Opinión

Pornografía cultural

Vivimos en una sociedad de la vigilancia, donde nuestras vidas personales son cada vez más transparentes, dejando totalmente al descubierto nuestros datos, actividades y hechos privados. Nuestro mayor placer parece consistir en entregarnos compulsivamente a la dominación de aquellos que nos manipulan y someten. Y el instrumento de placer que sirve a tal propósito sería el ‘smartphone’, que la mayoría de la población emplea diariamente sin concesiones.

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15
diciembre
2023

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Como ya he comentado en alguna otra ocasión, vivimos en una sociedad de la vigilancia, por lo que la nuestra es una realidad distópica se mire como se mire. Esto se debe al hecho de que nuestras sociedades y vidas personales son cada vez más transparentes. Existe una fuente de poder central que tiene acceso a nuestros datos, actividades y hechos privados. Hacer del todo social algo visible y manifiesto es propio de sociedades totalitarias, esto es, sociedades en las que el control por parte de los poderosos es total.

El panóptico, concepto ideado por Jeremy Bentham, consistiría en una prisión construida de tal modo que la autoridad pertinente pudiese ver a cada uno de sus presos en todo momento. Siendo siempre visibles, estos no llevarían a cabo acciones ilícitas, pues serían conscientes de la vigilancia a la que estaban siendo sometidos. Hoy, gracias a internet, las redes sociales, etc., el mundo es un gran panóptico en el que los ciudadanos exponemos nuestras vidas, más que deseosos, ante la mirada de todos.

Bien podríamos referirnos a las redes sociales como redes de observación, pues esa es la función que en última instancia desempeñan: las élites aprovechan nuestra vanidad e instintos sociales para observarnos y nutrirse de la información que les proporcionamos. En el mercado, nuestros datos representan el nuevo petróleo con el que comercian las grandes corporaciones. Como ocurre con los presos de una cárcel panóptica (como lo fueron Carabanchel o la Modelo de Barcelona), que se ven cohibidos a la hora de «pecar», pues saben que sus quehaceres son por completo accesibles a la mirada ajena, hoy sumisamente seguimos unas reglas ideológicas, nos autocensuramos, repetimos abiertamente ciertos eslóganes aceptables y mentimos abiertamente (afirmando cosas que en realidad no creemos) para encajar y no ser sancionados públicamente.

Hacer del todo social algo visible y manifiesto es propio de sociedades totalitarias, en las que el control por parte de los poderosos es total

Desde la publicación de obras distópicas como 1984 (1949) y Un mundo feliz (1932), muchos lectores se han preguntado cuál de ambos libros acertará a la hora describir nuestro futuro. Al analizar lo que está aconteciendo en los últimos tiempos, yo diría que nuestro futuro se parece cada vez más a una síntesis casi perfecta de ambas novelas. Por un lado, somos vigilados por el gran ojo panóptico de 1984, con su acceso a gran parte de nuestras vidas (algo que nos impide ser nosotros mismos, ser libres) y, por otro, es el hedonismo propio de Un mundo feliz el que nos lleva a encadenarnos voluntariamente, a abrazar el sometimiento y la alienación tecnológicos. Como se dice en inglés: «We are prisoners of our own device».

En relación con esto dijo el historiador Richard O. Paxton: «Sin duda, los regímenes fascistas trataron de redibujar radicalmente los límites entre lo privado y lo público hasta que la esfera privada casi desapareció por completo». Robert Ley, jefe de la Oficina de Trabajo Nazi afirmó que en un Estado nazi el único individuo privado era el individuo dormido. Para algunos analistas, este esfuerzo por hacer que la esfera pública engulla enteramente la esfera privada es, de hecho, la verdadera esencia del fascismo. Ciertamente, con las tecnologías que avanzan hoy a pasos agigantados, quizás sea posible incluso hacer accesibles a otros el contenido de nuestros sueños, de nuestro inconsciente, para hacer visibles nuestras motivaciones más íntimas, desconocidas incluso para nosotros mismos.

