Cultura

«Si empezamos censurando a Trump por mentiroso, ¿dónde ponemos el límite?»

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18
noviembre
2020

Un pesimista irremediable que disfruta de la vida y que defiende que sin la cultura viviríamos en una mazmorra. Así podría describirse a Ramón Lobo (1955), un referente del periodismo español que ha recorrido el mundo para convertir en palabras las atrocidades de los conflictos armados. En 1992 entró en la sección internacional de ‘El País’ y allí se quedó 20 años, acercándonos a Serbia, a Kosovo, a Bosnia, a Chechenia, a Líbano, a Ruanda y a un largo etcétera de países que han sufrido a violencia armada. Lobo nos escucha al otro lado del teléfono en plena segunda ola del coronavirus. «No suelo comprar lotería porque, ¿qué premio me va a tocar? Si yo ya tengo el Gordo: estar vivo», nos cuenta.


En la introducción de Las ciudades evanescentes escribes que, durante el Gran Confinamiento, «por las tardes, Madrid era una ciudad fantasmal. Había miedo al contacto, a la tos, a lo intangible». Ha pasado más de medio año y nos encontramos de lleno en una segunda ola muy distinta a la que retratas en el libro. ¿Le hemos perdido el miedo al virus?

Sí, pero a todo nos acostumbramos. Sucede en las guerras: cuando empiezan, la gente se esconde, se asusta, no sale a la calle. Un día sales a buscar leña y ves que no pasa nada. Y, poco a poco, vas recuperando alguna parte de tu normalidad. Hay gente que no, que tiene el síndrome de la cabaña y no sale para nada. No tenemos capacidad para mantener una alerta durante mucho tiempo y, por eso, acabamos acostumbrándonos a ella. Es lógico, es humano, y les sucede a todas las especies.

La situación nos puede llevar a esas soledades urbanas de las que hablas en el libro, pero no llegaron con la COVID, ya estaban ahí, aunque eran invisibles para muchos. ¿Podrían ser consideradas una pandemia?

Sin duda. Hay muchísima gente sola y no solo eso, tampoco tienen conexión. En el libro hablo de varias soledades: está la loneliness, que es la más grave, una soledad impuesta que no estás preparado para aceptarla; la solitude, que es la que tú eliges y te manejas bien dentro de ella, no te afecta, es una privacidad elegida; y la emptiness, que es el vacío existencial que muestra que estás al borde del precipicio. La pandemia ha extremado esos sentimientos. El que no sentía esa soledad o esa ruptura con los demás que es la emptiness se ha dado cuenta de que existe y la tiene. Además, mucha gente se ha dado cuenta de que tiene un vacío existencial. La pandemia ha sido un gran zarandeo que nos ha colocado a todos en nuestro sitio. Todos los defectos que teníamos como sociedad, como individuos o como familias han quedado multiplicados y expuestos para quien lo quiera ver.

Durante las primeras semanas de la pandemia, la comunidad primó sobre lo individual. Parecía que el virus lo iba a cambiar todo. ¿Hasta qué punto nos ha transformado?

En sí, no nos va a transformar, pero sí quizás ha sentado las bases de una transformación que podrá llegar más adelante. Los que preferimos la soledad elegida (solitude) nos gusta la comunidad. A mí me gusta esa sensación de que pertenezco a un grupo que hace y protege cosas que nos afectan a todos, por ejemplo, el barrio o el planeta. Aunque aparentemente estemos volviendo a la situación anterior, esto va a provocar cambios de calado que no los vamos a ver inmediatamente y que van mucho más allá del teletrabajo. Por ejemplo, las sociedades del sur somos muy toconas y no sé si vamos a serlo tanto como antes o si va a haber una cierta precaución cuando todo paso. A los del norte, la pandemia de 1918 les provocó ser todavía más fríos, más distantes. Soy muy pesimista, pero tengo la esperanza de que en la sociedad civil que existe –aunque está dormida en España– va a ser capaz de, poco a poco, reactivarse, Como ocurrió, por ejemplo, con el 15-M, que fue una expresión maravillosa y que, de repente, se replegó. Muchos decían que habían desaparecido, pero volvieron como Podemos. Luego pudo no estar a la altura de lo que se esperaba, igual que no lo estuvo el PSOE o el PP en su momento. Pero esa sociedad civil sigue ahí y va a volver a salir.

«La pandemia ha sido un gran zarandeo que nos ha colocado a todos en nuestro sitio»

¿Por qué crees que esa sociedad civil española se repliega?

