Ciudades

Las ciudades evanescentes: miedos, soledades y pandemias en un mundo globalizado

Con la premisa de que «el problema es que esa normalidad es la principal amenaza para el planeta», Ramón Lobo reflexiona, en ‘Las ciudades evanescentes’ (Ediciones Península), sobre soledades urbanas y esa resiliencia colectiva que, pasada la tormenta, siempre desaparece.

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Flavia Salvadori
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21
octubre
2020

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Flavia Salvadori

Dejó de existir «el año próximo». Quedaron aplazados los planes, los viajes y los abrazos. Se suspendieron las certezas por temor a nuevas olas de coronavirus. Aún es difícil saber en qué tiempo verbal vivimos, qué es ayer y qué permanecerá entre nosotros. Habrá al menos dos pasados, uno que intentará regresar disfrazado con la esperanza de que nada esencial cambie y el que jamás retornará. Aún andan en la mudanza de los detalles. Los cambios sociales profundos necesitan años de maduración antes de aflorar.

Es pronto para saber si serán cosméticos, como sucedió en la crisis financiera de 2008, o significativos, como en la caída del Muro de Berlín, en noviembre de 1989. Conviven varios planos superpuestos, el de la política internacional que se expresará a medio plazo, con o sin conflicto, para definir los roles de China y Estados Unidos, y otro humano, de cultura de convivencia y prioridades de vida. Un grafiti en una pared de Hong Kong resumía la esencia del segundo debate: «No podemos volver a la normalidad porque la normalidad que teníamos era precisamente el problema».

¿Qué sucederá cuando todo se asiente? ¿Volverán a llenarse las ciudades de coches, contaminación y mal humor? ¿Se impondrán los espacios sostenibles capaces de prolongar el espíritu de resiliencia nacido de las ventanas y los balcones? ¿Se multiplicarán las bicicletas, las zonas verdes y peatonales? Estamos ante una oportunidad única de apostar por la construcción de un mundo respirable que ayude a mejorar la convivencia, proteja a los menores y a los mayores, y frene la emergencia climática. Será el primer campo de batalla para saber si vuelve a ganar el dinero.

«Los cambios sociales profundos necesitan años de maduración antes de aflorar»

Cuando empezó la desescalada y dieron permiso para pasear y hacer deporte por las ciudades en determinadas franjas horarias, muchos sentimos miedo a pisar la calle. Lo llaman «síndrome de la cabaña», un trastorno temporal frecuente en los secuestrados o en aquellos que han pasado un largo periodo en un hospital o en una cárcel.

Miles de personas se movían con mascarillas. Las burbujas-escaparate fueron reemplazadas por muros de desconfianza. Parecíamos ciudades medievales individualizadas en un océano encrespado. El temor a la calle se cimentó en el abuso del lenguaje bélico con el que algunos dirigentes y periodistas pretendían describir la pandemia. Al no existir una representación clara del enemigo, el virus alcanzó un aura tenebrosa que nos hacía sentir inseguros.

Descubrimos de improviso que nuestras ciudades no estaban preparadas para las personas, que carecían de lugares para una vida no laboral, para cualquier actividad que no demandara el uso del automóvil. Resultaba imposible guardar las distancias en las aceras. La gente invadió calzadas peleando por el asfalto junto a ciclistas, patinadores y taxistas. Será difícil retornar a la vida anterior por mucho que los líderes se inventen frases contradictorias como el oxímoron de la «nueva normalidad», un atropello lingüístico. Lo que necesitamos es construir una «nueva rutina» en la que sentirnos seguros. Somos animales de costumbres que hallamos paz en la reiteración. No solo deberemos reconquistar emocionalmente las calles, tendremos que devolver los animales silvestres y salvajes a sus espacios después de que en el confinamiento se invirtieran los roles, y fuéramos nosotros los encerrados en jaulas dentro de un zoo de cristal y cemento.

Echaré de menos algunas cosas del confinamiento, además de la seguridad vírica, como los guisos que me traía a la puerta Íñigo Domínguez, uno de mis diez amigos que viven a menos de un kilómetro. Fue un momento hermoso en el que me sentí cuidado.

«Parecíamos ciudades medievales individualizadas en un océano encrespado»

Los vecinos deberán decidir entre la memoria activa y la amnesia. Recordar quiénes fueron sus sostenedores, las personas que permanecieron en sus puestos de abastecimiento. Será necesario apostar por las tiendas de proximidad y por las librerías que sobrevivieron a los ataques del mercado financiero. Tras comprar mi primer libro pospandémico, uno de Benito Pérez Galdós, sentí ganas de bailar sobre la acera.

Los patrones de pisos turísticos que empobrecieron el alma de los barrios pedirán ayudas a las autoridades para seguir esquilmando. Los turistas tardarán meses o años en regresar, en moverse en masa seguidos de sus followers virtuales. Miles de pisos sin termitas castigarán el mercado. Podría ser la oportunidad de regularlo de otra manera. De un nuevo comienzo.

No emergemos de la Gran Pandemia como Europa de la segunda guerra mundial. Las ciudades, las infraestructuras y la industria están intactas. Solo es necesario descubrir las nuevas reglas, decidir las prioridades. ¿Soportará la gente un retorno a lo de siempre en manos de los de siempre? Espero que no. Si no, todos seremos culpables.


Este es un extracto de ‘Las ciudades evanescentes: miedos, soledades y pandemias en un mundo globalizado’, de Ramón Lobo (Ediciones Península). 

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