No hace falta mirar al futuro ni al pasado para dar con el mayor estado de vigilancia jamás diseñado por el ser humano

Creo yo que no somos del todo conscientes del totalitarismo en el que ya, de hecho, nos movemos. No hace falta mirar al futuro ni al pasado para dar con el mayor estado de vigilancia jamás diseñado por el ser humano. Un dispositivo de observación transnacional, por otra parte. Accedemos afanosamente a vivir secuestrados, sin tener apenas conciencia alguna de ello. Nuestro mayor placer parece consistir en entregarnos compulsivamente a la dominación de aquellos que nos manipulan y someten. Y el instrumento de placer que sirve a tal propósito sería el smartphone, que la mayoría de la población emplea diariamente sin concesiones.

Este interés del poder por vigilarnos tiene efectos sobre nuestras vidas, nuestra cultura y desarrollo emocional y cognitivo. La sociedad de la transparencia es, ¿cómo no?, una sociedad pornográfica, donde nada se oculta. Esto nos ha llevado a participar de una cultura hipercínica, obscena en muchos sentidos. El cinismo se caracteriza por querer contemplar la realidad desnuda, sin atisbos de idealización. El cínico es aquél que cree conocer las motivaciones humanas, a su juicio siempre interesadas y mezquinas (motivaciones humanas, aunque de raigambre animal, sitas en el cerebro reptiliano). El surgimiento del moralismo de cartón piedra que nos asola por doquier se sustenta precisamente en dicho cinismo radical que hace de todos nosotros productos de consumo, meros objetos para el placer, ya sea sexual o sentimental (no es de extrañar que esta última haya sido una verdad muy cacareada en los últimos años).

El moralismo rampante es una sobrecompensación del tremendo cinismo con el que operamos en la vida real. Por vía de una afectada y falsa indignación moral, tratamos de demostrar a otros (y a nosotros mismos) que somos buenos, cuando bien sabemos que no es el caso. En el fondo, nos sentimos asqueados ante nuestro quehacer diario, pues no está nunca a la altura de ideal de conducta alguno. Nos comportamos sucia y cínicamente con todos, nosotros incluidos. Al menos esa es la tendencia que ha generado el uso indiscriminado de nuevas tecnologías.

En el fondo, nos sentimos asqueados ante nuestro quehacer diario, pues no está nunca a la altura de ideal de conducta alguno

En nuestra cultura de la pornografía nos comunicamos a palo seco, nos conducimos con increíble impaciencia, hacemos de los demás autómatas sin sentimientos. Estos defectos, que ya son atributos comúnmente compartidos por muchísimos millones de personas en todo el mundo, son producto de la dictadura tecnológica y su ideología de internet. Se trata de principios de acción y pensamiento diseminados por medio del smartphone, ya un dispositivo cuasi integrado en nuestra biología, como ocurría en la clásica imagen del hombre o mujer biónica.

El smartphone es parte de nuestras vidas y lo cierto es que está haciendo verdaderos estragos. Como ocurría antaño en el caso del tabaco, cuando se creía que fumar era aceptable hasta en los hospitales, casi la totalidad de la población hace uso cotidiano de una droga (de muy mala calidad) de la que no puede ni quiere deshacerse. Aunque ya seamos conscientes de muchos de los daños que provoca (todos ellos psicológicos), no me extrañaría que dentro de diez o veinte años se comiencen a vislumbrar los efectos realmente deletéreos (algunos de ellos incluso físicos) de tales aparatos y actitudes vitales.

Una cosa es hacer de la pornografía un departamento estanco de la fantasía, a la que acceder de cuando en cuando, y, otra, convertir nuestra existencia toda en pura pornografía, en un mirar y hacer sin velos, sin filtros; traicionando ideales cuyo valor, a pesar de nuestro desprecio, es mucho mayor de lo que creemos.

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