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Schopenhauer y la parábola de los puercoespines

Cuando más cerca estamos, más chocamos por carácter, opiniones, costumbres o manías. El reto está en hallar esa distancia óptima que aporta la calidez del vínculo social sin sufrir sus incomodidades en demasía.

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07
octubre
2025

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Pensemos en una persona a la que le encanta la playa durante el verano. Pero en la primavera no tanto; se aburre si no hay algo de ambiente, gente a su alrededor. A su vez, tampoco le gustan los calurosos domingos de agosto en los que el arenal es invadido por grandes masas de personas. Cuando esto sucede, por pura estadística, alguien siempre tiene la idea de encender un altavoz que enmudece las olas y el canto de las gaviotas; los niños corretean entre las toallas arrojando arena a los ojos; las toallas ajenas se aproximan más de lo protocolario; las sombrillas de los demás proveen de una sombra indeseada.

Algunos pensadores, como Platón o los contractualistas modernos, mantuvieron que la sociedad nace por un interés compartido. Para el primero, no podemos autoabastecernos de todo lo preciso. No somos seres autárquicos, por lo que necesitamos de la organización social para satisfacer todas nuestras necesidades. Por esto nace la sociedad. Por su lado, su alumno predilecto, Aristóteles, discrepa del maestro y ofrece otra explicación: el humano es zoon politikon, esto es, un animal social. Nos juntamos por naturaleza, de una forma no demasiado alejada de las abejas o las hormigas.

Ahora bien, como muestra el ejemplo de la playa, el equilibrio requerido para esta convivencia no siempre es sencillo de encontrar. El filósofo alemán Arthur Schopenhauer (1788-1860) describió con precisión este problema en lo que denominó como la «parábola de los puercoespines».

Un grupo de puercoespines está pasando el invierno. Se acercan unos a otros para entrar en calor. Pero pronto, al sentir las púas del vecino, el dolor les obliga a separarse. El frío aprieta de nuevo y, en busca de alivio, se aproximan otra vez, repitiendo el ciclo. Por fin, encuentran una distancia justa que les permita calentarse sin herirse.

Es una metáfora de la convivencia humana. Por necesidad (Platón) o por naturaleza (Aristóteles), buscamos la compañía de los otros. Empero, cuando más cerca estamos, más chocamos por carácter, opiniones, costumbres o manías. El reto está en hallar esa distancia óptima que aporta la calidez del vínculo social sin sufrir sus incomodidades en demasía.

El arte de la convivencia no demanda la erradicación de las púas sino una gestión del espacio

En su obra Parerga y Paralipomena, Schopenhauer utiliza esta imagen para hablar de una suerte de distancia de cortesía. Una estrategia de convivencia que pasa por limitar el contacto a las dosis recomendadas para preservar la armonía. No solo de la sociedad entendida como ente abstracto, también para las relaciones personales. Sea con la pareja, con amigos o familiares, el acercamiento ofrece todo un catálogo de beneficios. Pero no menos ciertas son las rozaduras que surgen como contrapartida (como las peleas que surgen en las vacaciones). Como los puercoespines, hay que reajustar la distancia.

En el ámbito de la psicología moderna resuena el concepto de los «límites personales». Saber hasta dónde se debe permitir la intromisión ajena es una habilidad que requiere de autoconocimiento, por un lado, y de empatía, por el otro.

El esquema de la parábola se muestra como altamente sugerente a la vista, asimismo, de nuestro mundo hiperconectado. Las redes sociales acercan en apariencia, pero ese aparente contacto multiplica las posibilidades del conflicto al no dejar espacio para una gestión del espacio propio, de la soledad. Por no hablar ya de las opiniones vertidas sin contexto, del exceso de información personal expuesta o de las comparaciones insanas. En este sentido, la justa distancia supone saber cuándo conviene desconectar.

No es esta una apología del aislamiento. Pese a su fama de misántropo, Schopenhauer no negó la necesidad de los lazos sociales. Advirtió sobre el daño que nos imprimen, sin saberlo, las púas de los demás. Y, ante esto, recalcó la virtud de una administración consciente de esos mismos lazos.

Esta distancia justa no es fija. Varía según la persona, la etapa vital e incluso según las circunstancias particulares del momento. Hay inviernos que obligan a acercarse más y canículas en las que conviene mantener una generosa distancia. Estas son las vicisitudes de la vida en sociedad, de la «insociable sociabilidad» que menciona Immanuel Kant (1724-1804) en su Hacia la paz perpetua.

La cercanía no siempre implica amor, ni la separación, desinterés. El arte de la convivencia no demanda ilusoriamente la erradicación de las púas. Demanda una gestión del espacio. Para lo cual no queda otra que hacer gala del tan denostado diálogo. De la comunicación entre seres que se reconocen como iguales.

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