Siglo XXI

Antihumanistas, transhumanistas y posthumanistas

¿Es la juventud un estado de ánimo? ¿Hay precariedad en el mundo del arte contemporáneo? ¿Hemos alcanzado el fin de la historia? ¿Cuáles son los fundamentos intelectuales del Estado Islámico? En ‘Ética, estética y política: ensayos (y errores) de un metaindignado’ (Arpa), Ernesto Castro responde a estas cuestiones y aborda temas como la nueva política, la bioética, el feminismo o la precariedad.

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30
julio
2020

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Lo malo del transhumanismo es su nombre. Si Leon R. Kass, el miembro del consejo moral de George W. Bush, hablaba de «la sabiduría de la repugnancia» para referirse a las emociones que subyacen al rechazo intuitivo que genera en nosotros la idea de sodomizar a nuestro hermano gemelo, podemos hablar de «la estupidez del neologismo» para referirnos a las peleas de gallos que montan los filósofos continentales por un prefijo de más o por un -ismo de menos. Véase la parafernalia etimológica que se armó sobre la traducción del Übermensch nietzscheano a nuestras lenguas romances. La pelea a muerte entre el superhombre de Andrés Sánchez Pascual y el oltreuomo de Gianni Vattimo ocupa como mínimo un párrafo en los tratados epigónicos que se han escrito sobre el tema después de los clásicos Martin Heidegger, Michel Foucault y Peter Sloterdijk. La acusación timorata de nazismo les va en ello: ese más allá de lo humano, ¿debe entenderse como asunción hegeliana (Aufhäbung), como desbordamiento nihilista (Überwindung) o como diseminación à la française?

No menos polisémico es el humanismo. Cabe distinguir, como hace Félix Duque, entre las humanidades como aprendizaje del saber hacer práctico de los clásicos (de Cicerón a Zhuangzi, de Zaratustra a Ibn Jaldún) y el humanismo como ideología acerca de la plasticidad constitutiva del Homo sapiens sapiens que insiste en la necesidad de determinarla responsablemente. Bajo esta última categoría se encuadra tanto el existencialismo de la Résistance dubitativa de Jean Paul Sastre como la eugenesia socialista propuesta por August Bebel. Hay dos nociones en juego: 1) la humanidad como ese conjunto de memes recurrentes a lo largo de la historia y de la geografía que conviene estudiar para evitar la repetición del ignorante; 2) la especie humana como esa argamasa biológica cuyas posibilidades de transformación superan con mucho las limitaciones estructurales del genoma.

«Los transhumanistas han formulado muchas profecías sobre el juicio final, que han tenido que atrasar»

El transhumanismo prototípico de FM-2030 se encuadra dentro de esta segunda tradición formulando una pregunta realmente capciosa: si pudieras modificar tu naturaleza, ¿por qué no hacerlo? La pregunta es capciosa porque la historia del desarrollo tecnológico —ya se llame progreso o decadencia, emancipación de la necesidad o alejamiento de lo auténtico— no es sino una sucesión de cambios realizados a conciencia sobre un estado inicial, que puede llamarse «esencia» solo para entendernos, aunque sea producto y resultado de un mecanismo funcional análogo de mutación/ selección: la evolución. Desde este punto de vista, tanto los «hijos mentales» de Hans Moravec como los «ciudadanos cíborg» de James Hughes no serían sino la conciencia de la dinámica evolutiva, igual que los transgénicos —si dejamos a un lado el oligopolio de las patentes de semillas y los efectos del cultivo sobre el entorno en términos de diversidad y fertilidad— no serían sino la culminación de la agricultura como procedimiento de maximización del número de bocas alimentadas por metro cuadrado de tierra.

Pero el desarrollo tecnológico es también la historia de los obstáculos económicos a la rentabilización de sus invenciones. Hay que recordar que el molino hidráulico, un artefacto intensivo en fuerza de trabajo, que ahorra cantidad de esfuerzo animal y/o humano, se inventó en el siglo I d. C., en Palestina, pero no llegó a popularizarse hasta la conversión del régimen esclavista romano en la economía servil/feudal del Medievo. Hasta entonces había brazos baratos de sobra como para que alguien se preocupara en incrementar su productividad marginal. Por el contrario, las reticencias en contra de la nanotecnología generalizada no son de índole económica, sino moral o incluso teórica (véase el debate entre Eric Drexler y Richard Smalley a este respecto), pues resulta evidente que nuestro sistema productivo demanda la existencia de autónomos que puedan mantenerse despiertos y trabajando 24/7, como reza el título de Jonathan Crary.

