Opinión

Siempre se puede elegir «ninguna de las anteriores»

En el paisaje altamente programado en el que vivimos, podemos crear el software o podemos ser el software. Para Douglas Rushkoff, autor de ‘Programa o serás programado: diez mandamientos para la era digital’ (Debate), es imprescindible empezar a desarrollar un nuevo patrón ético, comportamental y comercial para guiarnos por el mundo digital.

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30
julio
2021

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El reino digital está sesgado hacia la toma de decisiones, porque todo hay que expresarlo en los términos de un lenguaje simbólico específico de «sí» o «no». A menudo, esto fuerza a los seres humanos que operan en la esfera digital a decidir. Hemos de cobrar conciencia del número creciente de decisiones que se presentan en nuestras vidas como, en gran parte, un efecto colateral de lo digital; así, siempre tenemos la opción de no tomar ninguna decisión en absoluto. Todas estas decisiones reales e ilusorias (todos estos puntos de decisión innecesarios) pueden, por supuesto, ser un sueño hecho realidad para los vendedores y publicistas, desesperados por convencernos de que cada una de nuestras preferencias como consumidores importa. No es su culpa. No hacen más que explotar el sesgo preexistente de la tecnología digital hacia las decisiones de «sí» o «no».

Después de todo, los números constituyen la propia arquitectura de lo digital; cada archivo, imagen, canción, película, programa o sistema operativo no es más que un número. Basta con abrir un vídeo o una fotografía de un ser querido en un editor de texto para comprobarlo, si se quiere. De hecho, para el ordenador, dicho número viene representado por una serie de unos y ceros, ya que cada ordenador o interruptor está en posición de encendido o de apagado. Los complicados elementos que hay entre el «sí» y el «no», entre «apagado» y «encendido», no pasan a través de los cables o de los chips, ni van empaquetados; para que algo sea digital, tiene que estar expresado en números.

En esta traducción del borroso e indefinido mundo real de las personas y las percepciones al mundo absolutamente definido y numérico de lo digital, puede perderse algo. En el espectro entre el amarillo y el rojo, ¿dónde está exactamente esa extraña sombra de naranja? ¿en el terahercio 491?; ¿un poco más arriba?, ¿491,5?, ¿0,6?, ¿en algún punto intermedio? ¿Cuánta exactitud es suficiente? Cualquiera puede determinarlo, pero eso es lo primero de lo que hay que darse cuenta, alguien, en efecto, lo determina. Se está tomando una decisión.

Todo el mundo quiere tener la libertad de elegir, y la historia de la tecnología se puede narrar como el proceso que ha dado mayor capacidad de elección

No es algo necesariamente malo; es tan solo el modo en que funcionan los ordenadores. Corresponderá a los filósofos cíborg del futuro decirnos si todo en la práctica no es más que información, reducible a largas secuencias compuestas solo por dos dígitos. La cuestión es que, incluso aunque el mundo estuviera conformado por información pura, aún no sabemos suficiente de esos datos como para registrarlos. No poseemos toda la información o no sabemos cómo medirla. Por ahora, las representaciones digitales se reducen a consensos; sistemas de símbolos que registran o transmiten una gran cantidad de información sobre lo que nos interesa en un determinado momento. La tecnología digital mejorada solo toma las mismas decisiones en una escala granular cada vez mayor.

Y mientras que los ordenadores se ocupan de tomar estas decisiones específicas sobre el más bien poco específico y sutil mundo que habitamos, son muchas las personas que están ocupadas, por su parte, en acomodar los ordenadores para vivir y definirse en los términos de estos. Tomamos decisiones no porque queramos hacerlo, sino porque los ordenadores nos lo exigen. Por ejemplo, la información en línea se almacena en bases de datos. Una base de datos no es más que una lista, pero el ordenador o el programa tienen que poder analizar y utilizar el contenido de esta. Esto se traduce en que alguien (el programador) debe decidir qué preguntas hay que hacer y qué opciones tendrá el usuario a la hora de responder. «¿Hombre o mujer?», «¿Soltero/a o casado/a?», «¿Homosexual o heterosexual?». Resulta muy fácil que alguien se sienta excluido; o viejo –¿0-12, 13-19, 20-34, 35-48 o 49-75?–. La arquitectura de las bases de datos requiere que los programadores elijan qué categorías importan, la granularidad que convenga al propósito de aquellos para quienes trabajen.

Como usuarios, todo lo que vemos es un mundo de opciones; ¿y no es bueno poder elegir? Cien apariencias diferentes para la página del correo electrónico; veinte disposiciones posibles, cada una con veinte subgrupos, para definir un perfil en una web de citas; cientos de opciones para el diseño del coche, el seguro de vida o el calzado… Cuando no resulta arrollador, es muy estimulante; al menos durante un tiempo. Tener más opciones está bien, ¿no es cierto? Se relaciona con un incremento de la libertad, la autonomía, la capacidad de elección y la democracia. Pero lo cierto es que un abanico de opciones más amplio no entraña todo esto. Todo el mundo quiere tener la libertad de elegir, y la historia de la tecnología se puede narrar como el proceso por el que los seres humanos se han ido dando una mayor capacidad de elección; la de vivir en lugares con climas distintos, la de dedicar el tiempo a algo que no sea cazar para comer, la de leer por las noches, etcétera.

