Opinión

El gran álbum de egos: honestidad en tiempos de postureo

Si buscamos el sentido del mundo en los demás, apenas seremos pequeños astros que no aportan luz al mundo, que solo la reflejan. Mejor atreverse a ser una identidad temporal, relativa, cambiante… pero libre.

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04
febrero
2020

La primera vez que escuché el calificativo poser​ fue en un festival de rock. Un amigo la utilizó para desacreditar al cantante de la banda que estaba tocando en aquel momento. Todavía no hablábamos de postureo, ni existía Instagram, y supongo que impostura o aparentar nos sonaban palabras demasiado vetustas, así que recurríamos al término en inglés, surgido en el siglo XIX de la que sería la primera tribu urbana de la modernidad, los dandis. Entonces se usaba con personajes excesivamente excéntricos que querían aparentar genialidad, y solía decirse, por ejemplo, que Oscar Wilde era un ​poseur​ profesional, algo que también hubiéramos dicho de Dalí.

El término volvió a resurgir con fuerza en las subculturas urbanas de los 80 –punkies, rastafaris, skaters, góticos, heavies, skins, etc– para delatar a aquellas personas que amoldaban sus gustos y forma de vestir para conseguir la atención y aceptación de los demás. También podríamos aplicarlo al snob cultural que copia y exhibe actitudes de quienes supone superiores, como el estudiante que iba a todas partes con un libro de Michel Foucault bajo el brazo.

La palabra postureo apareció en castellano hace menos de una década, pero con tanta fuerza que la RAE la incluyó en 2017 en su diccionario. De todas formas, podemos percibir en esta versión nuestra cierto beneplácito imposible de registrar en una definición, como si se tratara de algo pícaro pero inocuo que todo el mundo hace, tanto que, por muy desaprobatoria que queramos hacerla sonar, siempre deja entrever un fondo de aceptación cómplice del fenómeno. Aún así, cuando acusamos a alguien de caer en el postureo lo que en realidad queremos hacer es poner en duda su autenticidad. Desconfío bastante de esta última palabra, un término mercantil que se puede aplicar muy bien a un producto, pero difícilmente a una persona. Prefiero honestidad, que surge del diálogo con uno mismo en vez del diálogo con los demás. Autenticidad sería la honestidad como producto o, peor aún, como imagen. A estas alturas ya deberíamos saber que esta última no puede ser honesta: es solo un artificio que, a veces, como decía Picasso, dice la verdad.

Quizá quien nos parece un ​poser​ sea, en realidad, un novato que todavía no ha aprendido a fingir suficientemente bien, alguien a quien aún se le nota el truco, que descubre la tramoya. En cambio, quien nos parece auténtico es el que consigue transmitir su verdad sin que se note el artificio de las imágenes y las palabras. El punkarra más auténtico era el que mejor fingía serlo. Tal y como nos decía Pessoa: «El poeta es un fingidor / Finge tan completamente / que hasta finge que es dolor / el dolor que en verdad siente».

No deberíamos juzgar a nadie con criterios tan insustanciales y poco fiables como la autenticidad. De hecho, términos como friki,​ indie​ o hípster apenas describen patrones de consumo de un público objetivo. Poco importan la imagen y las palabras que usemos, siempre que sean honestas. Lo importante no es que parezcan coherentes o no con un código externo, sino que lo sean con el interno, lo cual, a simple vista, es imposible de determinar.

«Lo importante no es que las palabras parezcan coherentes o no con un código externo, sino que lo sean con el interno»

Kant tiene una bellísima imagen sobre este código interno. Dice que hay dos cosas que lo llenan de admiración y respeto. La primera es «el cielo estrellado sobre mí» que, aunque surge de lo insondable e infinito, nos sitúa en el mundo, en nuestra finitud temporal y espacial, y aniquila nuestra importancia. La segunda es «la ley moral dentro de mí» que, aunque surge de nuestro ser limitado, nos enlaza mediante la razón con lo universal, mucho más allá de nuestro ser finito, elevando nuestro valor como inteligencia. Casi tres siglos después, ya casi nunca entramos en ese «dentro de mí» que decía Kant, en ese abismo infinito que nos trasciende. Nos hemos quedado con «el cielo estrellado», aunque ahora –no sé si por la contaminación lumínica o porque brilla más el ​star-system​ de las redes sociales–, lo miramos a través de las pantallas.

Hannah Arendt creía que pensar es una actividad solitaria, pero que nos ayuda a vivir en sociedad. Ahora estamos tan conectados a la sociedad con millones de aparatitos que apenas tenemos tiempo de conectar con nuestros pensamientos. El riesgo que esto supone no es ya caer en el postureo, sino en la banalidad y la vaciedad moral, en la que podemos encontrar no solo a influencers, sino también –y eso es algo mucho más preocupante–, a presidentes o jefes de Estado.

En tiempos de postureo, la ética consistiría, más que nunca, en seguir ejerciendo nuestra única libertad real: la de pensar, la de tratar de dar sentido al mundo desde nuestro interior a través de la razón. Si buscamos el sentido del mundo en el cielo estrellado –en los demás–, apenas seremos pequeños astros que no aportan luz al mundo, que solo la reflejan. Mejor aventurarse al abismo interior para sacar de ahí una verdad, aunque sea a medias, aunque suene artificiosa: mejor atreverse a ser una identidad temporal, relativa, cambiante… pero libre. De lo contrario solo seremos una imagen, otro cromo más de este gran álbum de egos.


(*) Samuel Gallastegui es doctor en Arte y Tecnología por la Universidad de País Vasco.

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