La conversación de la escritura
Para Carmen Martín Gaite, la escritura era un sucedáneo de la conversación. Lo cierto es que escribir nos permite charlar con otros mundos, con quienes ya no están y con nosotros mismos.
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Preguntarnos para qué y por qué escribimos tiene el mismo sentido que preguntarnos por qué paseamos o por qué escuchamos música. La escritura, como la lectura, pertenece a esa categoría de acciones vitales que, si bien no son imprescindibles para el desarrollo fisiológico de nuestro día a día, sí otorgan a la vida ese fuego que le da sentido. No todo el mundo es escritor, pero todo el mundo escribe: desde un poema en endecasílabos hasta un texto confesional en la app de notas del móvil, pasando por una dedicatoria en una tarjeta o una carta que nunca echaremos al buzón, todos los seres humanos sentimos, con más o menos fortuna, la pulsión de trasladar el pensamiento en palabras.
Para la escritora Carmen Martín Gaite, escribir era sinónimo de conversar. La salmantina, una de las voces más preclaras del siglo XX español, resumió así el hecho literario en una entrevista en el programa A fondo, en abril de 1981: «Escribir es un sucedáneo de la conversación. Si pudiéramos hablar bien con toda la gente que queremos, tal como queremos, con tiempo para disfrutar de ello en un plazo narrativo, en una pausa segura para ser escuchados y escuchar, quizá no escribiríamos».
Resulta premonitoria y paradójica esta afirmación de la escritora, hecha treinta años antes de la aparición en nuestras vidas de la extrema inmediatez. Vivimos en un contexto en el que la escritura es más conversación que nunca, pero en el que el «plazo narrativo» ha desaparecido casi por completo tanto para la conversación en sí misma como para el hecho literario. Escribir ya no es sinónimo de pausa ni de detenimiento. La velocidad que también ha llegado a la industria del libro y al hábito lector va atravesando poco a poco también el hábito del escritor, que se siente presionado a producir libro tras libro para responder a las demandas de un sector cada vez más acelerado.
La conversación de la escritura, como la conversación de viva voz, requiere de esa «pausa segura», ese no estar haciendo nada y a la vez estar haciéndolo todo
Con libros que pasan de moda a los tres meses y una conversación literaria que se reduce a una calificación de 1 a 5 estrellas, reclamar espacios en los que se reflexione de manera más sosegada sobre el hecho literario (clubes de lectura, talleres de escritura, tertulias) no es solo un deber, sino también un derecho de nuestro pensamiento. La conversación de la escritura, como la conversación de viva voz, requiere de esa «pausa segura», ese no estar haciendo nada y a la vez estar haciéndolo todo. ¿No se dan las conversaciones más profundas en los lugares más ociosos, cuando, perdida la idea de la producción, nos dejamos llevar? Como afirma Selby Wynn Schwartz al hablar de Virginia Woolf en su novela Después de Safo, «la mitad de la escritura de una novela consiste en mirar por la ventana con una blanda desesperanza y con ociosidad».
La conversación inacabable
Escribir sirve, también, para invocar a los muertos: el poema al fantasma de Cintia del latino Propercio, en el que el amante arrepentido convoca a su amada muerta para que esta pueda reprocharle sus fallos, o algunas de las novelas de la propia Martín Gaite, como Caperucita en Manhattan o Nubosidad variable, dedicadas a su hija fallecida, sirven para que el autor convoque una última vez a esas presencias perdidas y así poder seguir pasando tiempo con ellos. La escritura no es nunca un grito al vacío, aunque lo parezca: cada texto es una llamada al otro, una respuesta a una pregunta que alguien se ha hecho, o una pregunta que otros han de contestar.
Como no podemos conversar con nuestros escritores favoritos como querríamos, les escribimos
Al fin y al cabo, la literatura comienza siendo oral, y las primeras manifestaciones occidentales de la escritura están fuertemente arraigadas a esa oralidad y a esa comunicación fluida entre escrituras. En Grecia, la poesía no se leía a solas, se cantaba en banquetes, y la filosofía se entendía sobre todo como diálogo. El resultado escrito final no era más que una «adaptación» de la conversación real, un testimonio de todo lo tangible de una charla, para que quienes no pudieran acceder a esa conversación al menos tuvieran una muestra de ella. El hecho de que, hoy en día, un diálogo de Platón o la poesía de Safo sigan siendo motivo de artículos en prensa o de libros enteros, no hace más que demostrar la verdad de la afirmación de Martín Gaite: como no podemos conversar con nuestros escritores favoritos como querríamos, les escribimos. A la vez, esas «respuestas» suscitarán respuestas de otros creadores del presente y del futuro, en una conversación inacabable y que va mucho más allá del tiempo y el espacio. La respuesta puede venir de nosotros mismos: puesto que, una vez que hemos escrito una idea, esta deja de ser del todo nuestra, el tiempo nos proporcionará la distancia adecuada para charlar con ese yo pasado que ha quedado grabado en la página.
Quizá, más que por qué escribimos, cabría preguntarse por qué tenemos esa necesidad de conversar. La respuesta quizá está en entender que la humanidad se define por la voluntad de la compañía o, siendo un poco más pesimistas y como afirma Victoria Ocaña, porque «la búsqueda del interlocutor y su consecuente entendimiento es el alivio de nuestro mal endémico: la soledad».
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