Responsabilidad en las plataformas digitales
¿Quién responde en Internet?
Muchas plataformas digitales permiten que cualquier persona publique y difunda contenidos. ¿Qué responsabilidades deben asumir cuando en sus espacios se vulneran derechos fundamentales?
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Las plataformas digitales que ofrecen servicios de alojamiento de datos no son las autoras de los contenidos que allí se publican, pero ¿qué pasa cuando se difunden mensajes que, por ejemplo, incitan al odio, promueven la explotación sexual o violan el derecho a la privacidad? Durante muchos años, Internet ha sido percibido como algo ajeno a la vida real. Era un territorio sin límites claros donde podíamos interactuar sin que se nos viera mucho. Sin embargo, la línea entre lo virtual y lo físico se ha desdibujado y hoy somos más conscientes de que lo que ocurre en el espacio virtual tiene consecuencias en el espacio físico (y viceversa). Por tanto, los derechos reconocidos en el mundo físico deben protegerse también en el entorno digital.
Pero el debate sobre el papel que deben asumir las plataformas digitales frente a la circulación de contenidos ilícitos lleva tiempo abierto. No solo entran en juego diferentes derechos fundamentales, como el derecho a la libertad de expresión o el derecho a la privacidad, sino que el alcance global de Internet también dificulta la aplicación de normativas armonizadas en países con legislaciones distintas. La Ley de Servicios Digitales (DSA, por sus siglas en inglés), en vigor desde 2022 y aplicable desde 2024, ha supuesto un importante avance en este sentido. Esta normativa complementa y actualiza muchas de las disposiciones de la Directiva 2000/31/CE sobre el comercio electrónico e incluye medidas específicas para las plataformas y motores de búsqueda de muy gran tamaño (con cuarenta y cinco millones de personas usuarias activas al mes).
El alcance global de Internet dificulta la aplicación de normativas armonizadas en países con legislaciones distintas
Entre otras obligaciones, estas plataformas y motores de búsqueda deben atender a cuatro tipos de riesgos: la difusión de contenidos ilícitos, las amenazas a los derechos fundamentales, el impacto en el discurso cívico y los procesos electorales, y los efectos relacionados con la violencia de género, la salud pública, la infancia y la salud física y mental. La DSA denomina a estas áreas «riesgos sistémicos» e incorpora, de forma explícita, una perspectiva de género interseccional. Como explica Eleonora Esposito, experta en violencia de género en línea, «reconoce que, como todas las personas no somos iguales en el mundo físico, tampoco lo somos en el mundo digital. Nuestro sexo, nuestra edad, nuestra etnia e, incluso, nuestro idioma hace que no seamos iguales». En este sentido, la normativa representa también un avance importante en la protección de la infancia y de los derechos de las mujeres.
¿Simples servicios intermediarios?
Pero ¿qué responsabilidad asumen ahora las plataformas cuando alojan contenidos que atentan contra derechos fundamentales? La responsabilidad penal rara vez recae sobre ellas, salvo que se pruebe que facilitaron deliberadamente la difusión de contenidos ilícitos o actuaron con negligencia grave. En cambio, es más común que enfrenten consecuencias en el ámbito civil si no actuaron con la diligencia necesaria para frenar la circulación de este tipo de contenidos. Por eso, deben contar con mecanismos eficaces que permitan a cualquier persona presentar denuncias fácilmente, evaluar cada caso y aplicar medidas adecuadas para prevenir o limitar los daños.
Sin embargo, no siempre está claro quién debe asumir la responsabilidad. Un ejemplo significativo es el caso entre Louboutin y Amazon, en el que el Tribunal de Justicia de la Unión Europea dictaminó que una plataforma digital puede ser considerada responsable por infracción de marca si presenta y promociona productos de terceros de manera que inducen a confusión con los propios. En ese caso, se cuestionaba la venta en Amazon de zapatos con suela roja –rasgo distintivo de la marca Louboutin– ofrecidos por un vendedor externo. La sentencia es relevante porque modifica el enfoque habitual: plantea que las plataformas pueden ser responsables si contribuyen activamente a generar confusión en el mercado, más allá de su papel de intermediarias.
