El desafío de la hiperconectividad
La irrupción del 5G abre la puerta a la conectividad ultrarrápida y a nuevas herramientas para combatir los grandes retos de nuestra era, como las crisis sanitaria o climática. Al mismo tiempo, cuestiones como la ciberseguridad, el humanismo o la brecha digital también se asoman por la rendija. Un grupo de expertos reunidos por Ethic con la colaboración de Telefónica debaten, pantalla mediante, sobre las posibilidades que esta tecnología brinda a la sociedad en su conjunto.
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Año 1998. Pedro, padre de dos hijos adolescentes, descuelga el teléfono fijo –por supuesto, de rosca– para llamar a su amigo y ver cómo quedan al final para cenar. Nada más levantarlo, de sus agujeros brotan unas irritantes onomatopeyas difícilmente traducibles en la tinta sobre la que usted lee estas líneas. Pongámosle unos «¡Prrrriiiiiii! ¡Rrrrrrrrrrr! ¡Biiiiiip Biiiiip!» que, misteriosamente, solían ir seguidos de otros exabruptos –estos sí más fáciles de reproducir– preguntándose quién estaba usando internet, cuántas horas llevaba descargándose la peliculita y cuándo demonios iban a dejar libre la línea. Además de indicar que ya avanza hacia ese difuso grupo de las personas de «cierta edad», si se ha visualizado en esta escena, probablemente todavía alucine cuando se pare a pensar que hoy su teléfono puede avisarle de que coja el paraguas antes de salir de casa.
Desde las redes móviles de primera generación (1G) lanzadas a comienzos de los años ochenta –analógicas, con una velocidad de 14kbps a 64 Kbps y que solamente permitían la comunicación por voz– a los parámetros que disfrutamos hoy con la cuarta generación –telefonía IP con una velocidad de 100 Mbps en movimiento y 1 Gbps cuando se permanece inmóvil– se ha producido una revolución tecnológica inimaginable hace cuarenta años. Y lo que nos espera con la quinta generación (5G), entonces nos habría parecido ciencia ficción: conexiones ultrarrápidas que alcanzarán los 10 Gbps, con un nimio consumo energético y que permitirán realizar videollamadas en tiempo real e incluso operaciones a miles de kilómetros de distancia, por ejemplo.
José María Lassalle: «Europa puede plantear un modelo de humanismo tecnológico que devuelva la fe en la democracia»
«La conectividad es algo bueno, de la misma manera que lo fueron las carreteras, los ferrocarriles o internet, que ha sido un factor enorme para sacar a países y enormes masas de la población mundial de la pobreza. Sin embargo, las comunicaciones –los 2, 3 y 4G– también ha habido ganadores y perdedores», reconoce Federico Ruiz, director del Observatorio Nacional del 5G. Él fue uno de los participantes del encuentro virtual El desafío de la hiperconectividad, un debate organizado por Ethic con la colaboración de Telefónica en el que expertos de todas las ramas intentaron arrojar luz sobre los complejos retos que plantea una tecnología que ya está aquí y que toca ramas tan diversas como la geopolítica, el empleo, la economía o la propia concepción de nuestra identidad humana.
Para Ruiz, gestionar la etiqueta de la conectividad total es un desafío a todos los niveles, incluido el de definir qué papel ocupará España dentro de un mercado mundial que mueve miles de millones al año. «Está en nuestra mano hacerlo sin perder la confianza de los ciudadanos, que tienen que ver que la gobernanza de sus datos y de su identidad digital y el beneficio que genera no producen brechas ni entre clases sociales y territorios ni entre grandes bloques económicos», subraya.
Tecnologías para empujar la transición ecológica
Además de la ultra velocidad de las conexiones que promete el 5G, una de sus mayores aplicaciones tiene que ver con la conectividad de los dispositivos. En un momento en el que el denominado internet de las cosas (IoT) llega ya hasta nuestras zapatillas, las redes de quinta generación serían capaces de soportar un número mucho mayor de aparatos que incluyera, por ejemplo, una red de coches inteligentes conectados de forma simultánea. Y aquí llega el primer peaje: la sostenibilidad medioambiental.
