La democracia crédula

La inteligencia humana tiende a creer lo que ve, lo que cree que ve, y lo que le dicen. Pensar por cuenta propia es una rareza tardía en nuestra evolución cultural digitalizada donde el poder se ha asegurado (como ha hecho siempre) la obediencia controlando las creencias de sus súbditos.

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16
noviembre
2021

Erase una vez un mundo en que se podía distinguir la verdad de la falsedad. No es seguro que exista todavía. Este no es el comienzo de un cuento de miedo, sino una breve descripción de nuestra situación. Acabo de leer dos libros sobre este tema. El Derecho a no ser engañado. Y como nos engañan y nos autoengañamos, de Antonio Garrigues Walker y Luis Miguel González de la Garza (Aranzadi) y Propagande. La manipulation de masse dans le monde contemporain, de David Colon (Flammarion).

La visión que dan del momento presente es alarmante. Consideran que el exceso de información y la aparición de técnicas de falsificación como las deep fakes, (videos falsos difíciles de distinguir de la realidad) están haciendo difícil separar lo verdadero de lo que no lo es. Por eso, los juristas autores del primer libro sostienen que debería reconocerse un derecho universal a no ser engañado para proteger a los ciudadanos de la manipulación. Desde el Panóptico podemos comprender la situación en toda su amplitud. Hace años propuse una Ley de garantía de la información que decía: «Para ser útil, el aumento de la información disponible debe ir acompañado de una mejora en los criterios para evaluar su fiabilidad». Esto no se ha cumplido y el mundo de las tecnologías de la información se ha vuelto sospechoso e incluso amenazador. Pero vayamos a la historia.

La inteligencia humana es crédula. Tiende a creer lo que ve, lo que cree que ve, y lo que le dicen. Margaret Mead cuenta que durante su estancia en un poblado melanesio ocurrió un crimen. Preguntó a unos vecinos qué opinan del suceso: «Nada porque el jefe no nos ha dicho todavía lo que hay que pensar». Pensar por cuenta propia es una rareza tardía en nuestra evolución cultural. El poder se ha asegurado siempre la obediencia controlando las creencias de sus súbditos. Incluso algo tan noble como la escuela pública se creó para reforzar la identidad nacional.

«Configurar la opinión pública ha sido siempre el objetivo de la propaganda política»

Para configurar la opinión pública y los deseos de la gente, el poder –sea político, religioso o económico– ha utilizado siempre métodos de adoctrinamiento: el púlpito, la escuela, la propaganda, el control de la información o los campos de reeducación. Jacques Ellul lo ha descrito en su Histoire de la Propagande. Con la llegada de la democracia, la opinión pública se legitimó como poder político, lo que hizo más urgente poder controlarla. Edward Bernays, importante figura de la industria de las relaciones públicas escribió en 1928 sobre the engineering of consent (la ingeniería del consentimiento): «La manipulación consciente e inteligente de los hábitos y opiniones de las masas es un elemento importante en la sociedad democrática. Son las minorías inteligentes las que necesitan recurrir continua y sistemáticamente al uso de la propaganda». Por otro lado, Walter Lippman acuñó la expresión «fabricación del consenso» y Herman y Chomsky escribieron Manufacturing consent. Gramsci, Declau y los ideólogos de Podemos hablan de «hegemonía».

Configurar la opinión pública ha sido siempre el objetivo de la propaganda política. Después de la Primera Guerra Mundial, el Ministerio de Información británico definía secretamente su labor como «dirigir el pensamiento de la mayor parte del mundo». Quince años después, el influyente Harold Lasswell explicó que cuando las élites carecen del requisito de la fuerza para obligar a la obediencia deben recurrir a una forma nueva de control: «Uno de los objetivos de los sistemas de adoctrinamiento son las masas estúpidas e ignorantes. Deben mantenerse así, desviadas con hipersimplificaciones emocionalmente potentes, marginalizadas y aisladas». En ese mundo, que es ideaI para los influencers, los individuos deberían estar solos ante las pantallas viendo deportes, culebrones o canales de YouTube. Sherry Turkle, del MIT, una de las primeras investigadoras sobre las consecuencias psicológicas de las tecnologías de la información, señala este hecho en su libro Alone Together, solos pero conectados. De hecho, la reclusión exigida por la pandemia, al impedir las interacciones reales, ha aumentado la dependencia de los medios electrónicos de comunicación, lo que en términos de un factcheker profesional ha sido «la tormenta perfecta de la desinformación». Aparece así una característica de la propaganda actual. Es más eficaz dirigida al individuo aislado, pero introduciéndole simultáneamente en una ‘masa social’. Ese ha sido el papel de las redes: convocan a una muchedumbre solitaria.

