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Sócrates, el hombre que no escribió nada y lo cambió todo

Condenado a beber cicuta y sin haber dejado una sola línea escrita, Sócrates se convirtió en una figura fundacional del pensamiento occidental.

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15
octubre
2025

En el bullicioso mercado de Atenas, entre los puestos atestados de cerámica, telas y objetos de bronce, Sócrates solía detenerse con calma, observando detalladamente cada mercancía. Quienes lo acompañaban en esas caminatas más tarde recordarían cómo, en lugar de comprar, se quedaba en silencio, mirando con atención los relucientes y exóticos productos expuestos. En una de esas ocasiones, tras examinar durante un buen rato los estantes repletos, dijo: «¡Cuántas cosas hay que no necesito!».

La escena resulta reveladora, quizás no tanto por el ingenio de la frase, sino por la actitud del filósofo. Ahí está el germen de su filosofía y, por tanto, de la filosofía occidental moderna. Y es que el mercado, para Sócrates, más allá de ser un lugar de intercambio económico, era un escenario donde se ponía de manifiesto la relación de los ciudadanos con sus deseos, sus costumbres y sus prioridades. Esa mirada distinta, sería también la que aplicaría a la política, la religión o la moral.

Nacido en el año 470 a. C., hijo de un cantero y una partera, Sócrates fue un ciudadano ateniense común en términos de origen social, pero extraordinario en su modo de relacionarse con la polis. No fue un político, ni un poeta, ni un estratega militar —aunque combatió como hoplita en varias batallas de la guerra del Peloponeso—. Fue, simplemente, un hombre que dedicó su vida a conversar en las plazas, en los gimnasios y en los mercados. Platón lo retrataba como alguien que podía pasar horas de pie, abstraído en sus pensamientos, y que al mismo tiempo no dudaba en dialogar con artesanos, soldados o comerciantes.

En una ciudad que había perfeccionado la retórica como instrumento de poder, Sócrates desconfiaba de los discursos ornamentados. Su método, la mayéutica, consistía en interrogar, refutar y obligar a su interlocutor a reconocer su propia ignorancia. Más que ofrecer respuestas, abría preguntas. Esto le granjeó fama de sabio y, a la vez, de molesto. Frente a los sofistas, que cobraban por enseñar a argumentar, él aseguraba no poseer sabiduría alguna. Solo sabía que no sabía, y ese reconocimiento de la ignorancia era para él, como sabemos, el primer paso hacia el conocimiento.

Frente a los sofistas, que cobraban por enseñar a argumentar, Sócrates aseguraba no poseer sabiduría alguna

Su figura no fue ajena a las tensiones políticas de la Atenas de su tiempo. La derrota frente a Esparta y la posterior crisis de la democracia lo situaron en el centro de las sospechas. Algunos de sus discípulos, como Critias o Alcibíades, estuvieron ligados a movimientos oligárquicos y conspiraciones. Aunque él no participara directamente en esas intrigas, la asociación bastó para convertirlo en un personaje incómodo para el poder.

En el año 399 a. C., fue acusado de corromper a la juventud y de impiedad contra los dioses de la ciudad. El juicio, uno de los episodios más célebres de la historia de la cultura occidental, terminó con su condena a muerte. Según el relato de Platón en la Apología, Sócrates se defendió sin recurrir a la demagogia, aceptando la pena como gesto de una vida coherente. Prefirió morir antes que abandonar la filosofía o aceptar un exilio que le habría impedido seguir dialogando en Atenas.

Sócrates más allá de la muerte

Lo paradójico es que se convirtió en un referente filosófico sin haber dejado una obra escrita. Todo lo que sabemos de él procede de los testimonios de sus discípulos y contemporáneos: Platón, Jenofonte, Aristófanes o Aristóteles. Esto ha generado lo que los especialistas llaman «la cuestión socrática»: ¿hasta qué punto podemos distinguir al Sócrates histórico de las reconstrucciones literarias y filosóficas que se hicieron de él?

Más allá de estas dudas, hay rasgos que parecen claros. Sócrates defendía que la virtud estaba ligada al conocimiento: nadie hace el mal a sabiendas, sino por ignorancia. La tarea del filósofo era, por tanto, ayudar a que los ciudadanos examinasen sus propias vidas, porque «una vida no examinada no merece ser vivida». Este énfasis en la ética individual, en la necesidad de cuidar del alma antes que de la riqueza o el poder, fue una auténtica revolución para su tiempo.

Su muerte no apagó su influencia; al contrario, la multiplicó. Platón construyó a partir de su maestro el núcleo de su propio pensamiento, y Aristóteles, aunque crítico, heredó también ese impulso por fundar la filosofía como búsqueda racional de principios. Los cínicos, los estoicos y los epicúreos vieron en Sócrates un ejemplo de vida coherente, de libertad interior, de independencia frente a la opinión pública.

Los cínicos, los estoicos y los epicúreos vieron en Sócrates un ejemplo de vida coherente y de libertad interior

Con el cristianismo, su figura se reinterpretó como la de un mártir pagano que prefirió morir antes que traicionar sus convicciones, y en la modernidad se convirtió en emblema de la conciencia crítica frente al poder. Kierkegaard lo consideró el paradigma del individuo que se enfrenta a la masa; Nietzsche lo criticó como símbolo de la decadencia racionalista; y en el siglo XX, su figura reapareció como modelo de resistencia civil.

En términos estrictamente históricos, Sócrates encarna el paso decisivo de la filosofía como especulación sobre la naturaleza —el terreno de los presocráticos— hacia la reflexión sobre la ética, la política y el sentido de la vida humana. Más que un sistema, dejó una actitud: el cuestionamiento constante, la búsqueda del bien, la convicción de que el diálogo es el camino para alcanzar la verdad.

Más de dos milenios después, la sombra de Sócrates sigue proyectándose sobre la cultura occidental. La mayéutica sigue viva en las aulas, en los tribunales, en los debates políticos. Su negativa a vender la sabiduría lo convirtió en un símbolo de integridad intelectual. Y su muerte, asumida sin miedo, lo elevó a una categoría que pocas figuras históricas han alcanzado: la de aquel que encarna, con su propia vida, la esencia de lo que predica.

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