Aunque el 5G es más eficiente energéticamente que su predecesora –hasta un 90% más–, la red de quinta generación tiene un consumo de electricidad más elevado. Dicho de otro modo, precisa de mucha menos energía para transmitir los mismos datos que el 4G, pero la mayor velocidad y ancho de banda incrementarán el consumo de los dispositivos. Hoy, el tráfico digital equivale ya a un consumo aproximado del 7% de la electricidad mundial. «Necesitamos desarrollar una digitalización que nos ayude a descarbonizar todos los sectores sin que aumenten las emisiones de carbono. Obviamente, eso supone consumir electricidad basada en energías renovables, pero también contener el consumo energético en la medida de lo posible», explica Maya Ormázabal, directora de Cambio Climático y DDHH de Telefónica, que sitúa la capacidad de reducción de emisiones de la digitalización entre un 15 y un 35 por ciento, en función de los datos ofrecidos por el World Economic Forum y el Exponential Roadmap.
Ormazábal reconoce que el reto pasa por replantear el diseño de las redes desde una perspectiva verde, pero también por idear planes para pagar las redes antiguas, pero también por saber ver el potencial de la tecnología para apoyar la transición ecológica del transporte, la industria o las ciudades. «El año pasado, Telefónica evitó la emisión de 3,2 millones de toneladas de CO2 a través de los servicios que proveemos a nuestros clientes y nuestro compromiso es el de elevar la cifra hasta, al menos, los cinco millones en 2025», explica, mientras habla del propio IoT y los hogares inteligentes como aliados para reducir el consumo.
Maya Ormazábal: «Necesitamos una digitalización que nos ayude a descarbonizar todos los sectores»
Si las políticas empresariales apuntan hacia la neutralidad de emisiones –en el caso del gigante de las telecomunicaciones, dentro de cinco años–, Europa también lo hace. Un año después de su puesta en marcha, el Green Deal se ha convertido en el buque insignia para lograr un continente descarbonizado antes de mitad de siglo, pero también en la palanca con la que salir de la crisis pandémica sin dejar a nadie por el camino. El primer marco para hacerlo son los Objetivos de Desarrollo Sostenible marcados por Naciones Unidas: aunque la tecnología no constituye un apartado por sí misma, es clave para lograr todos, desde la erradicación de la pobreza a, por supuesto, la mitigación del cambio climático. «Si ya antes estábamos lejos de conseguir cumplir la Agenda, Naciones Unidas estima que el coronavirus nos ha retrasado casi veinte años. Para salir de ello, la sostenibilidad acompañada de la tecnología es el camino», señala Germán Granda, director general de Forética.
De hecho, según un informe del Foro Económico Mundial de principios de año, la tecnología tiene un impacto muy relevante en la aceleración de al menos once de los ODS. En concreto, se menciona al 5G como algo crucial en aspectos como la salud, la creación de empleo o, precisamente, la reducción de emisiones y la lucha contra el cambio climático. «Además de mejorar nuestra calidad de vida, nos llevará también a una sociedad más humana. Lo que nos diferencia de los robots es lo que nos hace rentables a nosotros: si nos limitamos a trabajar como ellos, tenemos los días contados; pero si los utilizamos para sacar la excelencia y la empatía, caminaremos hacia una sociedad mejor», apunta por su parte la divulgadora Silvia Leal.
Inciertos movimientos en el tablero de juego
Pese a que esta tecnología tiene un inmenso potencial para lograr las metas compartidas, su desarrollo se produce dentro de una compleja partida en el tablero internacional. Si Europa desarrolló el 2G y Japón tomó el relevo con el 3 y 4G, Estados Unidos aprovechó la transición para entrar en una carrera por la quinta generación en la que su principal rival es China. Ahora, el Viejo Continente se dirime en cómo ser jugador y no terreno de juego en un partido crucial que, además, presenta una complejidad añadida: no es un derbi comercial entre potencias, sino de algo mucho más profundo.
«La disrupción tecnológica va a suponer una transformación casi ontológica de lo humano. Este cambio de mentalidad necesita ser acompañado por una cobertura legal y ética que no hemos tenido en las experiencias que han acompañado a la revolución digital hasta ahora. Junto a la tensión geopolítica, tenemos la posibilidad de que Europa se posicione como un tercer actor global frente a las tesis norteamericanas –que interpretan utilitariamente lo humano priorizando la eficiencia al consumo de contenidos y servicios, una especie de calvinismo digital– y chinas –que apuestan por buscar la eficiencia política en el establecimiento de mecanismos de subordinación al poder entendido en su naturaleza más desnuda–. Frente a eso, Europa puede plantear un modelo de humanismo tecnológico con políticas públicas que devuelvan la fe en la potencialidad esperanzadora e ilusionante de la democracia», explica José María Lassalle, director del Foro de Humanismo Tecnológico de Esade.
