Siglo XXI

Por qué vivimos completamente desnudos (y no lo sabemos)

Nuestra privacidad se erosiona poco a poco hasta el punto de alcanzar la esfera de nuestro propio cuerpo. Un fenómeno que, en parte, se resume en las palabras de Brittany Kaiser, antigua empleada de Cambridge Analytica: «Los datos son el recurso más valioso del planeta».

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26
abril
2022
‘Una ninfa sorprendida’ (1886) por Edgar George Papworth.

A pesar de constituir la última frontera de la intimidad y uno de los más profundos límites de nuestra privacidad, el desnudo también se ve hoy asediado por la constante erosión de nuestras esferas privadas. Nuestro cuerpo es un reflejo simbólico de lo más privado, aquello que nos pertenece exclusivamente a nosotros y que no compartimos con todos. Aquello de lo que, además, generalmente nos avergonzamos: mostrar nuestro cuerpo al completo, al igual que ocurre con nuestros pensamientos más íntimos, nos hace sentir pudor.

Nuestros pensamientos íntimos y nuestras ‘partes privadas’ representan el último reducto de nuestro yo, aquello que nos pertenece de modo exclusivo. No obstante, ¿estamos perdiendo la exclusividad que albergábamos en nuestro interior? El actual proceso de desvelamiento generalizado al que se ha hecho referencia en los últimos tiempos se ha asociado, originalmente, a nuevas formas de libertad frente a una represión que hasta entonces había caracterizado a toda la sociedad. Históricamente, la represión ha sido necesaria para dominar y controlar a los miembros de una comunidad, conformándose como una herramienta para perpetuar todo statu quo a modo de contención de energía y como medio de imponer ciertas creencias y formas de vida. La represión es, por tanto, una forma de impedir la manifestación de los impulsos individuales, un instrumento de contención.

A partir de los años sesenta del siglo XX, sin embargo, dicha represión comenzó a ser gradualmente calificada de nociva. La desinhibición cobra interés, a partir de entonces, como modelo de conducta. No obstante, esta nueva libertad y apertura está siendo empleada también, de modo cada vez más evidente, como herramienta de control por parte del poder: actualmente somos cada vez menos represivos en multitud de aspectos, pero también estamos más desnudos, tanto en sentido literal como figurativo; es decir, vivimos cada vez más expuestos: cualquiera puede grabar una conversación privada y publicarla; fotografiarnos y difundir nuestra imagen; o localizarnos por vía de nuestros teléfonos móviles.

La libertad está siendo empleada también, de modo cada vez más evidente, como herramienta de control

Los teléfonos móviles pueden llegar a recordar, en este sentido, a las telepantallas de la novela 1984: un sistema de televisión que difundía mensajes de propaganda que interesaban al Estado y que contaban con un monitor de vídeo que permitía a la llamada Policía del Pensamiento escuchar y ver lo que hacía cada persona en su habitación. Parece que los smartphones hoy ejercen una función similar, al menos en cuanto a su capacidad, si atendemos a los múltiples episodios de espionaje masivo: son herramientas que, aunque nos venden cosas, sirven para vigilar también nuestros movimientos. Hoy, tales telepantallas nos acompañan en todo momento y lugar y, según algunos, dentro de muy poco pasaremos a integrarlas dentro de nuestros propios cuerpos.

Pero ¿a qué se debe este nuevo interés generalizado por desvelar nuestro yo y por qué parecemos dispuestos a dejar de poseer nuestra privacidad? A día de hoy, las corporaciones vinculadas a las plataformas sociales ya pueden emplear los datos que recogen a través de internet para saber cosas tan dispares como si estamos embarazados o tenemos intención de suicidarnos; en ocasiones, no es aventurado decir que llegan a conocer nuestros deseos mejor que nosotros mismos. Se trata de un enorme negocio vinculado a la información, y esta ha de obtenerse a través de la trasparencia, pero no como la solemos entender, si no en el sentido de que nada puede ya ser secreto o permanecer oculto. Así lo explicaba Brittany Kaiser, antigua empleada de Cambridge Analytica: «Los datos son el recurso más valioso del planeta». Efectivamente: hoy, los datos son más valiosos que el petróleo, ya que estos expresan nuestros gustos, intereses y, por supuesto, nuestro consumo.

Y no solo eso: en la actualidad ya se hallan en desarrollo aparatos que nos permiten comunicarnos mentalmente con máquinas. Se trataría de una tecnología capaz de descodificar nuestras señales neuronales para convertirlas en órdenes dirigidas a la actuación de ciertos artefactos. El billonario Elon Musk, precursor del proyecto Neuralink y reciente dueño de la plataforma Twitter, ha expresado en numerosas ocasiones su deseo de implantar chips en nuestros cerebros. Según él mismo reconoce, aspira a depositar digitalmente nuestros recuerdos, así como a recabarlos y reemplazarlos. Ciertas corporaciones tendrían así acceso a nuestros pensamientos más íntimos, un activo enormemente valioso para cualquier poder. El propio Thomas Hobbes escribió en el siglo XVII, en Leviatán, que la libertad de conciencia era un hecho más que un derecho, ya que ningún tirano es capaz de acceder a nuestros pensamientos privados. No obstante, parece que incluso esto, hasta hace poco una realidad inamovible, puede cambiar (con el beneplácito, además, de una considerable parte de la ciudadanía). Poco a poco, nos acercamos a la idea central que Aldous Huxley defendía en la novela Un mundo feliz: la nueva cultura de la desinhibición y el hedonismo puede ser mucho más favorable a los intereses del poder de lo que jamás podría serlo una cultura de la represión.

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