Hay dos cosas. Una es que somos una sociedad que entendemos lo colectivo como obediencia: la iglesia, el colegio… Venimos de una dictadura que ha limitado nuestra capacidad de expresión individual fuera de lo que opine el grupo. Eso está ahí y no hemos mejorado en los cuarenta años que llevamos de democracia. Aunque ha habido grandes avances, seguimos teniendo ese miedo dentro. Después, en muchos otros casos hemos pasado de esa sensación de control social a un individualismo radical de «yo no quiero saber nada del grupo». La solución es la del medio. Pero, de todas formas, ningún cambio importante lo hacen las masas. Por eso, tengo la esperanza de que esa sociedad civil que se ha visto, que ha sido capaz de llevar alimentos a la gente mayor durante el confinamiento, de alguna forma tiene que calar. Todas estas tiendas cerradas, que la mayoría –por lo menos en el centro de una ciudad como Madrid– estaban relacionadas con el turismo, todos los pisos en los que nadie salía a aplaudir porque eran turísticos y estaban vacíos… hay una posibilidad de repensarnos como sociedad y organizarlo mejor, porque los turistas van a tardar en volver uno o dos años quizás. Soy pesimista en cuanto a la política, pero sí creo en esa sociedad civil que está ahí, en los barrios, organizando cosas e intentando salir adelante. En el mundo anglosajón, por ejemplo, esa sociedad civil es mucho más potente, porque su expresión tiene que ver mucho con la libertad y la democracia.

Recientemente fallecía Javier Reverte, de quien decías en Twitter que con él te «une África, el placer del viaje, la historia de nuestros padres, el periodismo y el gusto por la charla», algo que ni la muerte rompe. ¿Cómo ha cambiado la profesión desde que ambos empezasteis a escribir?

Él empezó en Pueblo, un periódico que dirigía un tipo de derechas, muy franquista, pero muy buen periodista, Emilio Romero, y que fue un hervidero de grandes profesionales. Ahí estuvo Reverte, que se sentía siempre más escritor que periodista. Tuvo la inmensa suerte de que El sueño de África se vendió muchísimo, lo que le permitió dedicarse a su pasión. Creo que el periodismo ha cambiado mucho desde entonces. Veníamos de una dictadura en la que no se podía informar de nada y pasamos a una democracia en la que los periodistas participaron activamente y aportaron a la Constitución. De alguna forma hay una generación –justo la inmediata a la mía– que no separa bien la política del periodismo, porque han sido muy importantes en la construcción de la democracia. Y a la siguiente generación ya no le interesa la política. Ahora lo que hacemos es repetir lo que dicen los políticos; eso no es hacer política. Yo he tenido la suerte de hacer Internacional, con lo cual no me he preocupado mucho de esas cosas. Además, trabajaba en El País en una época en la que había dinero y podíamos viajar a todos los sitios para enterarnos de lo que pasaba. Ahora escuchas la radio y todo es lenguaje burocrático, siempre habla la misma gente de las mismas cosas, con las mismas palabras. Eso es muy aburrido.

¿Hemos perdido la esencia del periodismo internacional en ese sentido?

Desde luego. Sigue habiendo conflictos, pero la mayoría de los periodistas son freelance sin derecho a que les cojan casi el teléfono, les pagan una mierda por las crónicas y no tienen ni seguro de vida, ni nada. El freelance no tiene por qué hacer peor periodismo, pero sus condiciones para hacerlo son peores, tanto de seguridad como para garantizarse la manutención. Con la llegada de internet y su masificación, todo el mundo se puede enterar de cualquier cosa a golpe de clic, así que hay un periodismo que ya no pisa la calle, no toca nada, no sabe lo que está caliente y lo que es frío. Luego nos quejamos cuando a la audiencia tampoco le interesa demasiado lo que hacemos nosotros. Es cierto que se puede hacer buen periodismo de mesa, pero ese trabajo, fundamentalmente, consiste en jerarquizar qué es importante y que no, contextualizar y comprobar. Y lo de comprobar se ha perdido en muchos medios. Por otro lado, además, tenemos la opinión, que está bien, pero una cosa es tener intención en la información y otra es ser opinativo. Las televisiones americanas, por ejemplo, como la Fox o la CNN, son muy opinativas. Incluso esta última que podría opinar más cerca de los que yo pienso, a mí me estorba, porque ya puedo opinar yo solo, no hace falta que me digan lo que tengo que pensar.

