Opinión

Antonio Vega, entre el espacio y la materia

En la música española de la recta final del siglo XX, Antonio Vega (1957-2009) fue una de sus figuras claves. Pero ¿qué era lo que había tras el icono?

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07
junio
2023

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Antonio Vega supo entender que las cosas que brillaban en exceso eran fugaces. Sería pretencioso llamarlo «estrella», sin duda; suena mejor «asteroide» o «piedra» que vuela a ras de su propia sombra, la que se aferra a ella para no quedarse atrás y se quema de lo rápido que vuela. Esa fue la certeza que tuve al verle pasar cerca, la primera de las mil que vendrían después.

Tenía prisa por volver, siempre, quizá por eso caminaba tan rápido cuando salía de su galaxia, que no era otra que un local de ensayo, un salón con cien enchufes, una mesa, trastos, guitarras, humo y púas. Encima le funcionaba el cerebro mejor que a la mayoría. Su cruz, le dijeron a una madre que ya sospechaba que este hijo se dolía mirando, pero también nuestra suerte, un regalo de hacernos al resto más sabios, más cerca de lo que no entendemos porque nunca hemos mirado desde tan arriba. Pues claro que tenía vértigo. Pero se encaramó a crestas y paredes venciéndose entre esfuerzo y pavor. Y se quedó colgado en una de esas montañas de una perdición llamada «curiosidad» que le hizo caminar por una línea tan delgada que, de tropezar, podría despeñarle por miedoso, que también era. Quien no lo sea es un tarado. Pero sus canciones no nacían de mirar alrededor, sino de mirarse dentro. Por eso siempre anduvo cabizbajo.

«Sus canciones no nacían de mirar alrededor, sino de mirarse dentro, por eso siempre estuvo cabizbajo»

Esa pasión por el espacio, el universo, la física cuántica o la arquitectura revelaba el hambre por entender, pero todos los caminos estaban llenos de pérdida de tiempo que su impaciencia le hizo abandonar. Por eso se refugió en el sonido, en los acordes y el espacio que dominaba tras cualquier compás, las matemáticas que suenan. Se aferró a las canciones para tratar de explicar lo que no entendía, como una partícula que desafía las normas clásicas de la materia, dejándose la piel y el todo para poder sentir más que el resto. Era una esponja que robaba su alrededor, te chupaba, un embudo que varias veces se desbordaba porque no podía tragarse tal caudal de sensaciones. Entonces decidió pararse para mirar más despacio dentro de un mástil de guitarra, cambiando tonos, afinaciones y descubriendo lo que no se aprende si no te ensucias las manos.

En el abismo también residía su generosidad. No podía concebir la amistad sin el regalo de hacerte partícipe de su espacio y eso enganchaba. Antonio manejaba como un sastre la forma de hacerte el traje adecuado para cada ocasión, ya fuera en el infierno o sobre el escenario, pues conseguía que sus partículas estuvieran en dos sitios a la vez, arriba y abajo, dos mundos, contrarios y complementarios, cambiando cualquier norma hasta la fecha establecida, el suyo y el de los demás.

Allí sobre las tablas, Antonio recuperaba su forma y dejaba de mirar hacia abajo para hacerlo de frente enseñándonos los sitios donde habitaba. También descansaba de gastarse. Después comenzó a pulir hasta el extremo; las palabras, los acordes, la impecable claridad de su voz, su afinación y los trastes que le hacían viajar en el tren de vuelta a los rincones más íntimos y privados. Luego regalaba concierto tras concierto en Clamores y siguió puliendo esas piezas hasta dejarlas casi perfectas, en ese tramo que va del nueve al diez que dejó anotado en Caminos infinitos. Su música trascenderá al paso del tiempo, como pasa con las cosas que pertenecen al resto de los mortales, pero es que Antonio Vega fue una de esas mentes brillantes que uno ve pasar tan rápido que cuando te quieres dar cuenta ya se ha consumido por completo.

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