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El rebrote de la espiritualidad

De Rosalía a Nick Cave, pasando por las últimas novedades cinematográficas o ensayísticas, resignificando símbolos litúrgicos y rescatando atributos de calado religioso, una corriente renovada de espiritualidad recorre el mundo. No busca «salvar almas», pero sí sosegarlas y ayudarlas a encontrar su sentido.

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27
noviembre
2025

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Un sencillo hábito de monja, blanco (no pardo, azul o negro: blanco, símbolo de pureza e indisociable de la representación de lo divino), con la consabida toca cubriéndole el pelo; brazos que rodean el torso, por dentro de la indumentaria, ceñidos al tejido, y un rostro arrebatado, en pura transverberación, palabra exacta para el éxtasis místico, en el que la llama celestial atraviesa el corazón del devoto. La cubierta del último trabajo discográfico de Rosalía es una suerte de catalizador de una oleada espiritual que lame el paso de una sociedad que se creía inmune a cualquier alternativa al materialismo. Lux, dieciocho temas cantados en catorces idiomas. Lux, que acaso apunta al Ego sum lux mundi, «yo soy la luz del mundo», que san Juan pone en boca de Jesús en su evangelio. En un mundo desfallecido por la emergencia climática, el feísmo, la desfachatez política y la falta generalizada de pudor; un mundo descreído y maltrecho por crisis interminables de múltiples naturalezas, presidido por el ruido, la productividad, las pantallas, la prisa, saturado de estímulos que prenden la ansiedad y tan promiscuo, pareciera haberse encontrado esa grieta a la que cantaba Leonard Cohen en su tema «Anthem», esa grieta por la que entra la luz. Una corriente renovada de espiritualidad nos procura la lumbre y el recogimiento suficientes para encontrar un sentido. A la vida, claro. La propia y la común.

El disco de Rosalía es el ejemplo más reciente. Acaso habría que recordar las palabras del papa Francisco en la Jornada Mundial de la Juventud, en Río de Janeiro, en 2013, cuando exclamó a los jóvenes aquello de «¡Hagan lío! ¡Quiero lío en las diócesis, quiero que la iglesia salga a la calle!». La religión no ha dejado de estar presente, con su devenir ciclotímico en cuanto a fervor popular. Basta pensar en las retransmisiones televisivas de la Semana Santa (en especial la que celebró Bergoglio durante la pandemia, cuya radical belleza parecía rodada por el mismísimo Sorrentino), los días festivos que jalonan el calendario, el Día de Difuntos, los insistentes ensayos de Agamben o Recalcatti, las películas de Scorsese o la música góspel que arrecia cada vez que el año expira, como haciendo memoria de que hay que tomar conciencia, por citar un ramillete improvisado de ejemplos.

Pero es una espiritualidad mayúscula la que asoma por los tragaluces más inverosímiles. La espiritualidad sin credo necesario, que tiene que ver con una condición ética (y estética) de estar en el mundo, que contempla aspectos como el amor, la compasión, el perdón y cierta celebración de lo inútil, en tanto el compromiso por aquello que no tiene valor de cambio: los afectos, el mundo sensible. Una suerte de elegancia existencial. Una espiritualidad que rescata las virtudes, que convierten en virtuoso a quien las practica, desplazando a los valores (que no dejan de ser un término bursátil sin adjetivo posible). Una espiritual que se ocupa del alma. «El alma es padre y madre de todas las dificultades no resueltas que lanzamos en dirección al cielo», escribió Jung en sus Memorias, uno de los pensadores que más profundizó en esta práctica, la espiritualidad, que trata de equilibrar la razón instrumental-analítica con la razón sensible, la del corazón, en su decir.

La espiritualidad convoca la esperanza, no como certeza de que algo saldrá bien, sino como la certeza de que la vida tiene sentido, según Jung

La espiritualidad es lo que nos permite enraizarnos a la Tierra, a los otros, al otro, a uno mismo. La espiritualidad convoca la esperanza, no como certeza de que algo saldrá bien, sino como la certeza de que la vida tiene sentido.

Ahí tenemos Byung-Chul Han, reciente Premio Princesa de Asturias de la Comunicación y Humanidades, hablando de la importancia de la oración. Él acude a la Eucaristía y anima al resto a cultivar la espiritualidad en el rezo. No es causal que su último ensayo lleve por título Sobre Dios: pensar con Simone Weill, donde profundiza en el pensamiento de esta judía (después católica) que hizo de la espiritualidad su recorrido vital, proponiendo el vacío, el silencio y la trascendencia como antídoto a una era marcada por la hiperconectividad, hiperactividad e hiperconsumismo.

De Simone Weill habla también la escritora Begoña Gómez en su libro Místicas, de ella y de beguinas (mujeres laicas que convivían en comunidades religiosas) como Margarita Porete, en un ensayo que indaga sobre una experiencia (la de la plenitud con el todo) que procede de lo religioso pero que se encuentra por otras vías. «Mística salvaje», término acuñado por el francés Hulin, refiere ese tipo de vivencias espirituales no sujetas a credo alguno.

El Nobel de Literatura Jon Fosse también nos interpela desde esta vertiente en su texto Misterio y fe, en una conversación con el teólogo Eskil Skjeldal (para Kafka, nos recuerda, «escribir era como rezar»). Asimismo, el británico Simon Critchley acaba de publicar su ensayo Misticismo, donde recala en figuras de la talla de Juliana de Norwich (antecedente directo del arte abstracto, según Victoria Cirlot, quien también ha escrito sobre el asunto), el Maestro Eckart («para la persona que ha aprendido a soltarse y dejar ser, nada puede volver a interponerse en su camino», escribió en uno de sus sermones ese altísimo dominico) o santa Teresa de Jesús (¿por qué usurparle el tratamiento religioso?).

Nick Cave, un incómodo católico, habla con frecuencia de su constante búsqueda espiritual. Su disco Wild God, «Dios salvaje», está entreverado de citas bíblicas y referencias espirituales, como ya hiciera en su anterior trabajo Seven Psalms. En otro orden de cosas, Rigoberta Bandini se convirtió en «Jesucrista Superstar» y las británicas The last Dinner Party enarbolan el Agnus Dei como símbolo de su rock barroco.

Nick Cave, un incómodo católico, intercala en discos citas bíblicas y numerosas referencias espirituales

Si en la película La llamada, Los Javis rodaron un musical en el que lo religioso permitía habitar el mundo de otro modo más puro, intenso (también naif) y espiritual, en Los domingos, Alauda Ruíz de Azúa nos presenta una muchacha cuya felicidad y deseo es convertirse en monja de clausura. Los conventos, como los monasterios, conservan lo que escasea fuera de ellos, como sucede en El juego de los abalorios, de Hesse: silencio, recogimiento, fraternidad, quietud, júbilo.

Si antaño significarse como creyente o espiritual implicaba un mohín de recelo, pareciera que hacerlo hoy es sinónimo de resistencia. Aunque los últimos datos hablen de una sutil subida entre los jóvenes de la práctica religiosa en países como España, Reino Unido e Italia, lo cierto es que es la espiritualidad, más ajena a jerarquías, principios de autoridad, preceptos de obligado cumplimiento, más dúctil a las necesidades de cada cual, quien regresa y resurge y rebrota con hambre de adeptos. Tal vez tuviera razón George Steiner cuando hablaba de esa implacable «nostalgia de Dios», en tanto que trascendencia inherente en la cultura y, sobre todo, en el lenguaje.

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