Algo que ha potenciado la pandemia es la propagación de ese virus que son las noticias falsas. Hace nada veíamos cómo varias de las principales cadenas de televisión estadounidenses interrumpían una rueda de prensa de Trump ante la falsedad de lo que decía. ¿Es una buena estrategia? ¿Cómo frenar la desinformación en la era digital?

Lo que le hicieron a Trump es muy divertido porque se lo hicieron a él. Pero creo que no es una buena estrategia; no creo que nuestro trabajo sea censurar. Empezamos censurando a Trump por mentiroso y dónde ponemos el límite. Nuestro trabajo sería, en todo caso, poner un banner debajo, mientras habla, que diga «lo que está diciendo es falso y no está basado en ningún hecho verificado; una vez termine su intervención lo vamos a explicar», y luego explicarlo. Es difícil porque hemos pasado a una sociedad en la que todo el mundo está apuntado a una religión, incluso en política, y todo lo que no sea exactamente lo que tú piensas, lo rechazas. Yo, que soy un tío de izquierdas, si en un momento dado critico a Podemos, la gente no lo entiende. Qué pasa, ¿esto es una iglesia católica en la que no se puede opinar? No estamos educados en aceptar la crítica y en escuchar opiniones distintas a las nuestras. No es lo mismo la opinión de un periodista que lo único que hace es berrear que escuchar la opinión de un periodista que está informado. De hecho, hay unos cuantos, y Antonio Zarzalejos es uno de ellos: estés de acuerdo o no, siempre te aportan un punto inteligente, pueden reforzar tu opinión contraria o te pueden ajustar la visión unos milímetros… Hay que estar en el mundo con la sensación de que no tienes la razón y que igual está un poco compartida.

«Parte de lo que está montando Trump es para preparar a su base para 2024»

¿Cómo ha cambiado el mandato de Trump el tablero internacional? ¿Y cómo lo podrían cambiar Biden y Harris?

Trump ha elevado a la versión oficial lo que ya estaba entre nosotros. Por suerte, tenemos a Harris: ver a una mujer de origen jamaicano-indio de color en la vicepresidencia de los Estados Unidos vestida de blanco –como ocurrió tras las elecciones– tiene un simbolismo tremendo no solo para señoras mayores, sino para las niñas de Estados Unidos. Es como el simbolismo de que Obama fuese presidente durante ocho años: habrá niños que le vieron y ahora tendrán 18 años y que en su momento dijeron «si me esfuerzo, es posible». Cada vez más vamos a ver gente que llegue a la primera línea de la política y la empresa que se ha inspirado en Obama y, en unos años, en Harris. Pero de la misma manera que hay ejemplos positivos que animan, los hay negativos, y Trump lo ha sido. Ha hecho normal lo anormal desde la presidencia de Estados Unidos, y tiene una influencia tremenda, por ejemplo, en la aparición de personajes como Bolsonaro o en la potenciación de la extrema derecha europea. También es curioso ver que Putin juega en la liga de la extrema derecha viniendo de donde viene. En el fondo, las ideologías existen y está bien tenerlas. Sin embargo, estas ideologías donde ya la razón viene cerrada en una caja y te dicen qué pensar están todas en la misma frecuencia. Pero a nivel internacional ya hay ejemplos buenos: hay gente que está haciendo bien las cosas, como Jacinda Arden en Nueva Zelanda o Angela Merkel en Alemania… La presidencia de Biden y Harris va a ser un soplo de aire fresco. Aunque también depende de muchas cosas, como de lo que pase en el Senado con los dos escaños de Georgia –si lo ganaran los demócratas, los republicanos no podrían bloquearlo durante los dos próximos años, con lo cual avanzaría mucho más la agenda legislativa–. Tampoco sé cuánto va a durar Biden, que si empezó la campaña pareciendo que tenía 82 años, al acabar parece que tiene 88. A mí Kamala Harris me encanta, es una fuerza de la naturaleza. Veremos si tiene espacio –porque a un vicepresidente no se le ve, su función es estar escondido por si se muere el presidente–, si tiene visibilidad, porque dentro de cuatro años Biden no va a presentarse a la reelección y Trump va a intentar hacerlo, aunque lo normal en estos casos es que si pierdes te vas a tu casa, como pasó con Carter. Parte de lo que está montando ahora Trump es porque está preparando a su base para 2024.

