Cárcel y ejemplaridad
Es tan admirable como inquietante comprobar que prácticamente todos los líderes políticos mundiales que nos vienen a la cabeza como referentes éticos en el ejercicio honesto del poder han pasado años, y por lo general muchos, en la cárcel.
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La cárcel no reinserta siempre a los delincuentes, pero sí a los inocentes. Quienes han sido encerrados por crímenes que no habían cometido o por las acciones justas que sí habían realizado contra regímenes injustos parecen estar hechos de otra pasta –o haber sido modelados por otra pasta entre los barrotes–. Es tan admirable como inquietante comprobar que prácticamente todos los líderes políticos mundiales que nos vienen a la cabeza como referentes éticos en el ejercicio honesto del poder han pasado años, y por lo general muchos, en la cárcel. Lech Walesa en Polonia, Václav Havel en la extinta Checoslovaquia, Nelson Mandela en Sudáfrica, Michelle Bachelet en Chile o el recientemente fallecido Pepe Mujica en Uruguay. Todos fueron encarcelados o torturados de forma cruel antes de alcanzar la presidencia de sus países y es como si, en la dureza y soledad de la prisión, hubieran adquirido una resistencia moral contra los vicios del poder.
Y fueron tentados. Si alguien podía haberse erigido en aprendiz de dictador en la Europa del Este antes de Viktor Orbán o los hermanos Kaczynski fueron quienes presidieron las transiciones a la democracia; quienes, con las instituciones de la libertad todavía titubeantes, tenían la ocasión de manipular los instrumentos de poder a su favor. Y, por ejemplo, extender el mandato presidencial más allá de lo aceptable constitucional o legítimamente. Pero Lech Walesa o Václav Havel no siguieron la senda que, después, adoptarían tantos dirigentes pioneros de las democracias nacidas tras la caída del muro de Berlín.
Aunque el caso más destacado es el de Nelson Mandela. Desde George Washington, probablemente no ha habido primer presidente de una democracia con mayor presión social para que se aferrara a las riendas del poder de por vida. Dada la legitimidad adquirida durante años de resistencia frente al cruel régimen del apartheid, nada lo habría detenido si Mandela hubiera decidido perpetuarse en el sillón presidencial. Todo lo contrario, había un fervor popular, como en los EE.UU. de finales del siglo XVIII con Washington, animando a que el presidente electo se convirtiera en monarca. Y no solo eso no ocurrió, sino que Mandela renunció a las prebendas del poder, con dos decisiones históricas: primero, rechazando colonizar la oficina presidencial con militantes de su partido y colaborando por tanto con funcionarios públicos que habían trabajado para el régimen anterior; y, segundo, dejando voluntariamente la presidencia sudafricana tras apenas servir un solo mandato.
Es como si en la dureza y soledad de la prisión hubieran adquirido una resistencia moral contra los vicios del poder
El carácter de Mandela queda reflejado en una de las escenas más conmovedoras de la película Invictus, dirigida por Clint Eastwood y basada en el libro de John Carlin sobre la presidencia de Nelson Mandela. En ella se muestra el primer día de Mandela en el palacio presidencial, tras su victoria electoral que puso fin al apartheid en Sudáfrica. En esta escena, varios funcionarios blancos se preparan para empacar sus pertenencias personales. Están anticipándose a un evento evidente: serán despedidos por un presidente al que, siendo opositor, ellos mismos habían encarcelado durante nada menos que 27 años. Sin embargo, se equivocaban por completo. Para sorpresa de todos, Mandela reúne a los empleados y les dice: «Si queréis iros, estáis en vuestro derecho. Y si en vuestro corazón creéis que no podéis trabajar con el nuevo gobierno, entonces es mejor que os marchéis. Pero si estáis empaquetando porque teméis que vuestro idioma o el color de vuestra piel o para quién trabajasteis en el pasado os descalifica para trabajar hoy, estoy aquí para deciros que no tengáis tal miedo. Hoy es hoy, el pasado es el pasado. Ahora miramos al futuro». Mandela optó por no hacer una purga en aras de un objetivo más grande. Puso por encima de todo la reconciliación nacional en una sociedad profundamente dividida, en lugar de aplicar el rodillo que muchos miembros del Congreso Nacional Africano demandaban.
En el cono sur hemos tenido también ejemplos de presidencias heroicas tras experiencias personales traumáticas, como las de Michelle Bachelet en Chile, quien fue sometida a tortura psicológica y golpes en 1975 bajo la dictadura de Pinochet, o Pepe Mujica en Uruguay. Este caso es particularmente relevante, pues la estima popular de la que llegó a gozar Mujica fue estratosférica durante su presidencia, de 2010 a 2015. Consiguió el milagro de que sus políticas agradaran al capitalismo global, hasta el punto de que la revista The Economist nombró a Uruguay «país del año» en 2013, y, al tiempo, llevó a cabo políticas progresistas de lucha contra la pobreza, además de medidas sociales como la legalización de la marihuana, el aborto y el matrimonio homosexual. Todo ello mientras vivía en una humilde casa, conducía su viejo escarabajo azul y volaba en clase turista.
Y el buen hombre tuvo que morir el mismo día en el que el descendiente de George Washington, Donald Trump, recibía como regalo un jet privado de 400 millones de dólares, bañado en oro, por parte de Qatar, un régimen con un dudoso récord en protección de derechos humanos. Muere la buena ética y revive la mala estética.
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