Daniel Innerarity: «Per se, la tecnología no es algo amenazante, pero es necesario pensarla»
El juego internacional marcará –y mucho– cómo enfrentarnos a ese enorme abismo que se abre ante nuestros pies. «Si existiera un orden global abierto, ir por detrás en una tecnología incluso podría darte igual al beneficiarte del acceso a ella ahorrándote costes de investigación, como ha ocurrido en otras ocasiones. Ahora, si vivimos en un mundo donde solo importan las ganancias relativas y no las absolutas, estoy dispuesto a ralentizar mi propio desarrollo –como ha hecho Estados Unidos–, si con eso consigo también frenar al otro», subraya por su parte el politólogo José Ignacio Torreblanca, director de la oficina de ECFR en Madrid. Para él, la cuestión va mucho más allá de que el 5G sea o no seguro en sí mismo. «Aunque cumpliera esas condiciones de seguridad, no querrías tener un elemento tan crucial que va a conectar tu sociedad y toda tu producción sobre la base de una tecnología en manos de una potencia extranjera que te está diciendo claramente que no comparte tus valores, como es el caso de China», apunta.
En mitad de la partida, uno de los contendientes ha cambiado. Biden recoge ahora el testigo de alguien más acostumbrado a llevarse la pelota que a jugar de manera civilizada. «Quizá nos dé una oportunidad a los europeos de mediar de una forma distinta en las negociaciones con China, pero la competición está ahí para quedarse. Desde un punto de vista práctico, teórico y ontológico, el orden internacional acaba pareciéndose a las unidades que lo constituyen y, en este caso, estas son cada vez son más populistas, autoritarias, nacionalistas, excluyentes e intervencionistas», explica Torreblanca.
Hacia un humanismo tecnológico… y democrático
Cómo afectarán los procesos automatizados a la democracia, alumbrada en una Grecia sobre la que se levantan los pilares que sostienen el ideal europeo, es uno de los grandes interrogantes. «Hablamos de construir un relato de justicia digital coherente que integre armoniosamente una relación entre el ser humano y la técnica, que establezca una alianza entre la dignidad humana y la tecnología. Es urgente canalizar la consumación digital dentro de un diseño centrado en una ética pensada desde y para la humanidad: una ética de la fragilidad y de la vulnerabilidad del ser humano que priorice su protección frente a una adversidad que podría ser, precisamente, un escenario de 5G sin control ético ni legal ante una voluntad de poder irresistible. Como europeos, tenemos a nuestro favor que venimos reflexionando sobre la relación del hombre y la técnica desde hace más de 2500 años: es algo que ya está en el Protágoras de Platón, y es una experiencia propiamente europea que otras civilizaciones no han abordado», explica Lassalle.
Como toda cuestión compleja, carece de lecturas simples. El filósofo Daniel Innerarity hace hincapié en la necesidad de huir del neutralismo –ese mantra de que la tecnología no es ni buena ni mala, sino que lo que la hace liberadora o esclavizadora es el uso que hacemos de ella– y del determinismo que no entiende que cualquier dispositivo abre posibilidades que escapan incluso del control de sus propios diseñadores, que no pueden prever el modo en que un artefacto puede interactuar en una sociedad compleja. «Habrá una hibridación que todavía desconocemos y es importante que la investiguemos. Per se, la tecnología no es algo amenazante y la digitalización no es un problema, pero es necesario pensarla. No podemos ni considerar las cuestiones políticas como meramente asuntos técnicos, ni considerar que las cuestiones técnicas son realidades apolíticas», insiste.
En entornos automatizados donde las decisiones y procesos son guiados por máquinas, ¿qué lugar hay para los humanos? ¿Cómo asegurarnos de que el mundo será el resultado de una configuración realizada libre e intencionadamente por nosotros? «El gran reto es cómo crear un ecosistema razonable de humanos y seres artificiales, donde haya tanta presencia humana como sea necesaria para poder considerarlo nuestra obra y, al mismo tiempo, que este tenga un diseño que nos permita disfrutar de los grandes beneficios que podemos obtener de los entornos automatizados. Por ejemplo, la idea de controla la inteligencia artificial, como establecen ciertos discursos buenistas de aparente humanismo, es incompatible con la naturaleza del problema. Es una manera de resolverlo banalizándolo. La distinción entre humanos y tecnologías cada vez va a ser más meramente analítica. En la práctica, vamos a ir a que ambas realidades se impliquen», zanja Innerarity.
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