Trump, Greta y la paz
La paz en Gaza ha resultado de la conjunción de dos factores: por un lado, la ingenuidad casi infantil de Trump al ver Gaza como una oportunidad económica; y, por el otro, la ingenuidad infantil de una sociedad civil que ha visto Gaza como una oportunidad para concienciar al mundo.
Artículo
Si quieres apoyar el periodismo de calidad y comprometido puedes hacerte socio de Ethic y recibir en tu casa los 4 números en papel que editamos al año a partir de una cuota mínima de 30 euros, (IVA y gastos de envío a ESPAÑA incluidos).
COLABORA2025
						Artículo
En el conflicto de Gaza la comunidad internacional le debe tanto a Greta Thunberg como a Donald Trump. Esta afirmación hubiera resultado inverosímil hace unos meses, pero, tras el simbolismo de la acción de la flotilla (relevante más por lo que significa de corolario de la labor de concienciación sobre el genocidio llevado a cabo por la sociedad civil que por la odisea de los barcos en sí misma) y el plan de paz de la administración estadounidense, las piezas del tablero se han movido hasta el punto de que la paz, por precaria que sea, ha llegado a Gaza. Israel y Hamás han alcanzado un acuerdo, bajo los auspicios de la comunidad internacional, que, como cualquier prospecto de paz en la zona, es intrínsecamente inestable, pero es la mejor esperanza en años. Hay quien dice que desde los acuerdos de Oslo en 1993.
Y hay quien dice que incluso mejor que esos acuerdos, y los pactos posteriores, pues estos estaban basados en unos objetivos definidos y en delimitar divisiones territoriales casi al milímetro. El plan de ahora es, por el contrario, difuso y, más que metas concretas (como la solución de los dos Estados), propone condiciones («si Palestina es capaz de crear unas instituciones viables…»). El plan de Trump no es un mapa, sino una brújula. Y, en la tierra donde más mapas han sido reescritos, bien vale la pena darle una oportunidad a una hoja de ruta sin mapa. No hay objetivos, sino alicientes para las partes.
El plan ha sido elaborado por personas de negocios, no de política. No juega con las fronteras ni los agravios históricos, sino con los incentivos y las perspectivas futuras. El plan apela a los intereses directos de los actores implicados: de los países árabes y naciones occidentales que invertirán en la reconstrucción de las infraestructuras físicas y la seguridad ciudadana, de las autoridades palestinas que serán responsables de las estructuras administrativas, de los tutores internacionales como Tony Blair que supervisarán el proceso, del gobierno israelí que deberá facilitar la acción internacional y contener las demandas de los colonos de los territorios ocupados a cambio de unas garantías de seguridad. El plan está montado para que todo el mundo tenga un interés material en su éxito.
El plan de paz está montado para que todo el mundo tenga un interés material en su éxito
Acostumbrados a que los planes de paz sean el resultado de las deliberaciones de un ejército de funcionarios meritocráticos, diplomáticos sesudos de aires pomposos y conocimientos enciclopédicos, es una sorpresa que el muñidor de este acuerdo haya sido un grupo de cargos nepotistas, empresarios superficiales liderados por Jared Kushner, yernísimo de Trump y, según varias fuentes, uno de los arquitectos principales de la negociación. Kushner parece más el frívolo personaje de un reality show de hijos de famosos que un serio enviado para Oriente Próximo. Además, como el multimillonario Steve Witkoff, el enviado del presidente Donald Trump para la paz en Oriente Medio, tiene intereses económicos en el asunto. Ambos son propietarios inmobiliarios que, directa o indirectamente, se podrían beneficiar de la paz en Gaza.
Hay algo mezquino en ello, pero también eficiente. Es mezquino porque, como está extensamente documentado, si hay algo que hace descarrilar los procesos de paz y de construcción de un Estado (y en Gaza hay que hacer ambas cosas), es la corrupción, la mezcla impúdica de negocios y política. Si eso sucede, si se extiende la percepción de que Gaza es un inmenso negocio para unas pocas personas conectadas con el poder, los esfuerzos mejor intencionados se irán al traste. Sin embargo, al ser tan obvios y tan numerosos los interesados económicamente en el progreso de Gaza, quizás se puedan articular mecanismos de prevención de los abusos –sobre todo si Tony Blair es capaz de crear un equipo humano tan preparado técnica como éticamente.
La paz en Gaza ha resultado de la conjunción de dos factores: por un lado, la ingenuidad casi infantil de Trump al ver Gaza como una oportunidad económica; y, por el otro, la ingenuidad infantil de una sociedad civil que ha visto Gaza como una oportunidad para concienciar al mundo. Sin las acciones, a veces pueriles, como embarcarse en una flotilla rumbo a las costas de Gaza, de miles y miles de activistas, las opiniones públicas no hubieran virado, de forma tan dramática como lo han hecho, de un apoyo casi incondicional a Israel, «nuestra democracia en la región», a una crítica rotunda a las matanzas de su ejército.
La flotilla perdió la batalla contra el ejército israelí, pero ganó la guerra de la propaganda. Una guerra en la que el propio Netanyahu admitió haberse metido al reconocer que las redes sociales eran una de las armas más importantes de Israel. Muchos de los activistas implicados en la flotilla se unieron por motivos políticos y personales espurios, azuzados en algunos casos de forma evidente por un narcisista deseo de protagonismo. Solo hace falta ver algunos de los videos de TikTok que colgaron en las redes. Pero sus gritos, desde la flotilla y, sobre todo, manifestándose en las calles de cualquier ciudad, de San Francisco a Estocolmo, han servido para alterar una mentalidad occidental que, llevada por la inercia, ha sido perezosa en su escrutinio al gobierno israelí.
No creo que Trump y Thunberg merezcan, el próximo año, el Premio Nobel de la Paz, pero nadie negará que la imagen de ambos recibiendo juntos la medalla en Oslo sería icónica.
	
						
			
			
			
	
			
			
			
			
		
COMENTARIOS