Así pues, la manipulación de las ideas y motivaciones de la gente para influir en su forma de comportarse ha sido una constante en la historia de la humanidad. En 1572, el papa Gregorio XIII creó la Congregatio de propaganda fidem. Napoleón manejó la propaganda con gran destreza. «¿Qué es el poder?» —se preguntó en 1802—. «Nada si to tiene con él la opinión de la gente». Además, Goebbels organizó el Reichsministerium für Volksaufklärung und Propaganda (Ministerio de Ilustración pública y propaganda); en 1936, el gobierno de Largo Caballero creó un Ministerio de Propaganda y en el primer gobierno de Franco hubo una Delegación Nacional de Prensa y Propaganda, dirigida por Dionisio Ridruejo. De hecho, la palabra ‘propaganda’ no ha tenido una connotación peyorativa en las democracias liberales hasta 1970, cuando empezó a desaparecer de los organigramas políticos sustituida por ‘información’, que es más neutral.

¿Qué hay de nuevo entonces en la situación actual?

En apariencia, nada. Desde el Panóptico se constata que los sistemas de adoctrinamiento han evolucionado al mismo compás que la ciencia y la tecnología, y que la potencia actual de ambas cosas ha aumentado la posibilidad de manipulación de la mente de los ciudadanos. Ha aparecido la economía de la atención, porque la atención –introducirse en el cerebro de la gente– es el bien más escaso. Las grandes tecnologías de la información, que prometieron una era de libertad al abrir los canales de comunicación a todo el mundo, han producido un efecto contrario. Se ha creado una ciencia de la persuasión digital y una industria que la aprovecha.

Christopher Wylies, el creador de los perfiles psicológicos-computacionales para Cambridge Analityca, que fueron utilizados en la campaña del Brexit y la elección de Trump, ha contado esta inquietante historia en Mindf*ck. En 2013, la revista independiente rusa Novaya Gazeta reveló la existencia en Olgina, cerca de San Petersburgo, de una fábrica clandestina de información, dedicadas a producir trolls, identidades falsas y mensajes provocadores. En 2015 tenía 1.000 empleados permanentes. Se disolvió en ese año tras un artículo en The New York Times, pero ha sido reemplazada por otras empresas. Los funcionarios de Pekín publican al año 450 millones de comentarios favorables a los intereses de Pekín en redes sociales. En 2017, el presidente de la comisión de defensa de la Duma, Vladimir Chamanov, declaró que «el conflicto de la información es un componente fundamental del conflicto general». La guerra de la información no es exclusiva rusa o china. Los documentos internos del Joint Research Intelligence Group, un departamento del gobierno británico (según la información proporcionada por Snowden) han revelado que la agencia tenía como objetivo «destruir, negar, degradar y perturbar a los enemigos desacreditándoles, sembrando desinformación y bloqueando sus informaciones». Tras el 11S se creó la Office of Strategic Influence para conducir la guerra psicológica contra el terrorismo.

(…)

En este complejo asunto, como en tantos otros en que valores fundamentales entran en juego, tenemos que apelar al ‘capital social’ de una nación, que actúa por muchos canales: educativos, legislativos, de presión social, de descrédito de los desaprensivos, de pensamiento crítico, de rechazo del engaño. Pensar que solo la ley va a arreglarlo fomenta una actitud pasiva del ciudadano, que es una de las actitudes que la ‘democracia fácil’ fomentada por las tecnologías de la información está provocando. Dicho esto, añadiré que no creo que la expansión y la eficacia de del engaño posibilitada por la tecnología sea lo único que caracteriza la situación actual. Hay por debajo un sistema oculto de descrédito de la verdad, lo que ha permitido hablar de la ‘era de la posverdad’. A esto se refería el comienzo de este artículo.