Cuanto más nos amoldamos al abanico de opciones disponible, más predecibles y mecánicos nos volvemos

Pero aún queda un conjunto de valores a la espera de disfrutar de esa capacidad de elección, y la única decisión que no llegamos a tomar es la de si aceptar estas elecciones o no. Las elecciones nos detienen y nos piden que tomemos una decisión para continuar adelante. Decidir significa decantarse por una opción y dejar de lado todas las demás, como escoger una universidad sin haber ido aún al instituto. Cada opción rechazada acarrea un coste de oportunidad, tanto real como imaginado. Cuantas más decisiones tomamos (o se nos fuerza a tomar), más creemos que nuestras expectativas van a cumplirse, pero en la experiencia real, la búsqueda de la elección hace que nos comprometamos menos, que nos volvamos más obsesivos y menos libres, y que estemos más controlados.

Además, una decisión forzada no es en absoluto una decisión, sea el caso el de una rehén obligada a elegir cuál de sus hijos quiere que sobreviva o el de un usuario de una red social al que se le impone hacer público si está soltero o casado. El sesgo de las tecnologías digitales hacia las elecciones forzadas encaja a la perfección con nuestro papel de consumidores, lo que viene a reforzar la noción de «elección» como algo que libera y que, al mismo tiempo, convierte nuestras vidas interactivas en alimento para los estudios de mercado. Los sitios web y los programas pasan a ser laboratorios en los que la pulsación de las teclas y los clics del ratón se miden y se comparan, de manera que cada elección queda registrada, en provecho del potencial para predecir e influir sobre la siguiente decisión.

Cuanto más reconocemos la precisión de cada nuevo acercamiento, más reforzamos las técnicas de los ordenadores que utilizamos y de sus programadores. Ya se trate de una librería en línea que nos sugiere un libro en función de nuestras elecciones previas (y de las de otros miles de consumidores con historiales de elección semejantes) o de una empresa de estudios de mercado que recurre al comportamiento de los niños en las redes sociales para predecir cuáles llegarán a identificarse en un futuro como homosexuales (sí, esto hacen ahora), el poder de elección consiste menos en dar a la gente lo que quiere que en hacer que escoja lo que la entidad que da a elegir tiene que vender.

Siempre somos libres de negarnos a elegir, de resistirnos a la categorización o incluso de buscar algo que ni siquiera esté en la lista de las opciones disponibles

Entretanto, cuanto más nos amoldamos al abanico de opciones disponible, más predecibles y mecánicos nos volvemos. Nos formamos para permanecer entre líneas, como una imagen que se hubiera arrastrado y ajustado a una cuadrícula. Nunca se queda en el sitio exacto en el que se coloca, sino que salta de golpe al sitio disponible más cercano del mapa predeterminado. Asimismo, mediante la serie de decisiones que tomamos sobre qué noticias leemos, a qué boletines nos suscribimos o qué sitios web visitamos, creamos un filtro de elecciones a nuestro alrededor. Amigos o publicaciones que podemos haber elegido por azar o por obligación en el pasado se pueden convertir en los marcadores con los cuales los programas y los motores de búsqueda eligen qué mostrarnos. Las decisiones que tomamos hacen el mundo más estrecho, pues la infinidad de posibilidades se pierde en la traducción al código binario.

Una alternativa emergente a la elección que se nos impone desde arriba en el reino digital son las etiquetas. En lugar de una imagen, una entrada de blog o cualquier otra cosa que venga del todo definida por una categoría predeterminada, los usuarios son libres de (que no obligados a) etiquetarse. Cuanta más gente utilice cierta etiqueta, más fácil será que otros que buscan algo con ella lo encuentren. Aunque las bases de datos tradicionales no están sesgadas hacia la categorización de objetos ilimitada y ascendente, pueden funcionar de ese modo.

No tienen por qué circunscribirse a las opciones con las que se las haya programado originalmente, sino que, de hecho, pueden estar programadas para expandir sus dimensiones y categorías en función de las etiquetas y preferencias de las personas que las utilizan. Pueden estar hechas para ajustarse al modo de pensar de la gente, en lugar de exigirle que piense como lo hacen ellas. Todo está en la programación y en la consciencia del sesgo que estas tecnologías presentarán si no intervenimos de manera consecuente en su implantación. Entretanto, siempre somos libres de negarnos a elegir, de resistirnos a la categorización o incluso de buscar algo que ni siquiera esté en la lista de las opciones disponibles. Siempre se puede elegir: «Ninguna de las anteriores». Rechazar una elección no significa la muerte; muy al contrario, es una de las pocas cosas que ayudan a distinguir la vida real de sus imitaciones digitales.


Este es un fragmento de ‘Programa o serás programado: diez mandamientos para la era digital’ (Debate), por Douglas Rushkoff.

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