Agnès Varda, la comprometida precursora de la ‘nouvelle vague’
Antes de ‘Los 400 golpes’, de Truffaut, antes de ‘Al final de la escapada’, de Godard, o antes de ‘L’amour fou’, de Rivette, fue Agnès Varda, que ya había asentado las bases de la ‘nouvelle vague’, ese movimiento cinematográfico irreverente, libérrimo y de belleza revolucionaria.
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A Agnès Varda (Bruselas, 1928-París, 2019) se llega por sendas inverosímiles. Uno se encuentra con Varda siendo feligrés de Jim Morrison, pues eran tan amigos que estuvieron a punto de rodar juntos en París y la cineasta fue de las últimas personas que estuvo con él antes de que una sobredosis le embistiera, guardando en secreto su muerte para que tuviera un discreto entierro. Uno se topa con Varda en la cosmogonía de Jane Birkin, la muchachita de flequillo y pantalones acampanados convertida en dama icónica del pop. Rodaron Jane B. por Agnès V., un filme a caballo entre el documental y la narración (marca de la casa, a la que la calificó de «cinescritura»). Uno se da de bruces con Varda siguiendo la estela de Madonna, empecinada en filmar una versión de Cleo de 5 a 7, película de 1962 en la que por primera vez se coloca el cáncer de mama en el epicentro del discurso. Amiga de Susan Sontag, descubridora de Gérard Depardieu (ocasionalmente canguro de su hija Rosalie), responsable de las primeras pruebas ante la cámara de Harrison Ford, custodio de Scorsese… Varda, Varda, Varda.
Estudió Historia del Arte, y comenzó trabajando como fotógrafa. Su madre le regaló una cámara de segunda mano que había pertenecido a un fotógrafo de crímenes de la revista Detective. Era una réflex Rolleiflex, la misma que utilizaba Diane Arbus para retratar a cuantos el resto rehuía, Richard Avedon para entronizar la elegancia en sus composiciones o Robert Capa para inmortalizar escenas de la Guerra Civil española. Varda acudía cada día a las Galerías Lafayette y fotografiaba a cincuenta niños por hora. Cuatrocientos en un turno de ocho horas. Por un hermoso azar, vivió en la Rue Daguerre. Nunca dejó de disparar. De su viaje a China se trajo cuatro mil negativos en los que recogía costumbres, tradiciones, ritos, complicidades con lo huérfano. Varda sintió una inmensa querencia por los seres rotos, frágiles. Durante su estancia en Cuba, dos mil quinientos negativos contenían la vida de los trabajadores que habían hecho la revolución. Las utilizó para su documental Hola, cubanos (deudor de una exquisitez que ella admiraba, El muelle, de su amigo Chris Maker). Los últimos años de su vida se convirtió en una artista visual indispensable, con instalaciones como Las viudas de Noirmoutier o Patautopía.
Pero fue el cine quien sustentó el grueso de su vida. Filmó más de cuarenta películas (entre largos y cortometrajes –en casi todos ellos aparecen, improvisando, toda suerte de gatos–). Su cine es espartano en recursos. Ella se reclamaba de la estirpe de los «bricoleurs», empleando la terminología de Lévi-Strauss, ya que resolvía los contratiempos improvisando con materiales y herramientas que tenía a mano. Reciclaba. Cualquier cosa.
Rodó diez horas de su primera película, La Pointe Courte, con sonidos ambiente de lo más variopinto (lanchas, gaviotas, locomotoras, la algarabía de los vecinos…). No había estudiado cine, así que tenía que aprender a montar. Llamó a Resnais, que a pesar de no haber rodado aún ni Hiroshima mon amour ni El año pasado en Marienbad, tenía una respetable reputación. Le pidió que viera los copiones (el material en bruto). Resnais le dio unos cuantos consejos, pero declinó ayudarla por lo excesivo del metraje. Varda, siguiendo las indicaciones del maestro, numeró diez mil metros en diez días, lo que le impresionó tanto que accedió a montar. La Pointe Courte impresionó a todos. Tenía 26 años. Le valió el sobrenombre de «la abuela de la nouvelle vague».
La ecología, la marginalidad y el feminismo se convirtieron en los ejes de su obra. Solía trabajar con gente anónima. «No me atrae filmar a poderosos. Me interesan los rebeldes, la gente que lucha por su propia vida. Hay algo emocionante en la gente normal. Tiene belleza y autenticidad», dijo al recibir el Óscar Honorífico (subió bailando a recogerlo). Se fijaba en la dignidad de los nadie, y la suya no era una mirada condescendiente.
A Varda no le interesaba filmar a los poderosos; solía trabajar sobre todo con gente anónima
A esta fumadora impenitente le debemos uno de los acercamientos más conmovedores al movimiento afroamericano por los derechos civiles, Black Panthers (1968), en el que entrevista en la cárcel a su líder, Huey Newton. En el entretanto, participa activamente del Mayo francés y no solo se moviliza en favor de la legalización del aborto, sino que rueda una película al respecto, Una canta, la otra no.
Denunció la pobreza en Sin techo ni ley, el golpe de Estado en Grecia (Nausicaa), los residuos generados por la agricultura industrial y las consecuencias del despilfarro y un consumismo feroz (Los espigadores y la espigadora), profundizó en la infidelidad dentro del matrimonio y los límites del sacrificio (La felicidad), indagó en la libertad sexual y el movimiento hippie (Lions Love) y quiso saber de qué modo los murales nos hablan de los habitantes de los barrios (Caras y lugares, documental realizado junto al muralista JR). Se permitió hasta una película de ciencia ficción, Las criaturas. Por algo preservó siempre su independencia económica, a través de su productora Ciné-Tamaris.
Su cine es una vocación carismática para con los que no tienen voz, para cuantos habitan la periferia, siendo ellos quienes se interpretan a sí mismos. La intuición, la inspiración y lo lírico presiden su obra. El cine de Varda no es un espacio de constatación, sino de experiencia. Igual que su vida. Estuvo casada con el también director Jacques Demy, con quien tuvo dos hijos, y a quien guardó lealtad siempre, a pesar de la conmoción que le supuso enterarse de su homosexualidad (falleció de sida).
Recibió el León de Oro en Venecia, el Oso de Plata de Berlín, la Concha de Oro de San Sebastián y la Palma de Honor en Cannes. Murió, precisamente, de un cáncer de mama. En su entierro, su amiga Catherine Deneuve recitó el poema «Sensación» de Rimbaud, un bellísimo canto de amor a la naturaleza.
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