Opinión
El consuelo de la ‘quiet ambition’
«No es que los jóvenes de pronto valorasen la vida de otra forma, sino que comprendieron que no iban a ser valorados de ninguna manera. Los viejos no nos sometimos a un sistema de jerarquías y ascensos porque nos fuera el rollo sado de autoexplotarnos o que nos zurrasen con látigos, sino porque teníamos esperanzas fundadas en que los sacrificios tendrían recompensa», advierte el escritor Sergio del Molino.
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Alicia Adamczyc es una periodista económica de Nueva York que en 2023 acuñó el casi oxímoron quiet ambition, ambición tranquila o callada. Digo que es un casi oxímoron porque la ambición puede ser tranquila y callada sin dejar de ser ambiciosa, no hay contradicción entre sustantivo y adjetivo. De hecho, una ambición sosegada es una forma muy inteligente y madura de ambicionar algo. El sintagma se ha hecho popular, pese a que no expresa bien lo que quería contar Adamczyc, que hablaba del cambio de espíritu de los jóvenes, desapegados de la competencia profesional y reacios a entregar su vida al trabajo, como hacemos los mayores. Adamczyc analizaba una falta de ambición, no una ambición tranquila. El resumen de su texto, publicado en la revista Fortune, era que el sueño americano de esfuérzate y vencerás no se lo traga nadie, y que una parte de los jóvenes ha decidido que se esfuerce Rita.
Pero bien, de acuerdo, no me pongo más pejiguero: ese no-sé-qué que les pasaba a los jóvenes con el trabajo necesitaba un nombre, y quiet ambition le da ese toque literario que la sociología de garrafón siempre busca.
En estos dos últimos años, la sensación abstracta se fue llenando de concreciones y discursos. Menudean los ensayos y análisis que delimitan la anchura del abismo generacional. Se ha empastado este con la reflexión ya añeja sobre la vida lenta y el retiro –que no la empezaron los jóvenes, sino los viejos cansados que cantaban menosprecios de corte y alabanzas de aldea– y ha desembocado en una refutación radical de la vida profesional tal y como la conocimos los que ya tenemos una vida laboral que ocupa varias hojas.
A partir de 2008, la relación entre sacrificio y expectativas se truncó
Hay colegas de mi edad y más mayores que se enfadan un montón con esta actitud y les llaman mimados y flojos y llorones, pero creo que se confunden un poco y se pierden en un bucle de reproches. Detrás de la quiet ambition hay mucha frustración y necesidad de consuelo. El discurso no es más que la racionalización de una impotencia, lo que viene a ser un autoengaño.
Lo que empezó a cambiar con la crisis de 2008 y se agravó radicalmente tras la peste de 2020 fue la gestión de las expectativas. No es que los jóvenes de pronto valorasen la vida de otra forma, sino que comprendieron que no iban a ser valorados de ninguna manera. Los viejos no nos sometimos a un sistema de jerarquías y ascensos porque nos fuera el rollo sado de autoexplotarnos o que nos zurrasen con látigos, sino porque teníamos esperanzas fundadas en que los sacrificios tendrían recompensa. Al final de los años de becariado y precariedad asomaba la posibilidad de una vida burguesa donde podríamos pagar una casa digna y llevar una vida razonablemente cómoda. No había garantías ni todos llegarían, pero era posible: lo veíamos en los compañeros cuyas vacaciones y bajas cubríamos.
La posibilidad cierta de una carrera espoleaba las ambiciones nada calladas de quienes empezamos a trabajar mucho antes de las crisis. Pero, a partir de 2008, la relación entre sacrificio y expectativas se truncó. El sacrificio se hacía mayor en los sectores azotados por la recesión, y la recompensa, más improbable. Las empresas exigían más por mucho menos. Ser becario dejó de ser una gatera de entrada a la organización para convertirse, en muchos sitios, en una condición perenne. Incluso en el sector público: ¿cuántos profesores asociados llevan media vida ganando una miseria ridícula sin ninguna posibilidad de consolidar su posición? ¿Cuántos interinos eternos tienen las administraciones?
Al mismo tiempo, la vivienda se encarecía, y vivir en las grandes ciudades –donde están las empresas donde un universitario puede hacer carrera– se ponía más cuesta arriba. Sueldos chicos y alquileres disparatados que alargaban la adolescencia. Nosotros, los nacidos cuando la democracia gateaba, podíamos malvivir en un pisucho compartido porque estábamos convencidos de que era una situación provisional. Lo tomábamos incluso como una aventura, un capítulo divertido y caótico de nuestra novela de aprendizaje. Pero llegar a la frontera de los cuarenta con ese panorama frustra y deprime al más entusiasta.
La conclusión acertada es que no compensa. En términos estrictamente económicos, es irracional y ruinoso invertir toda la juventud en un plan cuya rentabilidad es incierta y casi improbable.
Unas empresas que no ofrecen más que escasez no pueden esperar de sus trabajadores pasiones ni lealtades
Unas empresas que no ofrecen más que escasez y fideos chinos de microondas para cenar no pueden esperar de sus trabajadores pasiones ni lealtades. Una corporación regida por fondos de inversión y centrada en la rentabilidad a corto plazo no puede crear espíritus corporativos o sentimientos de equipo. ¿Cómo se va a comprometer nadie con una empresa, si ni siquiera sus ejecutivos están comprometidos con ella? ¿Qué esfuerzos puede pedir a una plantilla un CEO oportunista que hoy dirige una compañía y mañana otra en otro sector diferente?
La quiet ambition es una respuesta racional, pero también un autoengaño, pues su propósito es convencer a quien la practica de que es el dueño de su vida y destino. No es cierto: no ha sido él quien ha decidido que el trabajo no es el centro, otros lo han decidido por él. Renuncian a un mundo que ya les había expulsado de antemano. Por eso no está bien que los viejos privilegiados que hemos encontrado en el trabajo una forma de estar en el mundo (y a algunos no nos avergüenza decirlo) nos enfademos por sus acusaciones. Al contrario: hay que desearles que trasciendan ese discurso consolador y autocomplaciente y encuentren en la organización, la solidaridad y el conflicto una manera de responder a la injusticia que se ceba con ellos. Porque del aire tampoco van a vivir.
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