerra las bandas terroristas que, aun con menor intensidad que en los años 60 y 70, siguen actuando con fines diversos en distintos lugares del mundo? Al igual que el ser humano que las declara o padece, la guerra tiene mil caras.
Dicho esto, la pregunta sigue siendo la misma: ¿por qué continúa habiéndolas? Es un interrogante que cobra fuerza tras el salvaje siglo XX, que empieza con una Gran Guerra que se lleva por delante a 37 millones de personas y luego vive una Segunda Guerra Mundial que acaba con otros 60, incluyendo de paso el exterminio de los judíos europeos y la deflagración de dos bombas atómicas sobre suelo japonés. «Nunca pensé que la muerte derrumbara a tantos», dicen los versos de La tierra baldía que T. S. Eliot publicó en 1922 —sigo la traducción de Sanz Irles— en referencia a lo que entonces se vivió como la apoteosis del belicismo. Y aunque el novelista H. G. Wells profetizó que aquella guerra inesperada acabaría con todas las guerras, quien acertó fue el primer ministro británico David Lloyd George cuando señaló irónicamente —durante la Conferencia de Paz de París de 1919— que «esta guerra, al igual que la siguiente, es una guerra que acaba con la guerra». Solo veinte años después, Europa estaba en llamas y el Imperio japonés se disponía a atacar suelo estadounidense: la pedagogía del horror se había demostrado inútil. No era la primera vez; no sería la última.
Aquellas trincheras europeas fueron la genuina tumba de las esperanzas ilustradas; o, si se prefiere, representaron el brusco fin de las desmesuradas expectativas que el siglo XIX había depositado en la perfectibilidad de nuestra especie. Frente a la cautela que exhiben los escritos de Kant, Montesquieu o Hume, conscientes todos ellos del arduo camino que había de recorrer el animal humano, el hiperracionalismo decimonónico fue demasiado lejos o lo hizo demasiado rápidamente: los europeos tenían la sagrada misión de civilizar a los salvajes y algún día todos hablaríamos esperanto. ¡Religión de la humanidad! Para Hegel, la guerra misma podía ser un instrumento civilizatorio: las épocas de felicidad —escribió para escándalo de nuestro Rafael Sánchez Ferlosio— son páginas en blanco en el libro de la Historia. De ahí que viera en el Napoleón que entraba victorioso en Jena en 1806 nada menos que al representante del espíritu montado a caballo: un gobernante que repartía por igual mandobles y códigos civiles. En el mundo entero, los nacionalistas le tomaron la palabra y lucharon contra el imperio que los oprimía o la metrópoli que los colonizaba. Por desgracia para los redactores de breviarios morales, a veces sus líderes tenían razón; a veces no hay otra manera de librarse del tirano que ejercitando la resistencia armada contra él. Y como las propias democracias saben, no pocas veces la política —de la fundación de repúblicas al cambio de régimen— es la continuación de la guerra por otros medios.
Es dudoso que la guerra llegue jamás a abandonarnos; allí donde haya un conflicto o surja el interés por crearlo —ya lo muevan la animosidad tribal, la búsqueda de recursos o el integrismo doctrinal o religioso— aparece también la tentación de recurrir a la violencia organizada. Sabemos desde Kant que el belicismo es menos probable entre países democráticos; Montesquieu nos enseñó que el anudamiento de los intereses económicos ayuda a prevenirlas. En cuanto a la doctrina de la guerra justa, la experiencia es tan clara —solo es justa si constituye la única manera de frenar a quien ejerce una violencia injusta— como difusa su aplicación práctica. ¡No es mucho! Después de haber enterrado a millones de muertos, cabría esperar de nuestra especie un mayor acopio de sabiduría. Pero con eso habremos de manejarnos: sin miedo ni esperanza, en el camino sin final hacia la imposible paz perpetua.
Un momento...