«Cuando buscamos alguna falsedad en Google, alrededor de las 75 primeras entradas transmiten ideas equivocadas»

En la demolición de la idea de verdad han colaborado muchas fuerzas: el pensamiento posmoderno, la sociología del conocimiento, las ideologías identitarias, el relativismo cultural, las técnicas de manipulación mental, la tiranía de lo políticamente correcto, y también, una desdichada característica humana: nuestro cerebro es perezoso y el pensamiento crítico es costoso. Por eso tardó tanto en imponerse. Además, parece que la inteligencia humana se siente atraída por la falsedad. Soroush Vosoughi, en un artículo publicado en Science estudió 126.000 historias tuiteadas 4.5 millones de veces por 3 millones de personas. Encontró que las noticias falsas se difunden con más rapidez que las verdaderas.

Las redes sociales se han convertido en la principal fuente de información para gran parte de la población. Pero quienes consultan Google, según un estudio de Gerald Bronner, autor de La democracia credule, no pasan de las diez primeras entradas. Son por lo tanto ellas las que tienen mayor influencia, por lo que no resulta extraño que las artimañas para conseguir escalar a esas posiciones sean muy refinadas. Bronner ha querido testar la información que Google da sobre varias falsedades (la psicocinesis, el monstruo del lago Ness o la astrología), y ha comprobado que alrededor del 75 de las primeras entradas transmiten ideas falsas, y solo el resto da información veraz sobre ellas. Las teorías de la conspiración tienen un éxito colosal. Y es que varias investigaciones han demostrado que en redes sociales la información falsa es más numerosa que la científica, lo que provoca un ‘sesgo de confirmación’. El lector poco avisado ve en esa insistencia en la falsedad una demostración de su veracidad. Las numerosas instituciones que se dedican a tareas de verificación tienen poco éxito porque frecuentemente impulsan a refugiarse en la propia tribu como sistema de autodefensa ante la confusión.

La noción de verdad parece haberse quedado anticuada

Alessandro Baricco, en su perspicaz libro The Game (Anagrama), habla de la posexperiencia, y de la ‘verdad rápida’, un concepto interesantísimo relacionado con los trending topics. Algo puede ser verdad quince segundos. Incluso la noción de ‘hecho’ ha quedado desacreditada. La verdad es un relato y el hecho una interpretación. Lo importante es adueñarse de ambas cosas: del relato y de la interpretación. Neerzan Zimmerman, que trabajó en Gawker como especialista en ‘tráfico rápido de historias virales’ (el nombre de su profesión ya es significativo), afirma: «Hoy día no es importante que la historia sea real. Lo único importante es que la gente haga clic sobre ella. Los hechos están superados. Es una reliquia de la edad de la prensa escrita, cuando los lectores no podían elegir. Ahora, si una persona no comparte una noticia, no hay noticia». Vuelve a ser de actualidad el concepto ‘factoide’, inventado por Norman Mailer’ con la palabra ‘facto’ (hecho) con el sufijo ‘oide’ que significa ‘parecido, pero no igual’. Es decir, «hechos que no existían antes de aparecer en un medio de comunicación». El Washington Times lo definió como «algo que parece un hecho, podría ser un hecho, pero en realidad no es un hecho». Se genera por medio de prejuicios cognitivos, da lugar a leyendas urbanas y fomenta las teorías de la conspiración. La pandemia ha aumentado la difusión de bulos y de mensajes esotéricos, antivacunas, nacionalistas y conspirativos, que hacen decir a Carolin Emcke: «Lo que de verdad da miedo es que vuelva la pretensión de que no es posible distinguir entre afirmaciones factuales verdaderas y falsas, entre suposiciones verosímiles y disparatadas».


Este contenido forma parte de un acuerdo de colaboración del blog ‘El Panóptico’, de José Antonio Marina, con la revista ‘Ethic’. Lea aquí el original.

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