¿Crees que el Partido Republicano le va a apoyar en esa posible futura candidatura?

Para el partido es como si hubiera venido un alien y lo hubiera consumido. La puerta ya la había abierto el Tea Party y por esa puerta de populismo un poco ácrata ha entrado Trump. Supongo que si las cosas no le empiezan a ir bien, habrá más voces críticas dentro del partido. Todos saben que ha perdido y que no ha habido casos de corrupción, pero están a la desesperada y no creo que el Tribunal Supremo entre al trapo, a no ser que se quieran jugar una guerra civil. Si los dos primeros años de legislatura el senado es demócrata, habrá una base legislativa que facilitará las cosas a Biden y a Harris para que el país cambie a mejor.

De los Balcanes a Chechenia pasando por medio continente africano hasta llegar a Irak o Afganistán. ¿Cómo han cambiado los conflictos armados durante esos 20 años como corresponsal de guerra?

Si ha desaparecido la verdad en las sociedades occidentales en las que estamos, teóricamente, en paz –la pobreza es una forma de violencia muy evidente que no vemos–, imagínate en las zonas en conflicto. El gran cambio se produjo en 2003, con la invasión de Irak y el auge y globalización de internet, entre otras cosas. Fue entonces cuando los distintos grupos yihadistas iraquíes y extranjeros empezaron a tener sus propias webs, con lo cual podían mostrar sus hazañas: si decapitaban a alguien, si cometían un atentado… Necesitaban publicarlo porque estaban compitiendo por los financiadores del Golfo y tenían que demostrar que eran un grupo serio  capaz de hacer estas cosas. En ese momento, los periodistas dejamos de ser bienvenidos en las zonas en conflicto. Hasta entonces siempre habían recibido bien a los periodistas extranjeros porque éramos la única arma que tenían. Por ejemplo, piensa en lo que pasó en Bosnia: para el Gobierno, en realidad, nosotros, los periodistas, éramos su única arma de verdad, y aún así no les sirvió de mucho. Nosotros, que éramos bien recibidos porque éramos les permitíamos colocar su discurso en el mercado internacional de noticias, ya no somos necesarios porque pueden hacerlo través de internet. Para los americanos y Occidente en general, nunca hemos sido de mucho fiar, sobre todo después de lo que pasó en Vietnam. De repente nos encontramos que en las guerras ninguna de las dos partes quieren que estés ahí. Se ha puesto mucho más difícil la labor del corresponsal de guerra.

En agosto saltaba por lo aires medio Beirut, dejando aún más tocado un país que, en un soplo de vida, ha pasado por una guerra civil, varios atentados terroristas e incursiones y ataques israelíes. ¿Está Líbano al borde de una nueva primavera árabe? ¿Qué podría suponer para la frágil estabilidad de la región?

La guerra del Líbano, como muchas otras, está mal acabada, como ocurre siempre que una parte vence a la otra. Las que acaban bien lo hacen gracias a un acuerdo de paz generoso en el que hay un intento de entendimiento, más o menos lo que se hizo en Colombia, aunque durase cinco minutos. En el Líbano conocí a una escritora, Joumana Haddad, que está bastante involucrada en las protestas, que me dijo una frase brutal: «Yo educo a mis hijos para que sean capaces de vivir fuera del Líbano». Me parece una frase de una desesperanza tremenda, es asumir que el futuro está fuera, como lo están muchísimos libaneses que viven en África o en América Latina. Es un país que está atado por una Constitución que se basa en un censo que ya no es real, que es muy difícil que se pueda enfrentar a cómo repartirse el poder de verdad, porque ahora mismo tendría mucho más poder los chiíes, que son la mitad de la población o más. Es un equilibrio frágil, porque el Líbano en sí no existe: era parte de Siria y ahora es un crisol de gente de distintos sitios y religiones que durante algún tiempo funcionó, como Sarajevo y mira cómo acabó aquello. Están juntos porque cada uno va a lo suyo, y es una pena porque es un país maravilloso, pero lo tiene complicado: tiene un enemigo debajo, que es Israel, muy poderoso, que solo entiende la paz como estar en guerra permanente; y a Siria encima –que veremos cómo sale de esta– con su goteo incesante de refugiados… Líbano no tiene muchas cartas para salir adelante. Sin embargo, después de la explosión vimos que fue la sociedad civil la que recogió los escombros: hay también una vitalidad tremenda en la gente que un día, espero, atropelle a toda esta gentuza que les gobierna y sean capaces de organizarse por sí mismos. Pero eso solo se consigue mediante la violencia, claro.