Repasemos brevemente lo que dicen la derecha y la izquierda acerca de este tema.

La derecha suele temer la pérdida del «factor X que nos hace humanos», como dice Francis Fukuyama, ante lo cual utilitaristas defensores de los derechos animales como David Pearce replican que ese je ne sais quoi podría reforzarse, en caso de poderse determinar su casuística biocultural. A su juicio, la genuina discusión consiste en especificar cuáles son los principios normativos con los que pensamos programar cada homo excelsior personal. ¿Vamos a potenciar la empatía o el egoísmo? ¿La belleza o la inteligencia? ¿Ser listo o ser feliz? No son dicotomías excluyentes, como señala Pearce, quien propone el punto medio de la hipertimia: un paraíso de felicidad inteligente donde los grados superiores de realización o eudaimonía cumplirían la función de acicate que hoy desempeña el látigo del salario o el runrún de la envidia. Los teóricos de la responsabilidad tecnológica —Hans Jonas y su «erística del miedo», Gunther Anders y su «amenaza de obsolescencia», Ulrich Beck y su «teoría de riesgos»— seguramente responderían que la complejidad estructural de los ecosistemas no aconseja meterse en aventuras de ingenieros como exterminar a las especies carnívoras (Jeff McMahan) o conculcar el derecho de las generaciones futuras a decidir sobre su propio ADN (Jonathan Glover).

La izquierda, por su parte, suele temer que la ingeniería genética o el wireheading sean privilegio exclusivo de los ricos o que, en caso de abaratarse su precio a través del mercado, aceleren las dinámicas consumistas y competitivas de nuestra sociedad, convirtiendo en identidad biológica la ausencia de movilidad social. Los pobres del futuro no solo serán moralmente reprobables conforme a la mentalidad vocacional del empresario, que llama perdedor a quien no alcance o incluso comparta sus objetivos de profesión. Serán directamente considerados miembros de una especie inferior. Los extropianos originales de California, tales como Max More o Tom Morrow, confiaban en los poderes democratizadores de la comercialización, que tan buenos resultados está dando en materia de ordenadores y, recientemente, smartphones. Pero la comparativa no debería hacerse con las compañías telefónicas, que proveen de un servicio sin demasiado laboratorio a sus espaldas, sino con las empresas de farmacia, cuya aceptación de los principios mercantiles conlleva privilegiar la investigación sobre enfermedades en última instancia respaldadas por los gastos, el poder de compra del enfermo. Mejor suena la ingenuidad administrativa de Peter Singer, quien propone repartir la suerte del tratamiento biotécnico mediante una lotería universal gratuita, cuyo parecido con la carnaza televisiva proletaria estilo Princesa por un día no debería echarnos para atrás.

«El desarrollo tecnológico es también la historia de los obstáculos económicos a la rentabilización de sus invenciones»

Como todo milenarismo que se precie, los transhumanistas han formulado muchas profecías sobre el juicio final, que han tenido que atrasar según se acercaba el momento de la verdad y los signos de la salvación no acababan de aparecer. Errores de cálculo que, lejos de tomarse como evidencia refutatoria del wishful thinking optimista y tecnófilo, han reforzado el sentimiento de pertenencia y seguridad de la comunidad gracias a la proverbial capacidad imaginativa de sus integrantes. Nick Bostrom se pregunta si acaso estamos viviendo en una realidad simulada por una conciencia del futuro. Resulta más probable el escenario de una catástrofe ecológica en el que nunca llegamos a producir cerebros en cubetas porque hay cosas más urgentes que hacer. Ray Kurzweil publicó en 2005 un libro titulado La singularidad está cerca. Todavía estamos esperando. Resulta evidente que la velocidad de los hallazgos tecnológicos ha decaído desde la mitad del siglo XX, cuando John von Neumann y Alan Turing acuñaron las herramientas computacionales que hemos estado puliendo todo este tiempo, aumentando la velocidad de procesamiento de nuestros ordenadores conforme a la ley de Moore, viviendo de las rentas de Isaac Asimov o Stanislaw Lem, cuyas utopías necesitan un recambio urgente. Como dijo en 2012, desde la portada de la revista de tecnología del MIT, el astronauta Buzz Aldrin, la segunda persona en poner el pie en la Luna: «Me prometisteis colonias en Marte. En su lugar, me disteis Facebook».


Este es un extracto de ‘Ética, estética y política: ensayos (y errores) de un metaindignado’, de Ernesto Castro (Arpa). 

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