Otro ejemplo que ilustra esta ambigüedad es el caso de Airbnb. La publicación de anuncios de pisos turísticos sin licencia ha sido una fuente constante de controversia en los últimos años. En diciembre de 2024, la Dirección General de Consumo abrió un expediente sancionador contra la plataforma tras advertirle reiteradamente la necesidad de retirar miles de anuncios con publicidad ilícita de viviendas turísticas. A pesar de estas advertencias, Airbnb no eliminó los anuncios. La empresa argumenta que no es responsable de la legalidad de los contenidos publicados y que actúa conforme a la Ley de Servicios Digitales. Sin embargo, si se confirma la infracción, podría enfrentarse a sanciones económicas importantes.
La complejidad de las responsabilidades compartidas
Aunque la normativa europea ha trazado ciertas líneas rojas, su interpretación y aplicación varía según el país, lo que dificulta su eficacia. A esto se suma que cada plataforma tiene sus propias reglas internas y las estrategias para detectar contenidos ilícitos pueden diferir notablemente entre aplicaciones que puedan tener usos similares. En los últimos meses, algunas plataformas han comenzado incluso a relajar sus medidas de control, adoptando enfoques más desregulados. Es el caso de X (antes Twitter).
Así, aunque legalmente las redes sociales se consideren simples transmisoras de contenido, en la práctica, resulta difícil delimitar su grado de responsabilidad y su rol en la reproducción de desigualdades y violencias.
La red social OnlyFans ha sido denunciada como un negocio encubierto de pornografía y prostitución
Esto es muy evidente si comparamos plataformas con algunas características similares. Por ejemplo, tanto Patreon como OnlyFans permiten ofrecer contenidos exclusivos mediante suscripción, pero sus usos y comunidades difieren considerablemente. El caso de OnlyFans es especialmente controvertido porque se mueve en un ámbito en el que aún hay demasiadas lagunas legales. De hecho, un informe de la Federación de Mujeres Jóvenes denuncia que esta plataforma es «un negocio encubierto de pornografía y prostitución integrado perfectamente en el globalizado y diversificado negocio del sexo». Las autoras de este estudio señalan que esta plataforma reproduce el sexismo, la violencia contra las mujeres y la dominación masculina. Esto queda claro al observar que los contenidos pornográficos son los más producidos y consumidos y que más de un 97% de los cuerpos expuestos sean de mujeres y que el perfil del usuario mayoritario sean hombres entre 25 y 44 años.
En este sentido, Tasia Aránguez, profesora de Filosofía del Derecho, afirma que «Onlyfans arguye que es un mero alojador de contenidos y que se limita a posibilitar los intercambios entre creadoras y usuarios, pero en realidad la red social ejerce un papel de proxeneta, pues obtiene un beneficio del 20%». Para la experta, uno de los aspectos más peligrosos de esta red es su uso para la captación, prostitución y pornografía de menores de edad, algo que ya se mostró en 2021 con una investigación de la cadena BBC que «desveló la permisividad de la plataforma con la pornografía de menores, pues esta se resistió a cerrar cuentas pese a haber sido advertida en varias ocasiones de que los contenidos de dichas cuentas envolvían a menores de edad».
Este caso no solo evidencia las dificultades de proteger los derechos humanos en la red, sino también la complejidad de erradicar violencias estructurales profundamente arraigadas en nuestra sociedad. Al final, la responsabilidad digital, como en todo, es compartida. Por eso, la normativa debe garantizar que todas las partes involucradas, incluidas las que se presentan como servicios intermediarios, asuman su papel en la protección de los derechos fundamentales y no miren hacia otro lado.
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