A pesar de la pandemia, las migraciones forzosas se mantienen, y como muestra está lo sucedido en Moria o en el Mediterráneo estos últimos meses, por ejemplo.

Igual que con la pandemia, nos hemos acostumbrado a los refugiados. Ya nada nos escandaliza. Hasta que vuelva a aparecer una foto de otro niño Aylan muerto en una playa no nos volveremos a conmover: lo haremos durante unos días y ya está, volveremos a olvidarles. Somos unas sociedades muy sensibles que viven en  compartimentos estancos de emoción: no somos capaces de empatizar con los demás.

«Igual que con la pandemia, nos hemos acostumbrado a los refugiados»

¿Por qué sigue la crisis de refugiados siendo la asignatura pendiente de Europa?

Si los refugiados sirios fueran cristianos, no habría tantos problemas. Hay cierto miedo al islam, pero por desconocimiento. Es cierto que hay radicales –de hecho, hay gente que es capaz de explotarse en unos aviones contra unas torres pensando que están siguiendo el libro sagrado–, pero hay otra que lleva una vida de piedad ejemplar y ayuda a otros siguiendo el mismo libro sagrado. El problema no es el libro, sino la gente. Eso lo vemos también en el catolicismo, hay católicos ejemplares –muchas monjas, por ejemplo–, y luego los hay que son unos hijos de puta. Hay un desconocimiento absoluto del islam y eso deriva en miedo. Y desde que surgieron el ISIS y Al Qaeda, más. Hay un estereotipo de terrorista, como vemos ahora en París donde hay células durmientes que en cualquier momento se pueden activar, pero cuánta gente es… ¿Cuántas personas que siguen la religión islámica o viene de países de mayoría musulmana están acopladas en Francia o en otros Estados donde tienen una vida decente y pagan sus impuestos? La inmensa mayoría. Europa se encuentra en una eterna dicotomía: por una parte, necesitamos inmigración porque tenemos pocos nacimientos, pero, por otra, nos gustaría elegir los países de origen. Hubo una época que Alemania quería informáticos de la India, que son muy buenos en esa área porque se junta la tradición matemática británica con la de su país. Tú no puedes decir «no quiero negros de Senegal de agricultores porque ya tengo, pero sí quiero ingenieros indios» y otro año decir «ahora sí quiero a mil agricultores senegaleses». Eso no funciona así. Lo que necesitamos es tener los canales necesarios para asumir a los refugiados y a los migrantes, saber seleccionar y detectar quién es la mala gente –porque la hay, y en Moria también la había– para que esos no entren y no torturen a los demás. La inmensa mayoría es gente decente que está buscando un futuro. Existe un derecho a emigrar y, sobre todo, a buscar refugio si te estás jugando la vida: debemos tener la capacidad de incorporarles, educarles e introducirlos en nuestro sistema. Cuando cayó el régimen en el sur de Vietnam hubo los llamado boat people, personas que se tiraron en barcas al mar de la China y acabaron en Francia, en Nueva Zelanda o en Canadá y se han incorporado completamente a las sociedades receptoras. La gente, en el fondo, lo que quiere es vivir en paz, y da igual de donde vengas.

Cierras tu último libro con una advertencia sobre la pandemia, pero que bien se podría aplicar a cualquier crisis que pueda sufrir el planeta: «Solo queda un esfuerzo más: no olvidar jamás quiénes fueron los imprescindibles y quiénes son los impostores». Pero el ser humano tiene una habilidad especial para olvidar lo traumático. ¿Volveremos atrás cuando todo pase?

Yo creo que sí. Hay una frase que cito en el último capítulo de una pintada en Hong Kong que dice que no podemos volver a la normalidad porque precisamente la normalidad era el problema. Pero, más allá de lo evidente, sigo esperando que se hayan despertado fuerzas, que tardarán más en dar su cara, y que haya más cambios de los que imaginamos. No sé cuáles van a ser, aunque soy muy pesimista: tenemos una capacidad inmensa de olvido, de lo malo y de lo bueno. Por eso es importante lo que digo en esa última frase: saber quién ha estado con nosotros y quién no. Entre estos últimos están muchos políticos, una parte importante de la clase empresarial, los buitres de Wall Street, esas grandes fortunas que han crecido durante la pandemia un 26%… esos son los crupieres del casino y no podemos olvidarlo.

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