Opinión

Asamblea en la aldea global: ¿sobrevivirá la democracia?

La convergencia de la humanidad es una realidad irrevocable, pero también es una paradoja: nada nos es lejano, pero hay realidades que se nos escapan, individuos a los que no podemos ayudar colectivamente y responsabilidades que no podemos asumir.

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12
marzo
2020

La primera gran tecnología fue, sin lugar a dudas, la palabra. Hablada primero, nos permitió organizar la comunidad y así crear colectivamente todos los demás conocimientos y tecnologías; escrita después, facilitó que pudiéramos fijar y transmitir todo ello. Desde entonces, los seres humanos estamos constantemente pactando, acordando, estableciendo normas de convivencia y fijando sistemas de gobierno en democracia. Estos pueden oscilar entre dos formas antagónicas: la asamblea y el liderato. En la primera, el poder y la responsabilidad de las decisiones son sostenidos por toda la comunidad; en la segunda, son transferidos a una o varias personas.

No sé si por su efectividad organizativa o por otras razones psicosociales, cuando las organizaciones se hacían más complejas y numerosas parecían tender más al liderato: monarquías, oligarquías, élites políticas, etcétera. Cuando el pensamiento ilustrado combinó técnicas previas como la constitución, la separación y limitación de poderes, la ciudadanía y el sufragio, surgió una tecnología de gobernanza capaz de dejar obsoletas esas que se habían probado incapaces de garantizar unos derechos civiles mínimos. Esta nueva gran tecnología permitió administrar grandes Estados manteniendo un alto grado de intervención individual en las decisiones de la comunidad, sin perder por ello agilidad y eficacia.

Sabemos que cuando aparece un nuevo medio tecnológico se producen ciertos efectos en la sociedad. Marshall McLuhan los estudió y organizó en torno a cuatro cuestiones: qué deja obsoleto, qué extiende, qué revierte y qué recupera. Podemos aplicar esta tétrada, como la llamó él, a la democracia en tanto que medio o tecnología que facilita el gobierno de las naciones. Como he dicho, dejó obsoleto el absolutismo ilustrado y extendió la pertenencia y la participación de la comunidad. Sin embargo, al hacerlo, revirtió la responsabilidad de las decisiones, que se diluían. Respondiendo a la última pregunta, la democracia recuperó para los grandes Estados la asamblea primigenia, como por ejemplo las de las aldeas del norte de España, donde toda la comunidad se reunía bajo un gran tejo para debatir y tomar decisiones. Y no solamente los recupera para los grandes Estados sino que, con los medios actuales, podríamos extender esta asamblea de aldea hasta un nivel global.

«Mientras no llevemos la democracia al máximo potencial, tampoco lo alcanzará la justicia social»

Fue precisamente McLuhan quien en los años 60 propuso el oxímoron aldea global. Puede que hoy nos parezca un visionario, pero él solo estaba describiendo un proceso que había comenzado con la imprenta de Gutenberg y se estaba acelerando con los medios de comunicación de su tiempo. Hoy, internet ha disparado este proceso a su máximo potencial: se trata de un medio totalizador –mucho más que lo fue la televisión en su momento– que ha absorbido todos los medios anteriores, cambiando nuestra forma de ver series, escuchar música, leer noticias, incluso hasta la forma de buscar pareja.

Internet ha mediatizado absolutamente todo, incluso la democracia, y aunque todavía no votemos con el móvil ni haya un referéndum cada semana, ya se están dejando notar sus efectos. Ha amplificado y extendido el debate y la contestación social, pero también ha revertido la veracidad y la credibilidad de los interlocutores. De hecho, algunas personas a las que admiro se están preguntado –y con razón– si la democracia sobrevivirá a Internet. Por una parte la redes sociales parecen amplificar la polarización; por otra, la inmensidad de las cuestiones de nuestro complejo mundo es inabarcable, por lo que el rigor es realmente difícil. Esto hace que aparezcan muchos dialogadores sin criterio, o malintencionados, o que simplemente no comparten las reglas del juego.

Pero no todo es tan malo. Creo que Internet ha recuperado para la democracia el proyecto ilustrado de universalidad, que había sido provisionalmente pospuesto por el Estado moderno. Por mucho que acontecimientos recientes como el Brexit, las pretensiones autárquicas de Trump o las políticas migratorias de Europa parezcan indicar lo contrario, la convergencia de la humanidad, la interdependencia de todos los sistemas y nuestra conciencia global es una realidad irrevocable.

Aunque también es una paradoja. Nada nos es lejano y, sin embargo, hay realidades que se nos escapan, individuos que no podemos ayudar colectivamente, responsabilidades que no podemos asumir. Todos nuestros problemas son comunes –el agua, el medio ambiente, incluso las pandemias– y sin embargo, no podemos hacerles frente colectivamente. Todos somos igual de humanos pero no tenemos todos los mismos derechos.

Nos costaría imaginar que Google Maps solo nos permitiera ver una parte del mundo, o que no tuviéramos acceso a todos los artículos de la Wikipedia, y nadie enviaría un SMS si puede utilizar otro tipo de mensajería instantánea: tendemos a usar el máximo potencial de los medios que disponemos y lo contrario nos parecería absurdo. Lo hacemos en casi todos los ámbitos de nuestra vida, y ahora solamente nos falta la democracia: mientras no la llevemos al máximo potencial, tampoco lo alcanzará la justicia social sobre la tierra; mientras siga siendo una tecnología disminuida y recortada, también lo serán nuestros derechos humanos.


(*) Samuel Gallastegui es doctor en Arte y Tecnología por la Universidad de País Vasco.

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